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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

En el Laberinto (48 page)

BOOK: En el Laberinto
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—¿A qué vienen todos esos silbidos y gestos de mano? —preguntó el asesino, dirigiendo la mirada a Marit.

La patryn ya no era visible, pues se había retirado de nuevo tras las rocas para evitar que los hombres tigres la vieran. De todos modos, si las sospechas de Haplo eran ciertas, las bestias no necesitaban verla. Sabían lo que buscaban y, probablemente, dónde encontrarlo.

—Vienen hombres tigres —anunció Haplo, conciso.

—¿Qué son?

—¿Tenéis gatos caseros en Ariano?

Hugh asintió.

—Imagina uno más grande, más fuerte y más rápido que yo, con dientes y garras proporcionados a su tamaño.

—¡Maldición! —Hugh parecía impresionado.

—Es una partida de caza. Una veintena de esas bestias. No podemos plantarles cara; nuestra única esperanza es dejarlas atrás. Aunque no tengo idea de hacia dónde vamos a huir.

—¿Por qué no nos ocultamos? No pueden habernos localizado todavía.

—Yo creo que saben que estamos aquí. Las han enviado para matarnos.

Hugh puso una mueca de incredulidad pero no discutió. Se llevó la mano al bolsillo, sacó la pipa, se la colgó de la boca y miró a Alfred, que se frotaba los tobillos y trataba de aparentar que el masaje le producía algún alivio.

—Lo siento de veras... —empezó a decir.

Haplo le volvió la espalda.

—¿Qué hacemos con él? —Preguntó
la Mano
en voz baja—. No puede andar, y mucho menos correr. Yo podría cargar con él.

—No. Sería demasiado peso y te retrasaría. Nuestra única oportunidad es echar a correr y no parar hasta que caigamos exhaustos. Los hombres tigres son rápidos, pero sólo en distancias cortas. No aguantan una carrera de resistencia.

Un nuevo silbido urgente de Marit subrayó la necesidad de apresurarse. Haplo miró a Alfred, al perro y, de nuevo, al sartán.

—Has montado en dragón, ¿verdad?

—¡Oh, sí! —Se pavoneó Alfred—. En Ariano. Maese Hugh lo recordará. Fue cuando seguía el rastro de Bane y...

Pero Haplo había dejado de prestarle atención. El patryn alargó el brazo en dirección al perro y empezó a pronunciar las runas en voz baja. El animal, consciente de que iba a suceder algo que tenía que ver con él, se incorporó a cuatro patas y meneó la cola. Todo su cuerpo pareció agitarse de excitación. Unos signos mágicos azules surgieron de la mano de Haplo, cruzaron el aire centelleantes y se unieron en torno al perro.

Las runas chisporrotearon sobre el cuerpo como lectrozumbadores de la Tumpa-chumpa que se hubieran vuelto locos. El perro empezó a crecer de tamaño, a expandirse y agrandarse. Pronto alcanzó la cintura del patryn; después, el hocico ya quedaba a la altura de la cabeza de aquél y, por último, se quedó mirando a su amo desde lo alto, con la lengua colgando, rociándolos a todos con una ducha de baba.

Hugh
la Mano
dio un paso atrás con una exclamación de asombro. Sacudió la cabeza y se frotó los ojos. Cuando volvió a mirar, el perro era aún mayor.

—He tenido pesadillas de borracho más agradables...

Alfred, sentado en el suelo con expresión dolorida, observó al animal transformado por la magia. Haplo interrumpió el hechizo y se volvió hacia el lesionado sartán. Alfred hizo un intento patético de ponerse en pie, ayudándose en una roca oportuna.

—Ya estoy mucho mejor. De verdad. Vosotros id delante. Yo...

Sus protestas dieron paso bruscamente a una exclamación de dolor. Habría caído otra vez pero Haplo encajó el hombro en la cintura del sartán, lo levantó en volandas y lo arrojó al lomo del perro antes de que Alfred supiera qué había sucedido, dónde se encontraba o si estaba boca arriba o boca abajo.

Una vez que hubo determinado todas estas cosas, se dio cuenta de que estaba encaramado a lomos del perro —cuyo tamaño era ahora el de un dragón joven— y a considerable altura del suelo. Exhaló un gemido lastimero, echó los brazos en torno al cuello del animal y casi lo estranguló, agarrado a él como si le fuera la vida en ello.

Haplo consiguió que el sartán aflojase la presión mortal lo bastante, al menos, como para permitir respirar al perro.

—Vamos, muchacho —dijo el patryn al animal. Después, se volvió hacia el asesino—. ¿Estás bien?

Hugh
la Mano
le dirigió una mirada inquisitiva.

—Tu pueblo podría adueñarse del mundo.

—Sí —masculló Haplo—. Vámonos.

El patryn y el asesino emprendieron la carrera. El perro, con Alfred montado sobre él, bien agarrado, gimoteante y con los ojos cerrados, avanzaba tras ellos con un trotecillo relajado.

Manteniéndose a cubierto, Haplo escaló el risco hasta llegar junto a Marit. Los demás permanecieron al pie de la escarpadura de rocas, pendientes de su señal para continuar el avance.

—¿Qué tenemos aquí? —preguntó en un susurro aunque, para entonces, ya alcanzaba a verlo con sus propios ojos.

A la izquierda, un grupo numeroso de hombres tigres cruzaba la llanura a sus pies. Las bestias avanzaban con paso relajado, a dos patas. No se detenían a mirar a su alrededor, sino que venían directamente hacia allí. Y el grupo estaba formado por cuarenta individuos, por lo menos.

—Ésa no es una partida de caza normal —dijo Haplo.

—No —corroboró Marit—. Son demasiados, no se despliegan y no se detienen a olfatear el aire. Y todos van armados.

—El grupo entero se dirige de cabeza hacia aquí. Y nosotros, con la espalda contra la montaña. Y sin ayuda posible, ahí abajo. —Haplo contempló la extensa llanura con desánimo.

—No estoy tan segura de eso —dijo Marit, señalando con la mano a su derecha—. Mira allá, en el horizonte. ¿Qué ves?

Haplo fijó la vista donde decía. Las nubes grises flotaban a baja altura; hilos de niebla rozaban las copas de los abetos de un bosque lejano. Los picos mellados de unas montañas coronadas de nieve aparecían a la vista cuando se levantaba la niebla. Y allí, sobre el verde apagado de los abetos, a media altura en la ladera de una de las montañas...

—¡Que me aspen! ¡Un fuego! —exclamó.

Ahora que el brillante punto anaranjado había atraído su atención, Haplo se extrañó de no haber advertido inmediatamente su presencia, pues era la única mancha de color de aquel mundo deprimente. Dejó que la esperanza, avivada por la llama, lo calentara unos instantes; después, se apresuró a apagarla a pisotones.

—Un ataque de un dragón —dijo—. Tiene que ser eso. Fíjate lo elevado que está por encima de los árboles.

Marit movió la cabeza.

—No. He estado observando el fuego mientras tú andabas ocupado con el sartán ahí abajo. Arde de forma constante, y la llama de los dragones se enciende y se apaga. Puede ser un asentamiento. Creo que deberíamos intentar llegar a él.

Haplo miró a los hombres tigres, que reducían progresivamente la distancia entre ellos y su presa, y volvió la vista de nuevo al fuego, que seguía ardiendo con llama firme, brillante, casi desafiante, iluminando la penumbra. Debían tomar una decisión y, fuera cual fuese, debían tomarla pronto. Para dirigirse hacia el fuego tendrían que bajar del risco y aventurarse en la llanura, a la vista de los hombres tigres. Sería una carrera desesperada.

Hugh
la Mano
se acercó a Haplo arrastrándose sobre el vientre.

—¿Qué es eso? —preguntó con voz ronca. Sus ojos se abrieron como platos al observar a los grandes gatos que avanzaban con determinación hacia ellos, pero no añadió nada más, aparte de otro gruñido.

—¿Qué te parece a ti? —Haplo señaló la llama.

—Un faro. Una luz de posición —aventuró Hugh—. Debe de haber una fortaleza cerca de aquí.

—No comprendes —murmuró Haplo, moviendo la cabeza—. Nuestra gente no construye fortalezas. Sólo cabañas de barro y hierba, fáciles de levantar y fáciles de abandonar. Nuestro pueblo es nómada... debido a razones como ésas —e indicó a los hombres tigres.

Hugh
la Mano
mascó la boquilla de la pipa, pensativo.

—Pues juraría que es una señal de posición. Aunque, desde luego —añadió secamente, al tiempo que retiraba la pipa de los labios—, en un lugar donde los gatos caseros tienen el tamaño de un hombre y donde los perros son grandes como árboles, podría equivocarme.

—Sea o no una señal, tenemos que intentar llegar hasta ella. No tenemos otra alternativa —insistió Marit.

Tenía razón. No quedaba otra opción. Ni tiempo para quedarse allí discutiendo. Además, si conseguían alcanzar el bosque sanos y salvos, era probable que sus perseguidores renunciaran a seguirlos. A los hombres tigres no les gustaban los bosques, territorio de sus enemigos ancestrales, los lobunos y los snogs.

Lobunos y snogs: otras amenazas que deberían afrontar. Pero... un poco de orden: una manera de morir después de otra, sin amontonarse.

—Nos descubrirán tan pronto como abandonemos nuestro escondite. Descended el risco lo más deprisa posible y echad a correr por la llanura. Dirigíos hacia los árboles sin desviaros. Si tenemos suerte, no nos seguirán dentro del bosque. No sirve de mucho marcar un orden de marcha. Intentemos ir agrupados.

Haplo miró a su alrededor y, con un gesto, indicó al perro que se acercara.

Alfred abrió los ojos, vio el grupo de hombres tigres que avanzaba hacia ellos y, con un gemido, volvió a cerrarlos.

—No te desmayes —le dijo Haplo—. Te caerías... ¡y, si lo haces, no esperes que me detenga a ayudarte!

Alfred asintió y se agarró aún más fuerte al pelaje del perro. Haplo señaló los árboles y ordenó al animal:

—Llévalo allí, muchacho.

El perro comprendió que esta vez el asunto iba en serio; lanzó una mirada ominosa a los hombres tigres y contempló el bosque con ceñuda determinación.

Haplo hizo una profunda inspiración.

—Vamos allá.

Se lanzaron hacia abajo por la ladera del risco. Casi al momento, unos maullidos feroces se alzaron en el aire con un sonido espantoso que erizaba el vello de la nuca y causaba escalofríos en el espinazo. Por fortuna, la pendiente estaba compuesta de afloramientos de granito, sólido y fuerte, y pudieron descender con rapidez. Después, avanzando en una trayectoria que los mantenía a distancia de los nombres tigres, el pequeño grupo alcanzó el terreno llano con ventaja sobre sus perseguidores.

De pronto, el piso se hizo llano y uniforme; la vegetación que hasta el momento había cubierto el terreno parecía segada deliberadamente para permitirles avanzar sin obstáculos. Mientras corría a grandes zancadas sobre aquella tierra oscura, casi negra, a Haplo le produjo la impresión de encontrarse en las feraces tierras de labor que se extendían sobre los lechos de musgo suspendidos en las copas de los inmensos árboles de Pryan. La idea, naturalmente, era ridicula. El suyo era un pueblo de cazadores y recolectores, de luchadores y nómadas, no de agricultores. Apartó la idea de su mente, agachó la cabeza y se concentró en mover las piernas.

El terreno llano era una ventaja para Haplo y su grupo, pero también lo era para los hombres tigres. Cuando echó una mirada atrás, Haplo vio que las bestias se habían puesto a cuatro patas y galopaban con sus poderosas extremidades sobre la tierra y la hierba rala.

Los oblicuos ojos de las criaturas despedían un fulgor verde; los colmillos relucientes y húmedos asomaban de su jadeantes bocas, sedientas de sangre, con una mueca de excitación ante la caza. El perro se había adelantado al galope; agarrado a su lomo, Alfred saltaba y se bamboleaba, lanzado arriba y abajo y zarandeado de un lado a otro. El animal cobró ventaja fácilmente sobre los que avanzaban a pie. Entonces, tras volver la cabeza hacia su amo con inquietud, empezó a aminorar la marcha para darle tiempo a alcanzarlo.

—¡Sigue adelante! —le gritó Haplo.

El perro obedeció, aunque no parecía muy conforme con dejar atrás al patryn, y reemprendió la carrera hacia el bosque.

Un ruido seco a la izquierda de Haplo hizo que éste volviera la mirada hacia donde había sonado. Los terribles bordes afilados de una zarpa de gato brillaban, muy blancos, en el suelo oscuro. El arma había fallado su objetivo, pero por muy poco. El patryn apresuró la marcha y recurrió a la magia para potenciar la fuerza y la resistencia de su cuerpo. Marit lo imitó.

Hugh
la Mano
se mantenía a su altura resueltamente cuando, de pronto, se inclinó hacia adelante y cayó de bruces al suelo, con un reguero de sangre procedente de una herida en la cabeza. A su lado yacía una zarpa de gato. Haplo se desvió de su curso para ayudar al humano. Otra de aquellas armas terribles pasó junto a él con un zumbido.

Haplo no hizo caso. Hugh estaba sin sentido.

—¡Marit! —exclamó.

La patryn miró atrás, primero hacia él y luego hacia sus perseguidores, que acortaban rápidamente la distancia, e hizo un breve gesto con la mano que decía: «¡Déjalo! ¡Está acabado!».

Haplo tenía la mano bajo el hombro izquierdo de Hugh e intentaba poner en pie al humano inconsciente. Marit apareció al otro lado del asesino. Haplo notó que algo le golpeaba la espalda, pero no prestó atención. Era una zarpa de gato, pero se había estrellado contra él del revés, con las zarpas hacia afuera.

—¡Cierra el círculo! —indicó a Marit.

—¡Estás loco! —replicó ella—. ¡Conseguirás que nos maten a todos! ¿Y todo por qué? ¡Por un mensch!

Su tono era mordaz pero, cuando volvió el rostro hacia Haplo, éste apreció con sorpresa y placer cierta admiración mal reprimida en la mirada de la mujer.

Marit cogió a Hugh y musitó las runas en un susurro. El resplandor azul y rojo de su piel se extendió sobre el humano al tiempo que la magia de Haplo fluía también desde el otro costado. Hugh
la Mano
echó a andar otra vez, pero sus piernas obedecían ahora a las órdenes de la magia, no a su voluntad. Lanzado a la carrera como un sonámbulo, le recordó a Haplo el autómata de Ariano.

La magia combinada de ambos bastó para mantener en marcha al humano, pero el esfuerzo mermó la velocidad de los patryn. El bosque parecía más lejano que al principio de su desenfrenada fuga. Haplo ya alcanzaba a oír a los hombres tigres, que estaban cada vez más cerca; captaba el ruido sordo de sus patas en el suelo y los ronroneos de satisfacción ante la matanza que se avecinaba.

Habían dejado de arrojar zarpas de gato. Al principio, Haplo se preguntó por qué; después, comprendió con abatimiento que las bestias habían decidido que ya no era necesario recurrir a ellas. Era evidente que la presa estaba agotándose sola.

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