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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

En el Laberinto (37 page)

BOOK: En el Laberinto
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«Supongo que en algún lugar de la ciudad», pensó Xar. El Señor del Nexo concedió magnánimamente su permiso.

—Está bien. Tan pronto como tenga noticias de Marit, te lo comunicaré. Mientras tanto, haz lo que puedas para encontrarlo por tu cuenta. Recuerda que quiero el cadáver de Haplo... ¡y en buen estado!

—Sólo vivo para servirte, Xar —declaró Sang-drax. El ojo rojo se cerró en una muestra de respeto y, al instante, la presencia se desvaneció.

—Discúlpame, señor —dijo una voz en el idioma de los elfos.

Hacía bastante rato que Xar había percibido la presencia del joven mensch pero, abstraído en su conversación mental con Sang-drax, no le había prestado atención. Sin embargo, había llegado el momento de empezar a poner en marcha su plan.

El Señor del Nexo dio un respingo de fingida sorpresa y escrutó las sombras.

—Disculpa, joven elfo. No te he oído llegar. ¿Puedes repetirme tu nombre? Perdona que lo pregunte, pero soy viejo y me falla la memoria.

—Paithan —respondió el elfo de buen grado—. Paithan Quindiniar. He vuelto para disculparme por nuestro comportamiento. De un tiempo a esta parte, todos hemos estado bajo una gran tensión. Y, además, con la presencia de Zifnab, del dragón y de esa horrible serpiente... Por cierto, ¿has visto al anciano, últimamente?

—No, me temo que no —respondió Xar—. Debo de haberme quedado dormido. Cuando he despertado, ya no estaba.

Paithan, con una mueca de alarma, dirigió una nerviosa mirada a su alrededor.

—Ese viejo bribón chiflado, ¡que Orn lo lleve! Me pregunto dónde se habrá metido. De todos modos, no merece la pena buscarlo esta noche. Estarás cansado y hambriento. Ven, si gustas, y comparte la cena con mi hermana y conmigo. Normalmente..., normalmente comemos con los demás, pero me temo que esta noche no van a acompañarnos.

—¡Oh!, gracias, muchacho. —Xar extendió la mano—. ¿Te importaría ayudarme? Estoy un poco débil...

—Desde luego, señor —Paithan le ofreció su brazo.

El Señor del Nexo se asió del elfo y, pegado a él, avanzaron lentamente por las calles hacia la ciudadela.

Y, mientras caminaban, Xar recibió por fin una respuesta a sus llamadas.

Marit,
dijo en silencio.
Llevo mucho tiempo esperando noticias tuyas...

CAPÍTULO 27

PERDIDOS

Marit se sentó con la espalda contra una fría pared de piedra y observó al asesino humano que la vigilaba. El hombre estaba apoyado en la pared de enfrente, y de su boca sobresalía una pipa que despedía un humo tremendamente pestilente. Tenía los párpados cerrados, pero la patryn sabía que, con sólo apartarse un mechón de cabello del rostro, alcanzaría a ver el negro brillo de los hundidos ojos de su vigilante.

Tumbado en el suelo entre los dos, sobre un jergón, Haplo se revolvía en un sueño agitado, inquieto, muy distinto del sueño reparador propio de su raza. A su lado, otro par de ojos mantenía una atenta guardia, repartiendo la atención entre Marit y su amo. Hugh
la Mano
dormía esporádicamente. El perro, nunca.

Cada vez más irritada ante la vigilancia permanente, Marit volvió la espalda a los dos observadores y, acurrucada, empezó a afilar la daga. No necesitaba hacerlo, ni tampoco volver a trazar las runas grabadas en ella, pero jugar con la daga era la única alternativa a pasear por el suelo helado, dando vueltas y vueltas y vueltas hasta que le dolían las piernas. En realidad no tenía muchas esperanzas de conseguirlo pero, si dejaba de mirarlos, quizá sus vigilantes se relajarían y cometerían algún descuido.

Podría haberles explicado que no debían preocuparse. No iba a hacerle daño. Ahora, no. Sus órdenes habían cambiado. Haplo tenía que vivir.

Una vez afilada, Marit introdujo la hoja en una rendija minúscula entre dos de los grandes bloques de piedra blanca pulimentada que formaban el suelo, las paredes y el techo en cúpula de la extraña estancia en la que habían sido encerrados. Deslizó la daga a lo largo de la rendija, hurgando en busca de algún punto débil que, estaba segura, no encontraría. Todos los bloques tenían grabadas runas sartán. Los signos mágicos del enemigo ancestral la rodeaban por todas partes, tapizaban el suelo y estaban allí donde posaba la vista. Las runas no le causaban daño, pero evitaba tocarlas. La hacían sentirse incómoda y nerviosa; toda la estancia le producía aquellas sensaciones.

Y evadirse de ella era imposible.

Lo sabía. Lo había intentado.

La estancia era amplia y estaba bien iluminada por una luz blanca difusa que surgía de todas partes a la vez y de ninguna en concreto. Una luz irritante que ya empezaba a molestarla. Había una puerta, pero estaba cubierta de signos mágicos sartán. Y, aunque las runas tampoco reaccionaban a su proximidad, a Marit le repugnaba tocar la puerta que guardaban. No sabía leer la escritura sartán; nunca había aprendido. Haplo, en cambió sí. Esperaría a que despertara para que le tradujera lo que decían. Hasta entonces, era preciso que viviera.

Haplo tenía que vivir. Marit hundió con rabia la hoja en la hendidura, hizo palanca con la daga contra el bloque de piedra en un intento absolutamente inútil de desencajarlo. No se movió un ápice. Era más probable que rompiera el arma en el intento. Irritada, frustrada y (aunque se negara a admitirlo) atemorizada, extrajo la daga de la rendija y la arrojó lejos de sí. El arma resbaló por el suelo pulimentado, rebotó en la pared y se deslizó de nuevo hasta el centro de la estancia.

El asesino abrió los ojos, dos rendijas brillantes. El perro levantó la testuz y miró a Marit con cautela. La patryn se despreocupó de ellos y se volvió de espaldas a ambos.

—¿Y Haplo? ¿Está muerto?

—No, mi Señor. Me temo que he fallado mi...

—No está muerto... ¿Se te ha escapado?

—No, mi Señor. Estoy con él...

—Entonces, ¿por qué no está muerto?

Por culpa de un puñal, podría haberle explicado. Un puñal sartán maldito. Haplo me salvó la vida, podría haberle dicho. Me salvó aunque yo había intentado matarlo. Todas estas cosas podría haberle contado mentalmente.

—No tengo disculpa, mi Señor—fue lo que dijo—. Fracasé.

—Quizá la tarea es demasiado difícil para ti, Marit. He enviado a Sang-drax para que se encargue de Haplo. ¿Dónde estás ahora?

Marit se ruborizó de nuevo, hasta el sofoco, antes de ofrecer su azorada respuesta:

—En una prisión sartán, mi Señor.

—¡Una prisión sartán! ¿Estás segura?

—Lo único que sé es que estoy en una sala blanca cubierta de runas sartán y que no hay salida. Aquí hay un sartán que hace de carcelero. Es ése que tú describiste, ése que se hace llamar Alfred. Un amigo de Haplo. Alfred fue quien nos trajo aquí. Nuestra nave quedó destruida en Chelestra.

—Los dos están juntos en esto, no hay duda. Cuéntame qué ha sucedido.

Así lo hizo Marit: le habló del extraño puñal cubierto de runas sartán, de los titanes, de las aguas de Chelestra, de la piedra de gobierno que había tenido en sus manos, de las serpientes dragón...

—Por fin, hemos sido traídos aquí, mi Señor. Ha sido cosa del sartán.

—¿El sartán? ¿Cómo...?

—El... puso el pie en el hueco de la puerta. No encuentro otra manera de describirlo.

»Recuerdo que el agua subía; la nave estaba desmontándose y nuestra magia empezaba a debilitarse. Cogí la piedra de gobierno; todavía estaba seca y su magia aún se mantenía intacta. En mi mente centellearon imágenes de los mundos. Me agarré a la primera que vi y me concentré en ella hasta que la Puerta de la Muerte se abrió para mí. En aquel instante, el agua me alcanzó y me cubrió, ahogando la magia y casi ahogándome a mí. La puerta empezó a cerrarse. La nave empezó a deslizarse bajo las aguas y a su alrededor se enroscaron las serpientes dragón.

»Una de éstas abrió un boquete en el casco, introdujo la cabeza y se lanzó directamente hacia Haplo. Yo alargué la mano, lo agarré y lo puse a salvo de las fauces del monstruo, cuyos espantosos ojos rojos barrieron la cabina hasta localizarme. La puerta estaba cerrándose rápidamente, demasiado como para que pudiera evitarlo. Y, entonces, se detuvo y permaneció entreabierta, como si algún obstáculo le impidiera terminar de cerrarse.

»Una luz brillante me bañó. Recortada contra ella vi la silueta de un hombre larguirucho y encorvado que nos miraba con preocupación. El hombre extendió sus manos hacia Haplo. Yo seguí cogida a él y me vi impulsada a través de la puerta. Y, cuando empezó a cerrarse de nuevo, me sentí caer y caer interminablemente.

Marit tenía la sensación de que había habido algo más, pero su pálpito apenas era una vaga sombra en los límites de la conciencia y, por tanto, la patryn no consideró pertinente mencionárselo a Xar. En cualquier caso, carecía de importancia. No era más que una voz —una voz cordial y benigna— que le había dicho: «Ya está, ya lo tengo. Está a salvo; ya puedes soltarlo». Salvo esto, sólo recordaba el alivio de sentirse liberada del peso de Haplo antes de sumirse en un apacible sueño.

—¿Qué te está haciendo el sartán?

—Nada, mi Señor. Va y viene como un ladrón, entrando y saliendo de la estancia. Evita mirarme y dirigirme la palabra. El único por quien muestra interés el sartán es Haplo. Y no, mi Señor, no he cambiado una palabra con nuestro captor. ¡Ni pienso darle esa satisfacción!

—¡Bien! Eso te haría parecer débil y vulnerable. ¿Cómo es ese Alfred?

—Parece un ratón, un conejo asustado. Pero imagino que sólo era un disfraz, mi Señor, para provocar en mí una falsa sensación de seguridad.

—Tienes razón, sin duda, pero hay algo que me intriga, esposa mía. Parece que le salvaste la vida a Haplo en Chelestra. Por lo que has contado, podrías haberlo dejado morir.

—Sí, lo salvé, mi Señor. Tú querías su cadáver.

Por no mencionar el terror que le habían producido las serpientes dragón. O el hecho de que ella misma se había creído al borde de la muerte, junto con Haplo. Xar confiaba en las serpientes dragón. Las conocía mejor que ella y no le correspondía a Marit poner en cuestión...

—Las serpientes dragón me habrían traído su cuerpo —replicó Xar—. Pero supongo que no podías saberlo. Descríbeme esa posición.

Marit obedeció. Describió la sala vacía, de piedra blanca pulimentada y cubierta de runas sartán.

—Por eso mi magia no surte efecto aquí —añadió con pesar—. Incluso me sorprende que, a pesar de todo, podamos comunicarnos, esposo.

—Eso se debe a que la magia que nos une es interna. No pretende sondear en las posibilidades y, por tanto, la magia sartán no la afecta. Como dices, Haplo sabrá interpretar las runas sartán. Sabrá dónde estáis. O quizá se lo dirá su «amigo». Haplo no tendrá intención de matarte, ¿verdad? Tú intentaste acabar con él, de modo que...

—No, mi Señor. Haplo no me matará.

Era una suerte que Xar, a través de la magia, sólo pudiera captar las palabras; así no llegó a sus oídos el suspiro de Marit.

—Excelente. Pensándolo bien, creo que sería mejor que te quedaras con él.

—¿Estás seguro, mi Señor? Cuando logre escapar de este lugar, encontraré una nave. Sé que la encontraré. Yo...

—No. Quédate con Haplo. Infórmame de todo lo que él y su amigo sartán comenten acerca de esa estancia, de Pryan y de cualquiera de los otros mundos. En adelante, Marit, infórmame de todo lo que diga Haplo.

—Sí, mi Señor. —Ahora, Xar la convertía en espía. La humillación final para ella—. ¿Pero qué debo decirle? Se preguntará por qué no intento matarlo...

—Duerme con él. Tuviste un hijo suyo y él te ama todavía. ¿Tengo que ser más explícito, querida?

No; no tenía que serlo. Y así terminó su conversación.

A Marit se le hizo un nudo en el estómago. Se sentía casi físicamente enferma. ¿Cómo podía pedirle Xar una cosa así? ¡Fingir que se congraciaba con Haplo! Hacer el amor con él, pegarse a su lado y, mientras tanto, chuparle la sangre como una sanguijuela... ¡No! ¡Una maquinación tan pérfida resultaba deshonrosa! Ningún patryn accedería a ella. Marit se había llevado una amarga desilusión con Xar; la había decepcionado el mero hecho de que insinuara una maniobra tan...

La cólera y la decepción se aplacaron por fin.

—Comprendo —dijo en un susurro al ausente Xar—. No crees que fingiera, si hiciese lo que dices. Te he fallado, es cierto. He salvado la vida de Haplo... y tú crees que aún estoy enamorada de él, ¿no es eso, mi Señor? De lo contrario, no se te habría pasado por la cabeza pedírmelo.

Tenía que haber un modo —otro modo— de convencer a Haplo de que, si no exactamente de su parte, al menos ya no estaba contra él.

¡La ley patryn! Marit levantó la cabeza y casi esbozó una sonrisa, pero se contuvo y dirigió una mirada furtiva al asesino mensch. No era conveniente parecer, de repente, satisfecha y complacida consigo misma.

Continuó sentada tranquilamente en su prisión hasta perder el sentido del tiempo. Alfred entraba y salía. Marit lo observó con desconfianza. Hugh
la Mano
la observó a ella con desconfianza. El perro los observó a todos (a excepción de Alfred) con desconfianza. Y Alfred parecía sumamente perturbado e incómodo con todo aquello.

Al cabo, rendida de cansancio, Marit se echó a dormir. Casi había conciliado el sueño cuando una voz la devolvió a la realidad con un sobresalto.

—¿Cómo te sientes, Haplo?

La pregunta la formulaba Hugh
la Mano.
Marit cambió ligeramente de posición para poder observar la estancia. Haplo estaba sentado en el camastro y miraba a su alrededor con perplejidad. El perro, con un ladrido de alegría, se había plantado ante su amo y restregaba su hocico contra él con fruición. Haplo le dio unas palmaditas cariñosas y le frotó el hocico y las mandíbulas. El animal agitó la cola como un loco.

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