—Sí —respondió Haplo—. Era un corredor.
—Y conseguiste escapar del Laberinto. Alcanzaste la Última Puerta y la cruzaste.
Haplo asintió, reacio a hablar del tema. El recuerdo no era agradable.
—¿Y cómo es el mundo más allá de la Última Puerta? —quiso saber Vasu.
—Hermoso —contestó, evocando el Nexo—. Una ciudad inmensa, enorme. Bosques y suaves colinas, comida en abundancia...
—¿Un mundo pacífico? —Inquirió Vasu—. ¿Sin amenazas ni peligros?
Haplo estuvo a punto de responder afirmativamente pero, de pronto, recordó. Guardó silencio.
—¿Existe una amenaza, entonces? —Insistió Vasu con suavidad—. ¿Un peligro?
—Uno muy grande —respondió Haplo en voz baja, pensando en las serpientes dragón.
—¿Eras feliz allí, en tu Nexo? ¿Más feliz que cuando estabas en el Laberinto?
De nuevo, Haplo volvió la mirada a Marit.
—No —dijo en un murmullo.
Ella siguió sin mirarlo. No necesitaba hacerlo. Marit comprendía a qué se había referido Haplo. Un acceso de fiebre ardiente se alzó de su cuello e inundó sus mejillas con un intenso rubor.
—Muchos de quienes vagan a su aire están en una prisión —apuntó Vasu.
Haplo cruzó su mirada con la del dirigente y se quedó sorprendido e impresionado. Sus pardos ojos eran tan apacibles como fofo era su cuerpo. Sin embargo, en el fondo de sus pupilas ardía una llama interior, una inteligencia, una sabiduría. Haplo empezó a revisar la opinión que tenía del hombre. De ordinario, el jefe de la tribu era escogido por ser el más fuerte, el más experto superviviente. Así, el jefe, hombre o mujer, solía ser uno de los miembros ya maduros, recio y duro. Aquel Vasu, en cambio, era joven y blando y no habría podido afrontar el desafío de cualquier otro miembro de la tribu. En su primer encuentro con él, Haplo se había preguntado cómo se las arreglaría un hombre tan débil como Vasu para mantener su autoridad sobre un pueblo tan fiero y orgulloso.
Ahora empezaba a comprenderlo.
—¡Tienes razón, dirigente! —intervino Alfred. Su expresión era radiante; sus ojos contemplaban a Vasu con admiración y respeto.
Y Haplo observó que el sartán incluso conseguía dar unos pasos sin tropezar con sus propios pies—. ¡Tienes razón! Yo me he tenido prisionero a mí mismo durante tanto tiempo, tantísimo... —Suspiró y movió la cabeza—. Debo encontrar un modo de liberarme.
—Tú eres un sartán —declaró Vasu. Sus ojos se clavaron en Alfred y lo volvieron del revés—. Uno de los que nos arrojaron aquí.
Alfred se sonrojó.
Haplo hizo rechinar los dientes, esperando oír los balbuceos y las excusas de costumbre.
—No —replicó Alfred, e hizo una pausa, irguiéndose en toda su estatura—. No lo soy. Es decir, sí, soy un sartán. Pero no, no soy uno de los que os encerraron aquí. Los responsables fueron mis antepasados, no yo. Yo sólo acepto la responsabilidad de mis propios actos. —Su rostro enrojeció aún más. Se volvió hacia Hugh
la Mano
con una mueca pesarosa—. Ya son suficiente carga.
—Un argumento interesante —concedió Vasu—. No somos responsables de los crímenes de nuestros padres, sólo de los nuestros.
Y aquí tenemos a uno que es inmortal, según me han dicho.
Hugh apartó la pipa de los labios.
—Puedo morir —declaró con amargura—. Lo que no puedo es permanecer muerto.
—Otro prisionero —comentó Vasu, comprensivo—. Hablando de cárceles, ¿por qué has vuelto al Laberinto, Haplo?
—Para encontrar a mi hija.
—¿Tu hija? —Vasu levantó una ceja. La respuesta lo había tomado por sorpresa, aunque ya debía de conocer la historia gracias a Kari—. ¿Cuándo la viste por última vez? ¿Con qué tribu la dejaste?
—No la he visto nunca. No tengo idea de dónde está. Se llama Rué.
—¿Y para eso has vuelto? ¿Para encontrarla?
—Sí, dirigente Vasu. Para eso.
—Echa un vistazo a tu alrededor, Haplo —indicó Vasu con suavidad.
Haplo lo hizo. La calle en la que estaban se había llenado de niños: chicos y chicas, dedicados a sus juegos o camino de algún recado, que se detenían a contemplar a los extraños con ojos brillantes; bebés colgados de la espalda de alguno de sus padres; pequeñajos que se metían entre los pies, y rodaban por el suelo para levantarse otra vez con la terca insistencia de los más jóvenes.
—Muchos son huérfanos que han llegado a nosotros gracias al faro —dijo Vasu con voz calmada—. Y muchas de esas niñas se llaman Rué.
—Sé que mi búsqueda parece desesperada —protestó Haplo—, pero...
—¡Basta! —exclamó Marit de pronto. Se volvió hacia él con una mueca colérica—. ¡Deja de mentir! ¡Dile la verdad!
Haplo la miró, absolutamente perplejo. Todos dejaron de andar y esperaron a ver qué sucedía a continuación. Una multitud de patryn se acercó a ellos y los observó, pendiente de sus palabras. A un gesto del dirigente, los patryn retrocedieron a una distancia prudente, pero continuaron esperando.
Marit dirigió la palabra a Vasu.
—¿Has oído hablar de Xar, el Señor del Nexo?
—Sí, hemos oído hablar de él. Incluso aquí, en el centro del Laberinto, se conoce a Xar.
—Entonces, sabrás que es el más preclaro de todos los patryn que han existido jamás. Xar le salvó la vida a este hombre. —Marit señaló a Haplo—. Lo ama como a un hijo... ¡y este hombre lo ha traicionado!
Marit echó la cabeza hacia atrás y miró a Haplo con desdén.
—Es un traidor a su propia gente. Ha conspirado con el enemigo —su mirada acusadora se dirigió hacia Alfred— y con los mensch —sus ojos se volvieron hacia Hugh— para destruir a Xar, Señor de los patryn. La verdadera razón de Haplo para presentarse de nuevo en el Laberinto es formar un ejército. Se propone conducir a ese ejército fuera del Laberinto en una guerra contra su señor.
—¿Es cierto eso? —preguntó Vasu.
—No —respondió Haplo—, pero ¿por qué habrías de creerme?
—Sí, traidor; ¿por qué? —dijo una voz entre la multitud—. Sobre todo, cuando ese secuaz tuyo empuña un puñal antiguo de magia terrible, forjado por los sartán para nuestra destrucción.
Perplejo, Haplo trató de distinguir quién había hablado. La voz le sonaba vagamente familiar. Tal vez era el hombre que había acompañado a Marit durante el trayecto. Pero, cosa extraña, Marit también parecía sobresaltada, tal vez molesta, incluso, por aquella última acusación. También ella intentaba, al parecer, localizar a la persona que había hablado.
—Es cierto que tuve un arma como la que dices —Hugh
la Mano
apartó la pipa de sus labios y añadió, atrevido—: ¡Pero se perdió, como ella bien sabe!
Y apuntó a Marit con la boquilla de la pipa.
Sólo que ya no era tal pipa.
—¡Sartán bendito! —exclamó Alfred, horrorizado.
El asesino empuñaba la Hoja Maldita, el puñal de hierro con las runas de muerte sartán grabadas en la hoja. Soltó el arma y ésta cayó al suelo y empezó a retorcerse y agitarse como si fuera un ser vivo.
Los signos mágicos tatuados en la piel de Haplo se iluminaron con una llamarada, igual que las runas de Vasu, de Marit y de todos los demás patryn de las proximidades.
—¡Recógelo! —dijo Alfred con labios pálidos y temblorosos.
—¡No! —
La Mano
movió la cabeza enérgicamente—. ¡No voy a tocar esa condenada arma!
—¡Cógela! —Ordenó Alfred, alzando el tono de voz—. ¡Se siente amenazada! ¡Deprisa!
—¡Hazlo! —intervino Haplo, ceñudo, mientras sujetaba al perro, que se disponía a acercarse al objeto para olisquearlo.
A regañadientes y con mucha cautela, como si se dispusiera a coger una serpiente venenosa por la nuca, Hugh se agachó y recuperó el puñal con una mirada de odio hacia el objeto.
—Juro que... ¡que no sabía nada! La pipa...
—La Hoja Maldita no ha querido separarse de él —intervino Alfred. El sartán parecía abrumado—. Ya me extrañó entonces, Haplo, cuando dijiste que te habías deshecho de él. El puñal, pensé, encontraría un modo de permanecer con el humano. Y así fue. Para ello adoptó la forma de la posesión más preciada de Hugh...
—Dirigente Vasu, te sugiero con el mayor respeto que disuelvas esa multitud —dijo Haplo, tenso, con la mirada en el puñal. Su mirada era aún furiosa, pero ya no tanto como antes—. El peligro es muy grande.
—Y aumenta proporcionalmente —añadió Alfred en un susurro, con las mejillas rojas de vergüenza ante las consecuencias de los delitos de sus antepasados—. Con toda esta gente alrededor...
—Sí, lo percibo —respondió Vasu en tono tétrico—. Oídme, volved a vuestras casas y llevaos a los niños.
«Llevaos a los niños.» Una chiquilla intentaba ver algo, aproximándose, ajena al peligro. Tenía la carita ovalada, la barbilla prominente... Se parecía bastante a Marit. Y la edad encajaba, aproximadamente...
Un hombre llegó hasta la pequeña, posó una mano sobre el hombro de ésta con gesto protector y la hizo retroceder. El hombre y Haplo cruzaron la mirada un instante. Haplo notó que le ardía el rostro. El patryn se llevó a la niña.
La multitud se dispersó con rapidez, en obediente cumplimiento de las órdenes del dirigente. Con todo, Haplo advirtió rostros y ojos que lo observaban con desconfianza y rencor desde las sombras. Tuvo pocas dudas de que muchas de las manos estarían acariciando un arma.
¿Y de quién era la voz que había hablado? ¿Y qué fuerza había provocado que el puñal revelara su verdadera naturaleza?
—Alfred —dijo Haplo, al recordar de pronto un detalle—, ¿por qué no cambió el puñal cuando los hombres tigres nos atacaron?
—No estoy seguro. Pero, como recordarás, Hugh estaba sin sentido a causa de un golpe en la cabeza.
O tal vez había sido el propio puñal lo que había alertado a los hombres tigres.
—Nunca en la historia de Abri, que ha estado aquí desde el principio, nos ha traído tanto peligro uno de los nuestros —declaró Vasu. Sus pardos ojos eran duros, severos e implacables.
—Debes encarcelarlos, dirigente —propuso Marit—. Mi señor, Xar, viene hacia aquí. Él se ocupará de ellos.
De modo que Xar acudiría al Laberinto, se dijo Haplo. ¿Cuánto hacía que Marit lo sabía? Por fin, muchas cosas empezaban a encajar y a cobrar sentido.
—No quiero encarcelar a uno de los nuestros. ¿Aceptas, Haplo, esperar en Abri la llegada del noble Xar? —Preguntó Vasu—. ¿Me das tu palabra de honor de que no intentarás huir?
Haplo titubeó. Vio el reflejo de su imagen en los ojos del dirigente, tan maravillosamente nítidos y suaves y, en aquel mismo instante, tomó la decisión.
—No; no daré tal palabra, pues no podría mantenerla. Xar ya no es mi señor. Se deja guiar por el mal; su ambición no es gobernar, sino esclavizar, y he visto adonde conduce esa ambición. No estoy dispuesto a continuar sirviéndole y obedeciéndolo. —Con voz serena, añadió—: Haré cuanto esté en mi mano por desbaratar sus planes.
Marit hizo una profunda inspiración.
—¡Él te ha dado la vida! —exclamó. Escupió a los pies de Haplo, dio media vuelta sobre sus talones y se alejó.
—Sea —dijo Vasu—. No tengo más remedio que consideraros, a ti y a tus compañeros, un peligro para todos. Seréis retenidos en prisión a la espera de la llegada de Xar.
—Está bien. Aceptaremos pacíficamente, dirigente Vasu —asintió Haplo—. Hugh, guarda el puñal.
El asesino lanzó una mirada ceñuda (no a Haplo, sino a la Hoja Maldita) y guardó el arma en el cinto.
—Supongo que esto significa que he perdido la pipa —murmuró con aire melancólico.
A una señal de Vasu, varios patryn aparecieron de entre las sombras, dispuestos a escoltar a los prisioneros.
—Nada de armas —ordenó Vasu—. No las necesitaréis.
Miró de nuevo a Haplo, quien advirtió algo en sus pardos ojos. Algo insondable, desconcertante.
—Os acompañaré —se ofreció el dirigente—. Si no os importa.
Haplo se encogió de hombros. No estaba en posición de plantear exigencias.
—Por aquí.
Vasu se mostró enérgico y eficiente. Incluso le ofreció una mano a Alfred, que había resbalado en un guijarro y yacía de espaldas con aire desvalido, como una tortuga vuelta del revés.
Con la ayuda del dirigente, Alfred se reincorporó. Sus hombros, habitualmente hundidos, estaban aún más encorvados como si, de nuevo, hubiera caído sobre ellos alguna carga penosa.
Se encaminaron hacia la montaña. Su destino debía de ser las cavernas que penetraban en el subsuelo. Unas grutas que se extendían a gran profundidad bajo el faro cuyas llamas guiaban los pasos entre las brumas cenicientas.
El perro se arrimó a la pierna de Haplo y lo interrogó con una mirada de sus brillantes ojos.
¿Vamos a seguir con esta indignidad, o quieres que ponga fin al asunto?
Haplo dio unas palmaditas tranquilizadoras al animal. Con un suspiro que expresaba su esperanza de que Haplo supiera lo que estaba haciendo, el perro avanzó dócilmente al lado de su amo.
Haplo se preguntó qué significaría aquella extraña mirada en los ojos del dirigente. Dándole vueltas al asunto, Haplo recordó las palabras de Kari respecto a que Vasu la había enviado deliberadamente a buscarlos para llevarlos de vuelta a Abri.
¿Cómo lo había sabido Vasu? ¿Qué sabía Vasu?
Al marcharse, Marit no había ido muy lejos; sólo lo suficiente como para desaparecer de la vista de Haplo. Se mantuvo a la sombra de un majestuoso roble que le ofrecía abrigo y aguardó a ver cómo Haplo y los otros eran conducidos a prisión. La patryn era presa de un temblor que atribuyó a la indignación. ¡Haplo había reconocido su culpa! ¡La había reconocido abiertamente! ¡Y aquellas acusaciones! ¡Había afirmado que Xar se dejaba guiar por el mal! ¡Era monstruoso!
Xar tenía razón respecto a Haplo: era un traidor. Y Marit había hecho bien en seguir las órdenes de Xar, en hacerlo detener y mantener preso hasta que Xar pudiera acudir a buscarlo. Y Xar llegaría muy pronto, en cualquier momento.
Naturalmente, contaría a su señor lo que había dicho Haplo. Y, con ello, el destino de éste quedaría sellado. Era justo. Sí, justo y necesario. Haplo era un traidor..., un traidor a todos ellos...
Entonces, ¿a qué venía aquella duda que la roía?
Marit lo sabía. No le había hablado a nadie del puñal sartán. A nadie.
Siguió observando hasta que el trío hubo desaparecido; después, de improviso, se percató de que varios patryn se acercaban a ella y la contemplaban con curiosidad. Sin duda, querían comentar aquel suceso insólito en sus vidas.