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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

En el Laberinto (44 page)

BOOK: En el Laberinto
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Drugar hizo un alto con tal brusquedad que Aleatha, todavía con la cabeza vuelta hacia atrás, tropezó con él.

—Lo..., lo siento —balbuceó, apoyando las manos en los hombros del enano para mantener el equilibrio y retirándolas luego apresuradamente.

Drugar la miró y su expresión se hizo sombría.

—No tengas miedo —dijo al notar la tensión en la voz de la elfa—. Ya hemos llegado. Esto es lo que quería enseñarte.

Aleatha miró a su alrededor. El laberinto había quedado atrás. Allí, unas hileras de bancos de mármol dispuestos en círculo rodeaban un mosaico de piedras de diversos colores que formaban el dibujo de una estrella radiante. En el centro de ésta había más extraños símbolos como los del colgante que el enano llevaba al cuello. Sobre sus cabezas se abría de nuevo el cielo y, desde su posición, Aleatha distinguió la cima de la torre central de la ciudadela. Exhaló un suspiro de alivio. Por lo menos, ahora tenía una idea de dónde estaba. El anfiteatro. Aunque saberlo no iba a ayudarla mucho a salir de aquel lugar.

—Muy bonito —murmuró mientras contemplaba de nuevo la estrella de mosaico multicolor, pensando que debía decir algo para dejar contento al enano.

Le habría gustado quedarse a descansar allí; el lugar producía una sensación de calma y de paz que la impulsaba a no dejarlo. Pero el silencio la ponía nerviosa; el silencio y el enano que no apartaba de ella sus oscuros ojos de mirada sombría.

—Bien, me he divertido mucho. Gracias por...

—Siéntate —dijo Drugar, indicándole un banco—. Espera. Todavía no has visto lo que quería enseñarte.

—Me encantaría, de veras, pero creo que deberíamos volver cuanto antes. Paithan se preocupará...

—Siéntate, por favor —repitió Drugar, al tiempo que arrugaba el entrecejo hasta unir sus pobladas cejas. Dirigió una mirada a la torre de la ciudadela y murmuró—: No tendrás que esperar mucho.

Aleatha inició un taconeo impaciente. Empezaba a sentirse irritada, como siempre que alguien le llevaba la contraria. Taladró al enano con una mirada severa e imperiosa que nunca dejaba de causar efecto en los hombres, sólo que esta vez perdió parte de su eficacia al tener que resbalar por su nariz en lugar de centellear hacia arriba desde unos ojos que producían escalofríos. Y, en cualquier caso, no produjo la menor impresión en Drugar. El enano le había vuelto la espalda y se encaminaba a uno de los bancos.

Aleatha dirigió una última mirada desesperada hacia el camino y, con un nuevo suspiro, siguió a Drugar. Se dejó caer en un asiento próximo, jugó con la ropa, miró hacia la torre que quedaba a su espalda, lanzó un sonoro suspiro, arrastró los pies y dio todas las muestras posibles de que no se divertía, con la esperanza de que el enano se diera cuenta.

No fue así. Drugar permaneció sentado, impasible y callado, con la vista fija en el centro de la estrella solitaria.

Aleatha se dispuso a probar suerte en el laberinto. Perderse allí dentro no sería peor que morirse de aburrimiento en aquel extraño lugar. De pronto, vio que empezaba a brillar la luz de la Cámara de la Estrella, en lo alto de la ciudadela. Y se escuchó de nuevo el extraño tarareo.

Un potente rayo de luz blanca se desvió hacia abajo desde la torre hasta incidir en el mosaico de la estrella.

Aleatha lanzó una exclamación, se levantó del asiento y habría retrocedido de no impedírselo el propio banco de mármol. Estuvo a punto de caerse. El enano alargó la mano y la sostuvo.

—No tengas miedo.

—¡Gente! —Exclamó la elfa, con los ojos como platos—. ¡Ahí hay... hay gente!

El escenario del anfiteatro, vacío hasta aquel momento, se había llenado de pronto. Unas figuras. O, mejor dicho, jirones de figuras. No eran seres tangibles, de carne hueso, como ella y Drugar. Eran sombras transparentes. Aleatha podía ver, a través de ellos, los asientos del otro lado del escenario y los setos del laberinto, al fondo.

Notó que le flaqueaban las piernas; volvió a sentarse y contempló las figuras. Éstas formaban grupos, charlaban relajadamente, paseaban con calma desplazándose de grupo en grupo, aparecían ante sus ojos y desaparecían otra vez según entraban en el rayo de luz y salían de éste.

Gente. Otras personas. Humanos, elfos, enanos: todos juntos, hablando entre ellos en aparente armonía, salvo un par de grupos que parecían, por sus gestos y posturas, en desacuerdo acerca de algo.

Para Aleatha, semejante multitud sólo podía reunirse con un propósito:

—¡Es una fiesta! —exclamó con júbilo, al tiempo que saltaba del asiento para unirse a ella.

—¡No! ¡Espera! ¡No te acerques a la luz!

Drugar había asistido a la escena con expresión de temor reverente. Escandalizado, intentó retener a Aleatha cuando la elfa pasó ante él, pero se le escurrió de los dedos y, de pronto, Aleatha se encontró en el centro de la multitud.

El efecto fue el mismo que si se encontrara en mitad de una bruma densa. Las figuras etéreas fluían a su alrededor, a través de ella. Las veía hablar, pero no captaba sus voces. Las tenía muy cerca, pero no podía tocarlas. Sus brillantes ojos iban de uno a otro, pero nunca la miraban a ella.

—¡Por favor, estoy aquí! —suplicó con frustración, al tiempo que extendía sus manos anhelantes.

—¿Qué haces? ¡Sal de ahí! —Ordenó Drugar—. ¡Es un lugar sagrado!

—¡Sí! —Aleatha continuó dirigiéndose a las sombras transparentes, sin prestar atención al enano—. ¡Yo puedo oíros! ¿Por qué vosotros no? ¡Estoy aquí, delante de vosotros!

No hubo respuesta.

—¿Por qué no pueden verme? ¿Por qué no me hablan? —reclamó la elfa, volviéndose hacia Drugar.

—Porque no son reales. Por eso —respondió el enano en tono hosco.

Aleatha miró otra vez. Las figuras se deslizaron sobre ella, a su alrededor, a través de su cuerpo.

Y, de pronto, la luz se apagó. Y las figuras desaparecieron.

—¡Oh! —exclamó Aleatha, decepcionada—. ¿Dónde están? ¿Adonde han ido a parar?

—Cuando la luz se apaga, desaparecen.

—¿Y vuelven cuando se enciende otra vez?

—A veces sí, a veces no. —Drugar se encogió de hombros—. Pero, habitualmente, a esta hora de la tarde los encuentro aquí.

Aleatha suspiró. En aquel momento se sentía más sola que nunca.

—Dices que no son reales. ¿Qué crees que son, entonces?

—Sombras del pasado, quizá. De los que vivieron aquí. —Drugar fijó la vista en la estrella. Se acarició la barba con expresión triste—. Un truco de la magia de este lugar.

—Has visto a tu gente, ahí —murmuró Aleatha, adivinando los pensamientos del enano.

—Sombras —repitió éste con voz áspera—. Mi pueblo ha desaparecido, destruido por los titanes. Soy el único que queda. Y, cuando yo muera, los enanos habrán dejado de existir.

Desde el escenario, Aleatha contempló de nuevo el anfiteatro, ahora vacío. Muy vacío.

—No, Drugar —dijo de improviso—. Te equivocas.

—¿Qué quieres decir? —Drugar la miró con irritación—. ¿Qué sabes tú de esto?

—Nada —reconoció Aleatha—. Pero creo que uno de ellos me ha oído cuando le he hablado.

—¡Imaginaciones tuyas! —Replicó Drugar con desdén—. ¿Crees que yo no lo he intentado? —inquirió, ceñudo. Sus facciones, demacradas, estaban transidas de pena—. ¡Ver a los míos! ¡Verlos hablar y reír! Casi alcanzo a entender lo que dicen. Casi puedo oír de nuevo la lengua de mi gente.

Cerró los ojos con fuerza. Bruscamente, volvió la espalda a la elfa y se alejó entre los asientos del anfiteatro.

—¡Qué maldita egoísta he sido! —Murmuró Aleatha para sí mientras lo seguía con la mirada—. Yo, por lo menos, tengo a Paithan. Y a Roland, aunque éste no cuenta gran cosa. Y Rega tampoco está mal. El enano no tiene a nadie. Ni siquiera a nosotros. Hemos hecho todo lo posible por mantenerlo a distancia. Ha tenido que venir aquí, a las sombras, para encontrar consuelo.

—Drugar, escúchame —dijo en voz alta—. Cuando estaba en el mosaico de la estrella, dije: «¡Estoy aquí, delante de vosotros!». Y entonces vi que uno de los elfos se volvía y miraba hacia mí. Movió los labios y juro que lo vi decir: «¿Qué?». Hablé otra vez, y él pareció confuso y miró a un lado y a otro como si me oyera pero no pudiera verme. ¡Lo vi, Drugar!

El enano ladeó la cabeza, se volvió y la miró con expresión dubitativa pero con evidentes deseos de creerla.

—¿Estás segura?



—mintió ella, y soltó una risilla alborotada y excitada—. ¿Cómo podría yo pasar inadvertida entre un grupo de hombres?

—No te creo. —Drugar había recaído en la melancolía. Observó a la elfa con suspicacia, receloso de su risa.

—No seas tonto, Drugar. Era una broma. Parecías tan..., tan triste. —Aleatha se acercó a él, alargó la mano y rozó la del enano con sus dedos—. Gracias por traerme. Me parece maravilloso. Yo... quiero volver aquí contigo. Mañana. Cuando se encienda la luz.

—¿De veras? —Drugar se animó—. Muy bien, volveremos. Pero no digas nada a los demás.

—No, ni una palabra —le prometió Aleatha.

—Ahora, deberíamos regresar. Los demás estarán preocupados por ti.

Aleatha percibió el amargo hincapié en esta última palabra.

—Drugar, ¿qué significaría que esa gente fuera real? ¿Significaría que no estamos solos, como pensamos?

El enano volvió la mirada al escenario vacío.

—No lo sé —dijo, moviendo la cabeza—. No lo sé...

CAPÍTULO 32

LA CIUDADELA PRYAN

El súbito estallido de luz en la Cámara de la Estrella llevó a Xar a alejarse de la estancia. Consiguió librarse del viejo sartán enviándolo al elfo, que había subido a la torre a balbucear desatinos. Xar supuso que el mensch y el anciano chiflado se llevarían bien; los dejó a ambos ante la puerta de la Cámara de la Estrella, contemplando embobados la luz brillante que escapaba por debajo.

El viejo había iniciado la exposición de una teoría acerca del funcionamiento de la cámara, teoría que Xar, en otra ocasión, tal vez habría encontrado interesante. En aquel momento, sin embargo, lo dejaba totalmente indiferente. El Señor del Nexo buscó refugio en la biblioteca, el único lugar en el que tenía la certeza de que no lo molestarían los mensch. Si de él dependía, la luz sartán podía seguir brillando en aquella Cámara de la Estrella o en cualquier otro lugar semejante. Que llevara luz y energía a la Puerta de la Muerte. Que iluminara la terrible oscuridad de Abarrach, que fundiera las heladas lunas marinas de Chelestra... ¿Qué le importaba todo eso?

¿Y si el anciano tenía razón? ¿Y si Sang-drax era un traidor?

Xar desenrolló un pergamino y lo alisó sobre el escritorio. El pergamino era un documento sartán que contenía una imagen del universo como había quedado después de la Separación: cuatro mundos —del aire, del fuego, de la piedra y del agua— conectados por cuatro conductos. Al principio, la conquista de aquellos mundos había parecido muy sencilla. Cuatro mundos habitados por mensch que caerían en poder de Xar como frutos podridos que se precipitaban del árbol.

Pero las cosas, una tras otra, se habían torcido.

—El fruto de Ariano no está tan podrido —se vio obligado a reconocer—. Los mensch están maduros, fuertes y dispuestos a agarrarse al árbol con tenacidad. ¿Y quién podía haber previsto la existencia de los titanes de Pryan? Ni siquiera yo podía suponer que los sartán serían tan estúpidos como para crear a unos gigantes, dotarlos de magia y, después, perder el control sobre ellos.

»¿Y el mar de Chelestra, destructor de la magia? ¿Cómo voy a conquistar un mundo en el cual los mensch sólo tienen que arrojarme encima un cubo de agua para hacerme inofensivo?

«¡Necesito la Séptima Puerta! La necesito imperiosamente; sin ella, me arriesgo a fracasar.

Fracasar. En toda su larga existencia, el Señor del Nexo no había permitido que tal concepto entrara jamás en su cabeza y, desde luego, no había pronunciado la palabra en voz alta. No obstante, esta vez se veía obligado a reconocer que cabía tal posibilidad... a menos que encontrara la Séptima Puerta, el lugar donde todo había empezado.

El lugar donde, con su ayuda, todo terminaría.

—Haplo me lo habría enseñado, si lo hubiera dejado. La última vez que acudió al Nexo, lo hizo con este propósito. ¡Estuve ciego, ciego! —Sus dedos, como zarpas, se cerraron sobre el manuscrito y estrujaron el viejo pergamino, que se desintegró en polvo entre ellos—. Me dejé llevar de las emociones. Ahí estuvo el error. Su traición me dolió y no debería haber permitido tal debilidad. Emocionarse es perder; de todas las lecciones que enseña el Laberinto, ésta es la más importante. Si hubiera sabido escucharlo desapasionadamente, cortar hasta lo más profundo de su ser con el frío bisturí de la lógica.

»Haplo cumplió lo que le había encargado. Llevó a cabo lo que le había ordenado. Intentó explicármelo pero no quise escucharlo. Y, ahora, tal vez es demasiado tarde.

Xar repasó mentalmente las palabras de Haplo... las pronunciadas y las no dichas.

Desde que habíamos abandonado las mazmorras, los signos mágicos habían ido iluminándose uno tras otro, situados siempre en lo que sería el zócalo de las paredes. En cambio, en aquel punto, abandonaban la parte baja de la pared y subían por ésta hasta formar un arco de brillante luz azul. Entrecerré los párpados para vencer el resplandor y miré más allá del arco de runas. No advertí otra cosa que oscuridad.

Avancé hacia el arco. Ante mi proximidad, las runas cambiaron de color; del tono azulado pasaron a un rojo flameante. Los signos mágicos humearon y estallaron en llamas. Me cubrí el rostro con la mano e intenté seguir avanzando. El fuego rugía y crepitaba; el humo me cegaba los ojos. El aire sobrecalentado me laceró los pulmones. Las runas de mis brazos incrementaron el resplandor azul en respuesta, pero mis escasas fuerzas no podían protegerme de las llamas que ya casi me chamuscaban la piel. Retrocedí, respirando entrecortadamente...

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