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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

En el Laberinto (58 page)

BOOK: En el Laberinto
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—Yo mismo abriré las puertas, enano —murmuró—. ¡Cuando hayáis muerto! ¡Entonces podréis hacer amistad con los titanes, si queréis!

La pareja se disponía a salir del laberinto. Xar estaba satisfecho. No había esperado que lo hicieran tan pronto.

Se acercó a un edificio próximo y se ocultó entre sus sombras. Desde allí podía observar la entrada del laberinto sin ser visto. Dejaría que se alejaran lo suficiente como para que no pudieran ganar la verja y refugiarse otra vez en su interior.

—Mataré ahora a esos dos —murmuró para sí—. Dejaré los cuerpos aquí, de momento. Cuando haya dado muerte a los otros, volveré a buscarlos y empezaré los preparativos para resucitarlos.

Captó las recias pisadas del enano avanzando por el camino central, en dirección a la verja de entrada. La elfa lo acompañaba con pisadas mucho más ligeras, apenas distinguibles. En cambio, escuchó perfectamente sus cuchicheos frenéticos.

—¡Drugar! ¡No salgas, por favor! Sé que está ahí. ¡Lo sé!

Perspicaces, aquellos elfos. Xar se obligó a aguardar pacientemente y tuvo su recompensa cuando vio asomar el rostro del enano con su barba negra tras el seto, a la entrada del laberinto. El rostro se desvaneció otra vez, al instante, y reapareció tras una pausa.

Xar tuvo buen cuidado de no moverse y se confundió con la sombra que lo protegía.

El enano avanzó un paso, cauteloso, con la mano en el hacha que llevaba al cinto. Miró en una dirección y otra de la calle que conducía al laberinto y, por último, hizo una señal.

—Aleatha, vamos. Está despejado. No veo al Señor Xar por ninguna parte.

La elfa asomó la cabeza con suma precaución.

—Está ahí, Drugar, en alguna parte. Sé que está ahí. ¡Corramos!

Tomó de la mano al enano y echaron a correr juntos calle arriba, alejándose del laberinto directamente hacia donde acechaba Xar.

Dejó que se acercaran; después, se plantó de un salto en mitad de la calle, justo frente a ellos.

—Qué lástima que tuvieras que perderte mi fiesta —dijo al enano.

Xar levantó la mano y trazó las runas que los habían de matar.

Los signos mágicos se encendieron en el aire, descendieron sobre los perplejos mensch en un brillante destello... y, de pronto, empezaron a desmoronarse.

—¿Qué...? —Xar, furioso, empezó a recomponer la magia. Entonces se percató del problema.

El enano se había colocado delante de la elfa y sostenía en la mano el amuleto con las runas sartán. El talismán los protegía a ambos.

No por mucho tiempo. Su magia era limitada. El enano no tenía idea de cómo utilizarla, salvo aquel débil intento de protección. Xar reforzó el hechizo.

Los signos mágicos ardieron en grandes llamas. Su luz resultaba cegadora y estalló sobre el enano, sobre su insignificante amuleto, con un rugido de fuego. Se escuchó una explosión tremenda, un grito de dolor, un alarido terrible.

Cuando el humo se dispersó, el enano yacía en el pavimento. La elfa se arrodilló a su lado y se inclinó, suplicándole que se levantara. Xar dio un paso adelante con la intención de acabar con su vida. Una voz resonó en el aire y lo detuvo: —¡Tú has matado a mi amigo!

Una sombra oscura ocultó el sol. Aleatha levantó la cabeza, vio al dragón y observó que el monstruo atacaba a Xar. No comprendía nada, pero no importaba. Se inclinó sobre Drugar, le tiró de la barba, le suplicó que se levantara, que la ayudara... Estaba tan fuera de sí que ni siquiera se dio cuenta de que, después de tocar al enano, tenía las manos cubiertas de sangre.

—¡Drugar, por favor!

El enano abrió los ojos. Levantó la vista hacia aquel rostro encantador, tan cercano al suyo, y sonrió.

—¡Vamos, Drugar! —lo instó ella, llorosa—. ¡Levántate! ¡Deprisa! El dragón...

—Voy a... estar con... mi pueblo... —murmuró Drugar muy despacio.

—¡No, Drugar! —Aleatha soltó una exclamación entrecortada. Por fin había advertido la sangre—. No me dejes...

El enano frunció el entrecejo para hacerla callar. Con las pocas fuerzas que le quedaban, y que perdía rápidamente, puso el amuleto en sus manos.

—Abre la puerta. Los titanes te ayudarán, confía en mí. Tienes que... confiar en mí.

Drugar la miró, suplicante. Aleatha titubeó. La magia tronaba a su alrededor: el dragón rugía de furia mientras la voz de Xar entonaba unas palabras extrañas.

La elfa cerró las manos con fuerza en torno a las del enano.

—Confío en ti, Drugar.

Él cerró los ojos y emitió un gemido de dolor, pero sonrió.

—Mi gente... —murmuró, y entregó suavemente el postrer aliento.

—¡Drugar! —gritó Aleatha, guardando el amuleto entre sus ensangrentadas manos.

La magia de Xar centelleó. Un viento tremendo, levantado por las violentas sacudidas de la gigantesca cola del dragón, agitó los cabellos de la elfa y los aplastó contra su rostro.

Aleatha había dejado de llorar. En aquel momento estaba tranquila y sorprendida de su calma. Ya nada importaba. Nada en absoluto.

Con el amuleto firmemente asido, olvidada por el hechicero y por el dragón, depositó un beso en la frente del enano. Después, se puso en pie y echó a andar resueltamente calle abajo.

Paithan, Roland y Rega se encontraron hundidos hasta las rodillas en un enorme montón de ladrillos, vigas y bloques de mármol desmoronados.

—¿Estáis...? ¿Hay algún herido? —preguntó Paithan, mirando a su alrededor aturdido y confuso.

Roland levantó el pie y, al hacerlo, desplazó un enorme montón de ladrillos que lo cubría.

—No —dijo con cierto titubeo, como si no alcanzara a creerlo—. Estoy ileso, aunque no me preguntes cómo es posible.

Rega se sacudió el polvo de mármol del rostro y los ojos.

—¿Qué ha sucedido?

—No estoy seguro —respondió Paithan—. Recuerdo que el hombre de negro preguntaba por su mago y, de pronto, era un dragón quien preguntaba por él con voz chillona y luego..., luego...

—La cámara reventó, o algo así —lo ayudó Roland. Se encaramó a los escombros y avanzó por ellos hasta llegar junto a sus compañeros—. La cabeza del dragón atravesó el techo y la sala empezó a derrumbarse y recuerdo que pensé: «Ya está, muchacho; esto es el fin».

—Pero no lo ha sido —intervino Rega, pestañeando—. No nos ha sucedido nada. No entiendo cómo hemos podido sobrevivir.

La humana contempló la terrible destrucción que la rodeaba. La deslumbrante luz solar inundaba la sala, y las motas de polvo centelleaban en ella como mil y una diminutas gemas.

—¿A quién le importa cómo? —Dijo Roland, dirigiéndose a un gran boquete abierto en la pared—. Lo hicimos y eso me basta. ¡Larguémonos de aquí! ¡Xar andará detrás de Aleatha, sin duda!

Paithan y Rega se ayudaron mutuamente a salvar una pila de ladrillos y escombros.

Antes de marcharse, Paithan dirigió una mirada al lugar. La sala circular con su mesa redonda estaba destruida. Las voces que alguna vez habían resonado en aquella estancia no volverían a escucharse allí.

Los tres salieron corriendo del hueco de la pared justo a tiempo de ver que el cielo se iluminaba con una gigantesca bola de fuego. Atemorizados, retrocedieron y se refugiaron en el hueco de una puerta. Un gran estruendo sacudió el suelo.

—¿Qué sucede? ¿Alguien ve algo? —Preguntó Roland—. ¿Veis a Aleatha? Voy a salir.

—¡No, nada de eso! —Paithan sujetó al humano—. Yo estoy tan preocupado por ella como tú. Es mi hermana, pero dejándote matar no vas a ayudarla. Espera a que averigüemos qué sucede.

Roland, sudoroso y ceniciento, se detuvo temblando; parecía dispuesto a salir corriendo a pesar de todo.

—El dragón está luchando con Xar —susurró Rega, asombrada.

—Creo que tienes razón —asintió Paithan, pensativo—. Y, si el monstruo acaba con él, es muy probable que nosotros seamos los siguientes.

—Nuestra única esperanza es que se maten mutuamente.

—¡Voy en busca de Aleatha! —Roland se lanzó escalinata abajo.

—¡Roland, no! ¡Te matarán! —Rega echó a correr tras él.

—¡Ahí está Aleatha! ¡Thea! ¡Por aquí! —Gritó Paithan—. ¡Thea! ¡Aquí arriba!

Descendió apresuradamente los peldaños que llevaban a la calle. Aleatha pasó por delante de la escalinata. O no podía escuchar a su hermano, o hacía oídos sordos a las llamadas de éste. Pasó caminando a toda prisa, sin detenerse, a pesar de que Roland había sumado su potente vozarrón a los gritos, más débiles, del elfo.

—¡Aleatha! —Roland pasó como una centella junto a Paithan, alcanzó a Aleatha y la asió del brazo. Vio la sangre que embadurnaba la delantera de su vestido y exclamó—: ¡Estás herida!

Aleatha lo miró fríamente.

—Suéltame.

Habló con tal calma y con tal autoridad que Roland obedeció, asombrado.

La elfa se volvió y continuó avanzando por la calle.

—¿Qué tiene? ¿Adonde va? —preguntó Paithan, jadeante, cuando llegó junto a Roland.

—¡Ya lo ves! —Exclamó Rega—. ¡La puerta!

—Y lleva el amuleto de Drugar...

Los tres apretaron el paso hasta llegar a la altura de Aleatha. Esta vez fue Paithan quien la detuvo.

—Thea —dijo con voz temblorosa—, cálmate, Thea. Cuéntanos qué ha sucedido. ¿Dónde está Drugar?

Aleatha lo miró, miró a Roland y a Rega y dio muestras de reconocerlos por fin.

—Drugar está muerto —dijo con un hilo de voz—. Ha muerto... para salvarme —asió con fuerza el amuleto.

—Lo siento, Thea. Tiene que haber sido terrible para ti. Ahora, vamos, volvamos a la ciudadela. Aquí fuera no estamos seguros.

Aleatha se desasió de su hermano.

—No —respondió con una extraña calma—. Yo no volveré. Ahora sé qué tengo que hacer. Drugar me dijo que lo hiciera. Esa gente es real, ¿sabéis? La ciudad es real. Y llevan unas ropas tan hermosas...

Dio media vuelta y echó a andar otra vez. La puerta de la ciudad quedaba ya a la vista. La luz de la estrella irradiaba de la Cámara; el extraño tarareo resonaba en el aire. Explosiones y crujidos sacudían la ciudadela desde dentro. Al otro lado de las murallas, los titanes se hallaban en estado de trance hipnótico.

—¡Thea! —gritó Paithan con desesperación.

Los tres se lanzaron a detenerla.

Aleatha se volvió en redondo y sostuvo el amuleto en alto como había visto hacerlo a Drugar ante Xar.

Perplejos, los demás retrocedieron. No se sabía qué los detenía, si la magia del amuleto o, más bien, el porte autoritario de Aleatha.

—No comprendéis —declaró—. Todo el tiempo se ha tratado de esto. De un malentendido. Drugar me lo dijo: «Los titanes nos salvarán». —Miró hacia la puerta y añadió—: Simplemente... no comprendíamos.

—¡Aleatha! ¡Drugar intentó matarnos en una ocasión! —exclamó Rega.

—¡No puedes fiarte de él! ¡Es un enano! —agregó Paithan.

Aleatha le dirigió una mirada compasiva. Recogió la falda hecha harapos con una mano, avanzó hasta la puerta y, con la otra, colocó el amuleto en el centro.

—¡Se ha vuelto loca! —musitó Rega, frenética—. ¡Hará que nos maten a todos!

—¡Qué más da! —Replicó Roland de repente, con una risotada—. El dragón, el mago, los titanes... Cualquiera de ellos acabará con nosotros. ¿Qué importa cuál?

Paithan intentó moverse pero notó el cuerpo sumamente cansado, casi incapaz de sostenerse en pie.

—Thea, ¿qué estás haciendo? —preguntó, angustiado.

—Voy a dejar entrar a los titanes —respondió la elfa.

El amuleto emitió una llamarada. La puerta de las runas se abrió de par en par.

CAPÍTULO 42

ABRÍ EL LABERINTO

Escoltado por Vasu, Haplo y sus compañeros cruzaron las enormes puertas de hierro que daban paso a las calles de Abri. No los vigilaba ningún otro patryn; el dirigente había asumido la responsabilidad en persona, tras indicar a Kari y a los suyos que regresaran a sus casas y descansaran del esfuerzo. Los patryn, no obstante, se congregaron a respetuosa distancia para observar a los extraños. Corrió la voz, y las calles no tardaron en poblarse de hombres, mujeres y niños, más curiosos que hostiles.

Por supuesto, la ausencia de guardias no significaba que confiaran en ellos, reflexionó Haplo con ánimo sombrío. Al fin y al cabo, se encontraban atrapados dentro de una ciudad amurallada con una única salida, cuyas puertas estaban protegidas por runas y por centinelas. No; Vasu no corría ningún riesgo.

Abri era —y eso significaba el nombre— un refugio de roca. Los edificios estaban hechos sólo de piedra. Las calles se hallaban sucias y eran poco más que anchos caminos de tierra apisonada por el largo uso. Pero las calzadas eran lisas y uniformes, muy adecuadas para los carromatos y las carretillas que transitaban arriba y abajo. Los edificios eran utilitarios, de esquinas cuadradas y con ventanucos que se podían cegar rápidamente si la ciudad era objeto de un ataque.

Y, en caso de necesidad extrema, en las montañas había cuevas a las que podía huir la población en busca de protección. No era de extrañar que al Laberinto le hubiera resultado difícil destruir Abri y a su gente.

—Y, pese a todo, sigue siendo una prisión —apuntó Haplo al tiempo que movía la cabeza en un gesto de negativa—. ¿Cómo es posible que decidáis quedaros aquí, dirigente Vasu? ¿Por qué no tratáis de escapar?

—Me han dicho que eras un corredor...

Haplo miró a Marit, situada al otro lado de Vasu. La patryn mantuvo la mirada fija al frente, con la barbilla levantada. Su expresión era fría e impenetrable, sólida y firme como las murallas de piedra.

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