A T se le ha abierto el apetito ante el espectáculo de ver comer con tan buenas ganas y se le ocurre ir a desayunar algo sólido a algún lugar donde tengan cubiertos metálicos. Apaga su colilla en un escalón y, antes de sumarse al tránsito, introduce un billete de diez dólares en la garrafa de aquel ángel desmesurado. Y el ángel, como un muñeco de feria activado por el óbolo, irrumpe en gritos de agradecimiento:
Thank you, sir, God bless you, sir...
Después echa a andar hacia el este poniéndose a ritmo. Calle 34, Quinta Avenida, Calle 42. Llega a la Avenida Lexington a velocidad de crucero y se detiene ante una cafetería lo bastante elegante para suponérsele un servicio de cubertería digno. Mesas libres; el camarero mexicano lo atiende en español y sonriendo, los huevos
sunny side up
casi parecen fritos, hasta la cucharilla de café es de metal auténtico. T deja diez dólares más por la sonrisa y la cucharilla y sale a fumar. Mientras apura la colilla consulta las señas del Instituto que lleva escritas en el reverso de una tarjeta de visita. Queda cerca, en la 42 Este, pero le cuesta un rato identificar el número del edificio entre andamios y anuncios comerciales.
Cuando lo encuentra, empuja la pesada puerta giratoria como un hámster en su noria. Aparece en un vestíbulo con mármoles y lámparas de araña deslucidos. El portero de uniforme lo mira pero no lo interpela. Entra en uno de los viejos ascensores de madera y latón y pulsa el botón de la planta 11. Al salir busca la puerta precisa: INSTITUTO DE ESTUDIOS APLICADOS, dice la placa en español. Llama al timbre; la puerta se desbloquea con un sonido metálico y más allá se encuentra con una guapa dama de mediana edad, sentada tras un mostrador de oficina. Diane Keaton Recepcionista. El color del cabello y la piel no parecen corresponder a los de una latina y T teme tener que salir a flote en inglés.
—Good morning... Excuse me, do you speak Spanish?
—Cómo no... En qué puedo ayudarlo —acento americano.
—Gracias..., mi inglés no es muy bueno todavía... Verá: soy un compañero español, inspector... Me informaron en España de que ustedes tramitaban las becas de residencia con el Ministerio.
—Ajá... ¿Tiene usted a mano algún
ID
y el código?
—Llevo mi carné de identidad y mi placa —T busca en su cartera y lo saca—. Mi identificador es el 245/B/987/400012 —dicta el número con lentitud; Diana Keaton lo introduce en el ordenador; luego toma sólo el carné y examina los datos y la foto.
—Ajá..., es
OK.
Pero justamente ahora no está la persona encargada. Si pudiera aguardar por un momento... No tardará mucho, salió a tomar
breakfast
hace como veinte minutos.
Suena el teléfono y la Keaton se disculpa para atenderlo. T considera los sillones previstos para las visitas pero no le apetece sentarse, se entretiene explorando las publicaciones que se exhiben en estantes. Después, el pequeño laberinto de la biblioteca formado por armarios dispuestos en pasillos. Al poco se oye que llaman a la puerta y que la Keaton activa la apertura. T levanta la vista de los estantes para ver quién llega, un simple reflejo ante el sonido. Es una mujer de cabello castaño, quizá remotamente rojizo; se dirige al mostrador y habla con la Keaton en inglés, parece que en tono muy alegre. T no puede verle la cara más que fugazmente, pero le parece distinguir que es muy joven. Traje de cuadro Gales verdoso, blusa blanca, zapatos de aguja marrones, pequeño bolso a juego. T pierde el interés por los libros y la observa aprovechando los huecos entre estanterías. El cabello parece dócil y, sin embargo, denso, se nota en el bucle recogido a lo heroína de Hitchcock. Un peinado (y un traje, y un bolso, y unos zapatos) que las mujeres han dejado de llevar hace cincuenta años. Algunas mujeres, más. Pero esta mujer en concreto, vestida de esta guisa, tiene todas las trazas de estar contándole un chiste a la Keaton, y hasta tuerce un poco las piernas sobre los tacones, y se lleva las manos a las caderas para imitar la pose de un
cowboy
a punto de desenfundar.
T sale del pasillo de estanterías tratando de enterarse del chiste, o al menos de entender algo de lo que dice la muchacha del traje Gales con esa tremenda imitación de voz viril y cascada. Pero sus pasos al acercarse hacen ruido, y además la vista de la Keaton Recepcionista se desvía un momento hacia él, así que la muchacha del traje Gales, con la espalda encorvada, la rabadilla metida hacia dentro, las piernas torcidas y sin quitarse las manos de las cartucheras imaginarias, gira el torso también hacia él. En un primer momento su mueca se parece a la de Popeye, enarca una ceja y quizá es como si llevara un puro imaginario en la boca torcida. Pero un instante después ya ha relajado el rostro hasta recuperar parte de su expresión normal y, ahora con su propia voz femenina, le dice a T:
—OK, just a minute: it's just a joke.
T ha entendido, pero no encuentra nada rápido que decir en inglés y sólo sonríe y asiente. La muchacha del traje Gales vuelve entonces a su mueca de Popeye para terminar de contarle el chiste a la Keaton, que de todas maneras está ya a punto de romper a reír. Ahora el supuesto pistolero desenfunda, se coloca el cañón imaginario sobre su propia sien, y suelta una parrafada cazallosa antes de imitar el sonido de la pistola:
bang, bang.
T no ha entendido absolutamente nada, pero las dos mujeres prorrumpen en carcajadas de forma tan contagiosa, sobre todo cuando después de los primeros segundos se nota que están tratando de reprimirse, de guardar la compostura ante T, que T no puede evitar que le aflore una sonrisa de oreja a oreja, un poco estúpida seguramente.
—Perdón... Este señor va a pensar que estamos locas... —dice la Keaton Recepcionista, todavía llevándose una mano a los labios para ocultarlos.
—No, no... Debe de ser bueno... —dice T.
—Disculpe... Es que...
Ambas rompen otra vez en carcajadas, esta vez emitiendo ese sonido de risa reprimida que de pronto escapa por la nariz, lo que, naturalmente, agrava la hilaridad de las dos. Con todo, la muchacha del traje Gales ha recobrado la compostura erguida sobre los tacones, y su figura entallada por el traje se revela ahora como el sueño de un costurero: todo está exactamente en el lugar en el que uno espera encontrarlo. Por otra parte, el modelito es como para rodar una escena de aperitivo con Cary Grant, resulta inevitable fijarse en esa indumentaria que tiene algo de caracterización. T se siente de pronto un poco incómodo, en parte por no haber entendido el chiste y no poder reír con ellas, pero también por sus zapatones sin lustrar y su camisa militar de a siete dólares en un tenderete de la 34.
Sólo le queda un consuelo: al menos él no es estrecho de hombros ni cargado de espaldas, como Cary Grant.
—Bueno, ya está bien —dice la Keaton, tratando muy seriamente de hablar con normalidad—. Aaah, Suzanne —le dice a la muchacha, ahora dirigiéndose también a ella en español—, este señor vino a informarse acerca de ayudas de residencia. Es compañero, español, inspector jefe. ¿Puedes atenderlo?
La joven del traje Gales se vuelve ahora francamente hacia T, haciendo gesto de secarse una lágrima:
—Perdóneme un minuto, debe de habérseme corrido todo el rímel... —Señala una mesa de despacho—. ¿Quiere sentarse?, ahora mismo estoy con usted.
A T le parece que el acento es el del español del norte de España, seco y tenso. Pero, sobre todo, en ese momento se da cuenta del extraordinario parecido.
* * *
En la primera conversación en el Instituto de Estudios Aplicados, T averigua unas cuantas cosas personales sobre la joven del traje Gales. La primera y más importante, que se llama Suzanne: Suzanne Ortega («Como Ortega y Caset, el inventor del magnetófono», apostilla ella misma). También que es de padre español y madre irlandesa (hace un movimiento rítmico de cabeza y mueve dos dedos sobre la mesa en representación de una bailarina celta), que lleva tres meses en la ciudad, y que comparte piso con dos muchachas en algún lugar entre Chelsea y el Village, sin especificar. Por último se entera de que a ella tampoco le gusta comer con cubiertos de plástico, extremo que ilustra tratando de pinchar una albóndiga imaginaria que parece huir despavorida por el plato y acaba saltando de la mesa, pling, pling, pling.
Toda esa información, naturalmente, llega intercalada en forma de comentarios entre las preguntas que la muchacha va traduciendo del cuestionario y que va rellenando a medida que T responde. ¿Alguna enfermedad infecciosa?, no; ¿peso actual?, ochenta y siete y medio; ¿novedades en su estado civil?, ninguna; ¿hijos desde la última actualización de la ficha?, muy improbable. Durante la mayor parte del tiempo ella hace muecas y gestos, por ejemplo gesto de «enfermedad infecciosa», algo como un fruncimiento general del rostro con especial participación de las aletas nasales y retracción de los dedos de las manos, como quien procura no oler nada y tocar lo menos posible. Resulta divertido, mantiene a T sonriente, respondiendo de buen humor, a veces bromeando. Sin embargo, quisiera poder observar sus verdaderos rasgos durante unos segundos. Tiene ocasión para ello en los instantes de concentración de la muchacha, cada vez que lee en inglés y busca las mejores palabras para traducirle a T la pregunta. Entonces su rostro se mantiene relajado y serio, como en una foto de ficha policial. Es en esos momentos cuando T puede apreciar su belleza y, sobre todo, sopesar el parecido. El asombroso parecido.
T permanece sentado respondiendo al cuestionario unos veinte minutos, y de momento se siente un poco incómodo por el hecho de que ella lo llame de usted pese a que él la ha tuteado desde el principio. Eso crea una distancia, sin duda. Pero por suerte le resulta fácil encontrar excusa para volver otro día y empezar de otra manera. En realidad T ha traído su pasaporte sabiendo que sin duda se le iba a requerir, pero finge haberlo olvidado en el hotel, de modo que tendrá que traerlo otro día:
—¿Estarás tú mañana por la mañana?
Ella hace mueca de vigilar a izquierda y derecha en busca de enemigos ocultos:
—Si no me han echado por payasa, creo que sí.
* * *
Al salir del edificio, T echa a andar de vuelta por la 42 pensativo, demasiado lento para el ritmo de la calle. Le preocupa lo del «usted». ¿Cuántos años puede tener ella? T le echaría más de veinticinco a juzgar por la manera de hablar y desenvolverse. Pero podrían ser sólo veinte atendiendo a la piel perfecta y al blanco de los ojos: un blanco casi azulado, ese color de los ojos nuevos. En cualquier caso tiene que haber terminado sus estudios universitarios para haber sido destinada a esa oficina, y eso indica veintitrés años por lo menos. Eso serían unos dos años antes del retrato, lo cual desde luego encaja..., o encajaría... La cuestión es que sin duda hay una diferencia de edad entre ellos, aunque él no podría ser su padre ni nada parecido...; o quizá sí en lo estrictamente fisiológico, si él hubiera tenido una hija siendo muy joven, pero se siente seguro de no tener aspecto de ser padre de una veinteañera, es algo que no está en su experiencia y por tanto no puede haber condicionado ni su apariencia ni su personalidad. Es posible, sin embargo, que la barba lo envejezca un poco. Desde que ha pedido la excedencia suele llevar barba de días, pero no ha vuelto a afeitarse desde su llegada a la ciudad y el pelo está quizá demasiado crecido, muy canoso en el mentón. Sería mejor recortársela, minimizar esa punta blanca de... ¿druida?
Mientras camina sorteando obstáculos y transeúntes le apetece sentarse a tomar un simple café cortado y pensar en todo ello. Pero la perspectiva de meterse en un
Deli
y volverse loco tratando de descubrir qué clase de bebida puede tomarse allí y qué pasos hay que dar para procurársela le da pereza. De modo que renuncia al café y sigue caminando en dirección oeste con la vaga idea de entrar en la Public Library y pedir turno para conectarse a Internet.
Ya en el cruce con la Quinta, sobre el zumbido del tráfico, los pájaros trinan en el jardín de entrada a la biblioteca. Distingue a uno muy vistoso que hincha el pecho colorado en la rama de un arbusto, a pocos metros del ondulante asfalto por el que navegan taxis y limusinas como torpes galeones. Pero nada importa el tráfico ni el cielo aprisionado entre torres de setenta plantas: el pequeño galán de pecho encendido emplea lo mejor de sí mismo en seducir a la hembra, lo mismo allí que en el bosque más remoto del planeta.
T se detiene un momento justo a la entrada del edificio, da media vuelta y vuelve a bajar la escalinata.
En su habitación abre la guía de la ciudad para consultar el índice. «Compras», «Ropa de Rebajas». Marca a bolígrafo varias direcciones: Daffy's, en Herald Square; Filene's Basement, en la Sexta con la 18... Después baja otra vez a la calle, se deja engullir por el metro en Penn Station y emerge en Canal Street. Allí le compra a un negro un relojito de cinco dólares, muy aparente en su sencillez de esfera negra, y también se hace con un rasurador eléctrico en un bazar chino.
Después come un pedazo de pizza mientras sube por Broadway con intención de llegar andando hasta la 18, un largo paseo entre la multitud de todos los colores. A la altura del SoHo, un jeep negro sin capota ni parabrisas pasa muy lentamente. Lo ocupan dos gigantescos
skin-heads
de piel rosada y uniforme de comando militar, negro de arriba abajo. Conduce con una sola mano el más musculoso, se le distinguen los tríceps incluso con el brazo en flexión sobre el volante; el otro es simplemente descomunal, un oso polar con una gruesa lorza de carne en el pescuezo y una esvástica tatuada entre la lustrosa bota y la pernera. Ambos buscan los ojos de los peatones, algo inaudito en la ciudad, sin duda una provocación.
T, que mastica su último bocado de pizza, se detiene y clava la vista en la cara del oso polar, incluso gira con él al paso del coche, mirando y masticando lentamente. El oso, apercibido de la extraña inmovilidad rotatoria de la figura de la acera, pasa la vista sobre ella, enfoca a corta distancia, se detiene una fracción de segundo en los ojos que lo miran y, de inmediato, aparta los suyos hacia más atrás, y luego hacia lo lejos. El conductor de los tríceps, ajeno al juego de miradas, sigue conduciendo lentamente camino de Union Square, y T escupe en una papelera el último bocado que la efusión de adrenalina no le deja tragar a gusto. No puede evitar darle una patada a la papelera, de la que saltan papeles. Algunos transeúntes se desvían un poco al intuir peligro, pero a T le basta dar unos pasos para volver a diluirse en el tráfico general y pasar desapercibido.