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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

En el Laberinto (42 page)

BOOK: En el Laberinto
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Los mensch celebraban una reunión privada, en secreto. Al menos, creían. Xar estaba al corriente de todo, por supuesto. Se hallaba cómodamente sentado en la biblioteca sartán de la ciudadela. Los mensch estaban reunidos junto al jardín del laberinto, a considerable distancia, pero Xar escuchaba con nitidez cada palabra que pronunciaban.

—¿Qué es lo que no te gusta de él, Aleatha? —oyó preguntar a la humana... Xar no lograba recordar su nombre. Nuevamente, no desperdició energías en intentarlo—. Fíjate en este precioso collar que me regaló. Creo que la piedra es un rubí. Y observa esta marca tan curiosa que lleva grabada.

—Yo también tengo un colgante —intervino el elfo, Paithan—. La piedra del mío es un zafiro. Y tiene grabada una marca idéntica. El Señor Xar dijo que, cuando lo llevara, alguien estaría pendiente de mí. ¿No te parece bonito, Aleatha?

—Me parece feísimo —replicó la elfa con desdén—. Y el hechicero, también...

—El Señor Xar no puede evitar tener el aspecto que tiene...

—Eso es algo que tú comprendes muy bien, Roland, estoy segura —comentó Aleatha con frialdad—. Respecto a esos «regalos», también a mí trató de darme uno, pero lo rechacé. No me gustó la mirada que vi en sus ojos.

—¡Oh, Thea, vamos! ¿Desde cuándo devuelves joyas? Y, respecto a esa mirada, ya la has visto mil veces antes. Es la que te dedican todos los hombres —dijo Paithan.

—Pero luego la conocen y... —murmuró Roland.

Aleatha no lo oyó... o prefirió hacer oídos sordos.

—El viejo sólo me ofreció una esmeralda. ¡Me han ofrecido mejores regalos un centenar de veces en mi vida!

—¡Y apostaría a que en ninguna de ellas los has rechazado...! —fue la réplica de Roland, en voz más alta.

—Vamos, dejadlo ya los dos —intervino Paithan—. ¿Qué dices tú, Roland? ¿A ti también te ha ofrecido una de esas joyas?

—¿A mí? —Roland puso cara de perplejidad—. Escucha, Paithan, no sé cómo será entre los elfos pero entre nosotros, los humanos, los hombres no regalan collares a otros hombres. Y por lo que se refiere a los que
aceptan joyas
de otros de su sexo, en fin...

—¿A qué te refieres?

—No es nada, Paithan —se apresuró a intervenir Rega—. No se refiere a nada. Y no te dejes engañar: Roland aceptó el collar. Lo vi preguntar a Drugar por la piedra, pedirle que la tasara.

—¿Qué dices a eso, Drugar? ¿Qué valor tienen?

—Las gemas no son de origen enano. No sé cuál pueda ser su valor, pero yo no las llevaría. Me producen una sensación extraña.

La voz del enano era grave y ronca.

—¡Desde luego! —exclamó Roland en tono burlón—. Una sensación tan extraña que te encantaría quedártelas todas para ti. Escucha, Drugar, amigo mío: no intentes nunca timar a un timador. Conozco todos los trucos. Estos collares tienen que ser obra de los enanos. No hay otra explicación: tu pueblo es el único que explota el suelo por debajo de la capa de vegetación y que excávalo suficiente como para encontrar piedras preciosas como éstas. Vamos, dinos cuánto valen.

—¿Y qué importa eso? —rugió Rega, enfurecida—. ¡Nunca tendrás ocasión de cambiarla por dinero! ¡Estamos encerrados aquí por el resto de nuestra existencia y lo sabes!

Los mensch se quedaron callados. Xar bostezó. Se aburría y aquella, cháchara estúpida empezaba a irritarlo. Comenzaba a lamentar haberles entregado las gemas mágicas, que llevaban hasta él todo cuanto decían. Entonces, de pronto, escuchó lo que llevaba rato esperando oír.

—Supongo que esto nos lleva a la verdadera razón de esta reunión —dijo Paithan en voz baja—. ¿Le hablamos de la nave, o le ocultamos su existencia?

¡Una nave! Así pues, Sang-drax estaba en lo cierto. Los mensch tenían una nave oculta por allí. Xar cerró el libro sartán que estaba intentando leer y se concentró en escuchar.

—Da igual lo que hagamos —intervino Aleatha con tono lánguido—. Si es verdad que existe una nave, cosa que dudo, no podemos alcanzarla. Sólo tenemos la palabra de Cook, ¿y quién sabe qué creyeron ver ahí fuera, ella y sus mocosos? En cualquier caso, lo más probable es que los titanes ya la hayan reducido a astillas.

—No —dijo Paithan tras otro momento de silencio—. No lo han hecho. Y la nave existe.

—¿Cómo lo sabes? —inquirió Roland, receloso.

—Porque la he visto. Se puede ver desde lo alto de la ciudadela. Desde la Cámara de la Estrella.

—¿Quieres decir que sabías desde el principio que los demás tenían razón, que la nave estaba ahí fuera, todavía en buen estado, y no nos lo dijiste?

—¡No me grites! ¡Sí, maldita sea! ¡Y no te lo dije porque habrías reaccionado como haces ahora, como un estúpido! ¡Te habrías precipitado fuera como los demás y te habrían aplastado esa estúpida cabeza tuya!

—Bien, ¿y qué si lo hubiera hecho? ¡Es mi cabeza! ¡Que te acuestes con mi hermana no te convierte en mi hermano mayor!

—No te vendría mal un hermano mayor.

—¿Ah, sí?

—¡Sí!

—¡Basta los dos, por favor!

—Rega, quítate de en medio. Es hora de que aprenda...

—Os estáis portando como críos.

—¡Aleatha! ¿Adonde vas? No deberías entrar en el laberinto. Es...

—Voy a donde me da la gana, Rega. ¡Que te acuestes con mi hermano no te...!

¡Imbéciles! Xar apretó los puños. Por un instante, estuvo tentado de transportarse hasta donde estaban los mensch y sacarles la información a golpes. O retorciéndoles el pescuezo. Sin embargo, consiguió calmarse y no tardó en olvidarse de ellos. Pero no de sus comentarios.

—Se puede ver la nave desde lo alto de la ciudadela —murmuró—. Subiré a verlo personalmente. Quizás el elfo ha mentido. Y no es probable que los mensch regresen pronto.

Xar ya había sentido interés por echar un vistazo a lo que los mensch llamaban la Cámara de la Estrella, pero el elfo, Paithan, tenía la irritante costumbre de rondar por la estancia y de considerarla su propia creación, privada y personal. Con gran orgullo, se había ofrecido a Xar para mostrársela. Xar había tenido la cautela de no demostrar excesivo interés, para gran decepción de Paithan. El Señor del Nexo examinaría la Cámara de la Estrella a su debido tiempo... y a solas.

La magia sartán que se producía en la Cámara, fuera lo que fuese, era la clave para el control de los titanes. De eso no cabía ninguna duda.

«Es el tarareo», había oído decir a Paithan. «Creo que es eso lo que los atrae.»

Era tan evidente que incluso un mensch lo había visto. El sonido tenía un efecto asombroso sobre los titanes. Por lo que Xar había observado, el murmullo los sumía en una especie de trance. Y, cuando cesaba, las criaturas eran presa de un frenesí, como chiquillos asustados que sólo pudieran tranquilizarse si oían la voz de su madre.

—Una analogía interesante —comentó Xar, al tiempo que se transportaba a la Cámara de la Estrella pronunciando una fórmula mágica. No le gustaba subir escaleras—. La voz tranquilizadora de una madre. Una canción de cuna. Los sartán utilizaban eso para controlar a los titanes y, mientras estaban bajo su influencia, éstos eran esclavos de su voluntad. Si consigo descubrir su secreto...

Se materializó ante la puerta que conducía a la Cámara de la Estrella y se asomó al interior con cautela. La máquina estaba parada. La luz cegadora se encontraba apagada. Desde su llegada, se dijo Xar, la máquina había funcionado de modo irregular. El elfo pensaba que era su comportamiento normal, pero él no lo consideraba así. El Señor del Nexo no sabía mucho de maquinaria y echó de menos sinceramente al pequeño Bane. El muchacho había determinado el funcionamiento de la Tumpa-chumpa; sin duda, podría haber resuelto el misterio de aquel artilugio, mucho más sencillo.

Xar confió en solucionarlo por su cuenta, con el tiempo. Los sartán habían dejado tras ellos, como tenían por costumbre, innumerables volúmenes, algunos de los cuales debían de contener algo más que sus constantes sollozos, sus lamentaciones sobre lo duras que eran las cosas, sobre lo penosas que se habían hecho sus vidas. Cada vez que intentaba leer un libro, montaba en cólera al toparse con aquello.

Pese a tanto bucear en libros llenos de verborrea inútil, escuchar las riñas e insultos de los mensch y mantener la vigilancia sobre los titanes, que una vez más se habían congregado ante las murallas exteriores de la ciudadela, Xar había hallado muy poca información que le fuese de utilidad.

Hasta aquel momento. Ahora, empezaba a llegar a alguna parte.

Entró en la Cámara de la Estrella, avanzó hasta la ventana y miró al exterior. Le costó unos momentos de intensa búsqueda localizar la nave, parcialmente oculta en la tupida vegetación selvática. Cuando la encontró, se preguntó cómo había podido pasarla por alto. El objeto atrajo su mirada al instante: era la única cosa ordenada en un mundo de absoluto desorden.

La examinó con interés, excitado y tentado. La nave estaba a plena vista. Podía transportarse hasta ella en aquel mismo instante. Podía abandonar aquel mundo, dejar a los mensch... Y regresar al Laberinto en busca de Haplo.

Haplo, que conocía la ubicación de la Séptima Puerta en Abarrach. Que no quería nada más que llevar a ella a su Señor...

Runas sartán.

Xar entrecerró los ojos y escrutó la embarcación con más detalle. No había confusión posible. El casco de la nave, cuya forma recordaba la de algún ave gigante, estaba cubierto de runas sartán.

Soltó una maldición. La magia sartán le impediría el paso con la misma firmeza con que le había negado el acceso a la ciudadela.

—Los mensch... —murmuró.

Ellos habían conseguido entrar; seguro que también podían abordar la nave. El enano, con su amuleto y su pequeño repertorio de rudimentaria magia sartán. Los mensch podían acceder a la nave y llevar a Xar con ellos. Seguro que estarían encantados de abandonar aquel lugar.

Pero entre los mensch y la nave, entre él y la nave, había un ejército de titanes.

Masculló otra maldición.

Las criaturas, cientos de ellas, estaban acampadas al otro lado de las murallas. Cada vez que la máquina cobraba vida, salían de la jungla y rodeaban la ciudadela, con su ciega cabeza vuelta hacia la puerta, esperando que se abriera. Este arrobo duraba mientras seguía el canturreo y la luz cegadora. Cuando la máquina se detenía, los titanes salían del trance e intentaban irrumpir en la ciudadela.

Su rabia era realmente aterradora. Los titanes golpeaban las murallas con los puños y con ramas de árboles por garrotes. Sus gritos resonaban en la cabeza de Xar hasta que casi lo volvían loco. Pero las murallas resistían; Xar, a su pesar, tenía que concederles aquel mérito a los sartán. Finalmente, agotados, los titanes se replegaban de nuevo al abrigo de la jungla a aguardar.

En aquel momento, estaban al acecho. Xar alcanzaba a verlos, esperando para interrogar al primer ser vivo que saliera de la ciudadela, esperando para matarlo a garrotazos cuando no supiera darles la respuesta correcta.

Aquello era enloquecedor, absolutamente enloquecedor. Ahora, el Señor del Nexo conocía la ubicación de la Séptima Puerta. Estaba en Abarrach; Haplo podía conducirlo a ella. Sí, él lo guiaría. Cuando Sang-drax lo encontrara...

Pero ¿qué había de Sang-drax? ¿Lo sabía también? ¿Acaso la serpiente dragón le había mentido deliberadamente...?

Advirtió un movimiento al otro lado de la puerta. Unos pies que se arrastraban sobre el suelo... ¡Condenados mensch! ¿No podían dejarlo en paz ni un momento, malditos entremetidos?

Una runa salió llameando de su mano y disolvió la puerta. Un anciano de aspecto sobresaltado, vestido con ropas pardas, contemplaba la sala boquiabierto, con la mano levantada hacia el tirador de la puerta, ahora inexistente.

—Oye —dijo—, — ¿qué has hecho con la puerta?

—¿Qué se te ofrece? —inquirió Xar.

—¿Esto no es el aseo de caballeros? —El anciano echó un vistazo a su alrededor con lastimoso optimismo.

—¿De dónde vienes?

El desconocido penetró en la sala, sin dejar de mirar en torno a él, todavía esperanzado.

—¡Oh! Al fondo del pasillo, me han dicho. A la derecha al llegar a la maceta de la palmera. La tercera puerta a la izquierda. He pedido una habitación con baño, pero...

—¿Qué haces aquí? ¿Me estás siguiendo?

—No lo creo. —El anciano adoptó una expresión meditabunda—. No se me ocurre por qué habría de hacerlo. No te lo tomes a mal, amigo, pero no eres mi tipo, precisamente. De todos modos, supongo que deberíamos tomarnos las cosas lo mejor posible. Dos novias abandonadas ante el altar, ¿no es eso lo que somos, mi buen amigo? Plantadas a la puerta de la iglesia...

El anciano había avanzado hasta las cercanías del pozo. Un empujón mágico, y Xar se vería libre de aquel chiflado irritante. Pero al Señor del Nexo lo intrigaba lo que estaba diciendo el viejo.

—¿Abandonados? ¿A qué te refieres?

—Sí, arrojados aquí como sacos inútiles —respondió el anciano con creciente desaliento—. Para no sufrir daños. «Aquí estarás a salvo, señor» —añadió, en una imitación burlona—. Ese cretino cree que ya soy demasiado viejo y frágil para enredarme en una buena pelea. ¡Yo te enseñaré, sapo con hipertiroidismo...!

El viejo agitó un puño huesudo, sin dirigir la manaza a nada en concreto, y se volvió a Xar con un suspiro.

—¿Qué excusa te dio el tuyo?

—¿A quién te refieres? —Xar le siguió la corriente—. Me temo que no entiendo...

—Tu dragón, naturalmente. ¿Te llamó senil? ¿Débil? ¿Te acusó de estorbarlo, de retrasarlo? Yo... ¡Ah, claro! —La expresión vaga del anciano se volvió desconcertantemente incisiva—. Comprendo. Muy astuto. Te atrajo aquí. Te atrajo y te dejó aquí. Y ahora se ha marchado. Y no puedes seguirlo.

Xar se encogió de hombros. El viejo sabía algo. Tenía que seguir haciéndolo hablar.

—¿Te refieres a Sang-drax?

—En Abarrach, estás demasiado cerca. Kleitus ya ha hablado demasiado. Podría decir más y Sang-drax está preocupado. Sugiere venir a Pryan. Pero no esperaba encontrar a mi dragón. Equipos rivales. Cara y cruz. Cambio de planes. Haplo, atrapado en el Laberinto. Tú, aquí. No es perfecto, pero menos es nada. Coge la nave. Y la gente. Te deja aquí, te abandona. Sang-drax va al Laberinto. Mata a Haplo.

Xar puso una mueca de indiferencia.

—Vivo o muerto, me da igual. No es eso lo que importa.

—Tienes razón —asintió el viejo tras reflexionar—. Lo importante es que Sang-drax te traiga el cuerpo. Pero eso..., eso es lo único que no hará.

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