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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

En el Laberinto (40 page)

BOOK: En el Laberinto
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Marit se volvió de espaldas a todos ellos.

—Mantén a ese perro lejos de mí, Haplo. La ley me impide matarte, pero puedo dejarte sin el maldito animal.

—Ven aquí, muchacho —Haplo llamó al perro y examinó la herida—. Está bien, sólo es un arañazo. Has tenido suerte.

—Por si le interesa a alguien —anunció Hugh
la Mano—,
he encontrado la salida. Por lo menos, creo que es una salida. Será mejor que vengáis a ver. Nunca he encontrado nada parecido.

Haplo miró a Alfred, que se había sonrojado bruscamente.

—¿Qué sucede? ¿Está protegida? ¿Hay alguna trampa mágica?

—Nada de eso —respondió Hugh—. Es más bien una especie de broma.

—Dudo que lo sea. Los sartán no tienen mucho sentido del humor.

—Pues hay alguien que sí lo tiene. La salida es a través de un laberinto.

—Un laberinto... —repitió Haplo en un susurro.

Y entonces supo la verdad. Y Marit la supo también, al mismo tiempo que él. El vacío de su interior se llenó, se llenó de miedo, de un miedo que se agitaba y debatía en su interior como un ser vivo. Se sintió casi enferma de miedo.

—Así pues, Samah cumplió su palabra, después de todo —comentó Haplo a Alfred.

El sartán asintió. Su rostro tenía una palidez mortal y una expresión sombría.

—Sí, la cumplió.

—¿Alfred sabe dónde estamos? —preguntó Hugh
la Mano.

—Lo sabe —asintió Haplo sin alterarse—. Lo ha sabido desde el primer momento. En el Laberinto.

CAPÍTULO 29

EL LABERINTO

Dejaron la sala de mármol blanco y sus ataúdes de cristal. Encabezados por Hugh, atravesaron un angosto pasadizo excavado en una roca gris de cantos ásperos. El pasadizo, recto y de piso llano, descendía en una pendiente suave y constante. A su término, una entrada en arco, también tallada en la piedra, daba paso a una gigantesca caverna.

El techo abovedado de la caverna se perdía a la vista, envuelto en sombras. Una luz grisácea y mortecina que surgía de un punto muy lejano, opuesto a la entrada, se reflejaba en la superficie húmeda de las enormes estalactitas. Las estalagmitas se levantaban del suelo de la cavidad a su encuentro, como dientes de unas fauces abiertas. A través de los huecos entre los dientes húmedos serpenteaba un río de agua negra que corría hacia el origen de aquella luz triste.

Era una cueva bastante normal. Haplo estudió la boca en arco. Tocó el brazo de Marit y le indicó en silencio una marca allí grabada. Era una solitaria runa sartán. Marit la observó, se estremeció y se apoyó contra la pared helada.

Estaba temblando y se sujetaba con fuerza los brazos desnudos. Había apartado el rostro y el cabello colgaba sobre él, ocultándolo. Haplo comprendió que, si echaba hacia atrás aquellos mechones de cabello enmarañado y le tocaba la mejilla, encontraría lágrimas. No la censuró por ello. En otra ocasión, él mismo habría llorado. Pero esta vez sentía una extraña exaltación. Era allí, después de todo, donde se había propuesto llegar desde el primer momento.

Marit no sabía leer la escritura rúnica de los sartán, pero conocía muy bien aquella runa solitaria. Todos los patryn conocían su significado. La conocían y habían aprendido a odiarla y detestarla.

—La Primera Puerta—dijo Haplo—. Estamos en el inicio mismo del Laberinto.

—El Laberinto... —repitió Hugh
la Mano—.
Entonces, tenía razón. Aquí fuera hay uno de esos curiosos lugares —señaló más allá de la puerta.

Hileras de estalagmitas se perdían en la oscuridad. Un camino, húmedo y resbaladizo, arrancaba del arco hacia las columnas. Desde su posición, Haplo alcanzaba a distinguir la primera bifurcación del camino, dos senderos que tomaban direcciones distintas, ambos serpenteando entre formaciones rocosas que no eran obra de la naturaleza sino producto de la magia, del miedo y del odio.

Sólo había un camino bueno. Todos los demás conducían a la catástrofe. Y estaban en la primera de las innumerables puertas.

—He estado en muchas cuevas en mi vida —continuó
la Mano.
Movió la boquilla de la pipa en dirección a la oscuridad—, pero en ninguna como ésta. Antes he avanzado por el camino hasta la primera encrucijada; después, he echado un vistazo para tener una idea de adonde conducía. —Se frotó la barbilla. Empezaba a crecerle de nuevo el pelo en la cabeza y en el rostro; una barba corta negroazulada que debía picarle—. Pensé que era mejor volver, antes de perderme.

—Perderte habría sido la menor de tus preocupaciones. Un giro en falso en ese Laberinto conduce a la muerte. Fue construido con este propósito. Es una prisión. Y mi hija está atrapada en ella.

Hugh dio una chupada a la pipa y miró a Haplo.

—¡Que me aspen...!

Alfred se acurrucó en la retaguardia, lo más lejos que pudo del arco de la entrada sin quedar separado del grupo.

—¿Quieres hablarle tú del Laberinto, sartán, o prefieres que lo haga yo?

Alfred levantó la vista un instante con una expresión de dolor. Haplo se dio cuenta, comprendió la causa y escogió no razonar. Alfred ya no era Alfred. Era el enemigo. No importaba que ahora estuvieran todos juntos en aquel trance. Haplo necesitaba alguien a quien odiar, necesitaba su odio como un recio muro en el que apoyarse; de lo contrario, caería y quizá no volvería a levantarse más.

El perro había permanecido hasta entonces al lado de Haplo, cerca de la boca de la caverna, olfateando el aire con claras muestras de no gustarle lo que percibía. En aquel momento, se sacudió y se acercó a Alfred. El animal se frotó contra la pierna del sartán mientras movía despacio, suavemente, el rabo plumoso.

—Comprendo cómo te sientes —dijo Alfred. Alargó la mano y dio una tímida palmadita en la cabeza al animal—. Lo siento.

El muro de odio de Haplo empezó a desmoronarse y el miedo empezó a encaramarse sobre los restos. El patryn hizo rechinar los dientes.

—¡Maldita sea, Alfred, deja de disculparte! ¡Ya te he dicho que no es culpa tuya!

Culpa tuya... culpa tuya... culpa tuya...,
repitió un potente eco.

—Lo sé. No lo haré más. Lo s... —Alfred emitió un siseo como el de una vieja tetera, vio la mirada de Haplo y enmudeció.

La Mano
los miró a ambos.

—Me da igual de quién sea la culpa. Que alguien me explique qué es todo esto.

Haplo se encogió de hombros.

—Hace mucho tiempo hubo una guerra entre el pueblo de Alfred y el mío. Nosotros perdimos y ellos ganaron...

—No —lo corrigió el sartán con tristeza, en un susurro—, nadie ganó.

—En cualquier caso, su gente nos encerró en esta prisión y nos abandonó para buscar sus propias prisiones. ¿No es así como lo explicarías, Alfred?

El sartán no contestó.

—Esta prisión es conocida como el Laberinto. En ella nací yo, y también ella —señaló a Marit—. En ella nació nuestra hija... y en ella vive todavía.

—Si sigue viva... —murmuró Marit para sí.

La patryn había recuperado un poco el dominio de sí misma y ya no temblaba, pero no se atrevió a mirar a los demás. Apoyada contra la pared, continuó con los brazos apretados con fuerza en torno al cuerpo, sujetándose a sí misma.

—Es un lugar cruel —prosiguió Haplo—, lleno de una magia cruel que se complace no sólo en matar, sino en hacerlo lentamente, torturándolo a uno hasta que la muerte llega como una amiga.
{36}
Nosotros dos conseguimos escapar con la ayuda de nuestro señor, Xar, pero muchos no lo han logrado. Muchos se han quedado en el camino. Generaciones de los nuestros han nacido, vivido y muerto horriblemente en el Laberinto.

»Y ni uno solo de los nuestros que iniciaron la marcha desde la Primera Puerta —concluyó en voz baja— ha logrado llegar hasta la Última.

La expresión del asesino se hizo sombría.

—¿Qué estás diciendo?

Marit se volvió hacia él; la cólera había secado las lágrimas de sus ojos.

—Nuestro pueblo ha tardado cientos de años en alcanzar la Última Puerta. Y lo ha hecho pasando sobre los cuerpos de los que han caído antes. El padre agonizante señala a su hijo el camino que ha de recorrer. La madre al borde de la muerte entrega su hija a quienes se ocuparán de criarla. Yo logré escapar... y ahora he vuelto. —Emitió un gemido, un sollozo seco y desgarrador—. ¡Ah!, tener que soportarlo todo otra vez, el dolor, el miedo... Y sin esperanza de escapar. Estamos demasiado lejos.

Haplo sintió el impulso de consolarla, pero imaginó que su comprensión no sería bien acogida. Además, ¿qué consuelo podía ofrecerle? Marit sólo había dicho la verdad.

—Bien, es inútil quedarse aquí. Cuanto antes empecemos, antes acabaremos —declaró, y no se dio cuenta del lúgubre sentido de sus palabras hasta que escuchó la risa amarga de Marit—. Yo me había unido a este viaje con el propósito de volver al Laberinto —continuó diciendo en tono deliberadamente enérgico y práctico—. Es cierto que no había proyectado entrar por este extremo, pero supongo que da igual hacerlo por uno o por otro. Quizás éste sea mejor, incluso. Esta vez, no me perderé nada.

—¿Dices que te proponías regresar? —Marit lo miró con perplejidad—. ¿Por qué? ¿Para escapar de Xar? —Sus ojos se entrecerraron.

—No —contestó Haplo sin mirarla. Escrutó la caverna en dirección a la luz grisácea que se reflejaba en los remolinos del agua negra—. Estaba decidido a volver para buscaros. A ti y a nuestra hija.

Marit parecía a punto de decir algo. Entreabrió los labios, pero luego volvió a cerrarlos para evitar que escaparan las palabras. Bajó los ojos.

—Bien, voy a entrar ahí en busca de nuestra hija —anunció Haplo—. ¿Vendrás conmigo?

Marit alzó la cabeza y mostró sus pálidas facciones.

—Yo... no lo sé. Tengo que pensarlo...

—No tienes muchas alternativas, Marit. No hay más salida que ésa.

—¡Eso es lo que dice el sartán! —Replicó ella con desdén—. Puede que tú confíes en él, pero yo no. Tengo que pensarlo.

Marit apreció una mirada de lástima en el rostro de su interlocutor. Muy bien. ¿Qué importaba la opinión que Haplo tuviera de ella, que la creyera asustada, que pensara que necesitaba tiempo para reunir el valor preciso?

Con el cuerpo rígido, la patryn retrocedió cautelosamente por el sendero hacia el mausoleo. Al llegar a la altura de Alfred, le dirigió una mirada colérica hasta que el sartán se apartó de su camino con un gesto temeroso, tropezando con el perro al mover los pies. Marit lo dejó atrás rápidamente y desapareció pasadizo arriba.

—¿Adonde va? —preguntó Hugh, receloso—. Tal vez debería acompañarla alguno de nosotros.

—Déjala en paz. No lo entiendes. Los dos estuvimos a punto de morir, ahí fuera. Volver no resulta fácil. ¿Vendrás con nosotros?

—La alternativa es pasar la eternidad aquí —respondió el asesino con un gesto de indiferencia—. Y no creo que pudiera morir de aburrimiento... —añadió, con un guiño a Alfred.

—No, me temo... que no —respondió éste, tomando en serio el comentario.

Hugh soltó una risotada, seca y amarga.

—Muy bien, iré contigo. ¿Qué puede pasarme?

—Bien. —Haplo se animó un poco. Casi empezaba a pensar que tenían alguna posibilidad—. Podemos usar tus habilidades. ¿Sabes?, la primera vez que se me ocurrió la idea de volver al Laberinto, ya pensé en ti como compañero. Aunque resulta extraño cómo se ha producido todo. ¿Qué armas llevas?

Hugh
la Mano
se dispuso a contestar, pero Alfred lo interrumpió.

—¡Hum...! Eso no importa —dijo con una vocecilla.

—¿No importa? ¿A qué te refieres? ¡Por supuesto que importa!

—El humano no puede matar —explicó Alfred.

Haplo lo miró, paralizado de perplejidad. No quería creer lo que oía pero, cuanto más pensaba en ello, más claro le resultaba... por lo menos, desde el punto de vista de un sartán.

—¿Lo entiendes? —inquirió Alfred. Haplo murmuró su asentimiento con unas breves palabras irreproducibles.

—¡Pues yo, decididamente, no! —bramó Hugh
la Mano.

Haplo se volvió hacia él.

—No puedes morir, no puedes matar. Así de sencillo.

—Reflexiona... —añadió Alfred en voz baja—. ¿Has matado algo, un insecto siquiera, desde tu... hum... retorno?

Hugh miró al sartán, y su tez adquirió un tono cetrino bajo los pelos negros de la barba incipiente.

—Por eso no me contrataba nadie —musitó ásperamente. Su piel brillaba por el sudor—. Triano quería que matase a Bane y no pude hacerlo. Tenía que acabar con Stephen y tampoco pude. Me contrataron para que te matase —continuó, dirigiendo una mirada turbada a Haplo— y no lo conseguí. ¡Maldita sea, ni siquiera fui capaz de matarme a mí mismo! ¡Lo intenté —se miró las manos— y no pude!

Se volvió hacia Alfred y, con los ojos entrecerrados, le preguntó:

—¿Es posible que los kenkari lo supieran?

—¿Los kenkari? —Alfred puso cara de desconcierto—. ¡Ah, sí!, los elfos que guardan las almas de los muertos. No; no creo que ellos estuvieran al corriente. Pero los muertos, sí —añadió tras una breve reflexión—. Sí, los muertos debían de saberlo. ¿Por qué?

—Porque fueron los kenkari quienes me enviaron a matar a Haplo —contestó
la Mano
con voz lúgubre.

—¿Los kenkari? —Alfred se mostró incrédulo—. No, esa gente no mataría a nadie, ni contrataría a un asesino para que se encargara de hacerlo. Puedes tener la certeza de que fuiste enviado por alguna otra razón...

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