En el nombre del cerdo (48 page)

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Authors: Pablo Tusset

Tags: #humor, #Intriga

BOOK: En el nombre del cerdo
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T ríe; llega a carcajear, sin afectación:

—¿Y quién elige nada?, ¿elegiste tu pasado?, ¿piensas que en cambio podrás elegir tu futuro? Hay un dios más poderoso que ese vagamente cristiano en el que ni siquiera estás seguro de creer. Entre el Caos y el Cosmos, entre Eros y Thanatos, entre Satán y Yahvé, gobierna un señor más poderoso aún: el Árbitro que elige al vencedor de cada combate entre dioses menores. Conoces su nombre. Lo conoces en varios idiomas, te tomaste la molestia de consultar diccionarios para averiguarlo. Se llama Azzardo en italiano; Zufall en alemán; Hazard en inglés; Zahar en árabe: como la flor que distinguía una de las caras de los dados, una siniestra flor que eliminaba del juego a quien la sacara en su tirada. El Azar: lo imprevisible, lo imponderable, lo inesperado que trae desgracia y muerte: el peligro de existir.

—Hay una manera muy sencilla de terminar con el peligro de que existas tú —dice P, mirando aT a los ojos.

Pese a su calmada determinación, la salida de P tiene mucho de huida. No quiere acarrear equipaje, sólo piensa en pertrecharse contra el frío, pero no puede ponerse más ropa encima. Sólo vuelve a la sala para recoger la cartera de bolsillo con su documentación, recorre el pasillo en penumbra y abre la puerta de salida, a la derecha del recibidor. Afuera el enmoquetado de color naranja; se oye de fondo el aliento de un aspirador industrial y unas voces en español. Las Doncellas y el Minotauro.

T secunda a P escaleras abajo hasta la calle.

—Me parece que me estás subestimando, yo no soy Brad Pitt... —le dice—. Pero, en fin, te sigo: empieza a apetecerme saber cómo termina esto.

* * *

Fuera es de noche, pero no se sabe qué noche, la noción del tiempo de P está trastocada, no puede calcular cuánto hace desde su última mañana de lucidez, podrían ser 4 horas o tres meses. Los escombros humeantes de las torres de la iglesia invaden el jardincillo de entrada, pero ahora nada se mueve en la calle. Sí se adivina un coche negro y limpio de nieve a lo lejos, frente al hostal, y más cerca los techos de algunos taxis amarillos, semienterrados, y el inmenso cadáver de Goliat, cubierto de polvo y con su ropón hecho harapos. No hay luz en el bar de los soportales ni en ninguna ventana.

P camina con las manos metidas en los bolsillos del anorak hasta la esquina del Consorcio, también a oscuras. T lo sigue a unos pasos: «Eh —le dice—, vas en dirección contraria». P no hace caso, emboca West Broadway buscando llegar a la Calle del Puente. En ninguna parte se ve tráfico rodado o peatones, sólo neones apagados, pilas de bolsas de basura cubiertas de un fino polvo, un anuncio con Mikel Jordan anunciando trajes sobre la boca de metro de Franklin Street...; el humo solo permite ver las primeras plantas de los edificios, el resto queda desdibujado en la oscuridad. Enfila la Sexta Avenida a la altura de donde empiezan los caserones aislados y las granjas de cerdos, y sigue el trayecto que se aleja de la población siguiendo el curso del riachuelo helado. Tras las últimas casitas bajas de ladrillo, mucho más humildes que las del Midtown, aparece un viejo molino en ruinas, sin tejado, relleno de nieve como una tarrina de nata; después viene un puente de piedra sobre el río inmóvil; enseguida, el cruce con el camino rural que trepa hacia el bosque sin perder anchura.

Bajo el cielo todo es ahora negro, no hay modo de orientarse más que por la memoria o por la fuerza de la gravedad que informa de lo que es arriba y lo que es abajo. P echa a andar hacia arriba, hacia donde el esfuerzo de caminar es mayor, alzando la mano como un ciego para hacer tope si se presenta algún obstáculo. Pero la marcha sobre la nieve es tan lenta que no importan los obstáculos.

Entrevé a lo lejos, recortado sobre el fulgor borroso de la luna, la torreta de un edificio industrial que parece anidar en la espesura como una aeronave en reposo. Pero hay que seguir subiendo: P siempre delante, jadeando, sudando, aunque ha dejado de notar los dedos de los pies y sobre el labio superior se le acumula una costra de aliento helado. T va unos pasos por detrás, con su fina americana sobre la camisa Hugo Boss. P no lo ve a su espalda, pero lo oye canturrear como quien pasea por la campiña una tarde de primavera.

Al volver un recodo se distingue la silueta del Monte Horlá, una cabeza y dos hombros enmascarando el tenue resplandor lunar. P sigue camino arriba, probando cada paso antes de afianzarlo para dar el siguiente. Su noción del tiempo termina de extraviarse, ni siquiera sabe cuánto tiempo lleva caminando sobre la nieve, y ya parecen años los transcurridos desde su último recuerdo lúcido: un autocar, oscuridad tras las ventanillas, lluvia fina, «San Juan del Horlá, ¿seguro que no quiere darse la vuelta conmigo?», todo lo demás es una pesadilla que está llegando al momento culminante en que uno ha de despertar aterrorizado.

Pero no despierta porque no está dormido, y sin embargo siente tanto tanto sueño, que por un momento desespera, llora de impotencia y trata de secarse las lágrimas con el cuello del jersey para evitar que se le hielen en los ojos. Busca consuelo en un pasado un poco más lejano; se acuerda de sí mismo sentado en el murete del Central Park, mirándose los brazos lechosos a la luz radiante de la primavera, esperando a Suzanne en un banco de Strawberry Fields. Y recuerda también la cerveza exudante de condensación en Calabrava, la camisa de flores y las gafas de sol del comisario; la paella de Mercedes, los tres sentados a la mesa... Toda esa luz recordada es como una promesa, sólo hay que seguir subiendo hasta el hombro del Horlá, seguir subiendo, no importa lo lento que se camine, sólo importa no pararse y seguir.

—Oye, hermanito —dice T a sus espaldas—, si lo que quieres es volver a tu Edén por la vía rápida, bastaría con quedarte quieto y dormirte tranquilamente... Lo digo por tu propio interés, dicen que la muerte por congelación es de las más dulces...

P se detiene un momento para contestar, a pesar de que le cuesta un esfuerzo ímprobo articular palabras:

—Hay cosas que uno necesita arrojar desde bien alto.

—Ya... Al final tendrá razón el Betoven: un suicida bon vivant debe de ser una especie de contrasentido...

Al paso frente a la Ermita de San Juan del Horlá, ahora enterrada en nieve hasta la mitad de su altura, P se propone disciplinar sus movimientos para salvar el tramo final del ascenso, el más duro. Se obliga a temblar contrayendo voluntariamente la musculatura pectoral y abdominal, a mover sin descanso los dedos de los pies dentro de las botas, a abrir y cerrar los puños. Trata también de contar mentalmente cada paso para alejar el sueño que le cierra los párpados: «Uno, dos, tres, cuatro...», pero al poco se ha descontado, le produce gran fatiga concentrarse en la sucesión de los números. El mundo es sólo su respiración, sus movimientos rítmicos y metódicos, el crujido de la nieve, la oscuridad absoluta.

Cuando llega de cuatro patas a la superficie plana del hombro del Horlá, no recuerda cómo ha podido salvar ese último tramo. Arriba, después de dar unos pasos erguido, cae de rodillas con las manos sobre los muslos, tratando de recuperar el resuello. T está en pie, inmutable, con las piernas cruzadas y una mano apoyada en la cruz de piedra del centro de la explanada, que ahora apenas asoma su testa sobre la nieve:

—¿Estás seguro de lo que vas a hacer? Piensa que estas cosas tienen el inconveniente de ser irreversibles, y después de todo no formamos tan mal equipo.

—Vete al infierno —le contesta P, todavía jadeando.

Y entonces, sin siquiera acercarse a mirar el fondo del abismo, se pone en pie e inicia una carrera hacia el borde norte de la explanada, sin despedidas, teme perder el valor si se lo piensa, simplemente hay que correr y dar un salto al final, sólo eso. Pero T ha iniciado una frase risueña, en realidad una pregunta, justo al tiempo que P ha arrancado su breve carrera hacia el vacío. Y, mientras P corre, tiene tiempo de oírla completa, de entenderla es su pleno sentido justo en el momento en que da el salto final, vuela más allá del borde del precipicio y cae buscándole una respuesta:

—¿Y cómo estás tan seguro de que la alucinación soy yo, hermanito?

EPÍLOGO

Mercedes está sentada frente a la tele en el sillón orejero, gemelo de otro vacío al otro lado del tresillo donde está sentado el gato Gardfield. Se oye cacharreo que viene de la cocina; su hermana María Luisa, la pequeña, friega los platos a mediodía, ella por la noche, cuando vuelven del Club después de alguno de los cursillos. Mercedes no viste de luto, piensa que a su marido no le hubiera gustado. Por alguna razón, entre otros cientos de recuerdos que revisa y repasa y revive cada día, le gusta recordarlo comiendo paella, sonriente, vestido con los bermudas y la camisa rosa de flores que en realidad sólo usó aquella vez en Calabrava. Y un hombre sonriente con una camisa de flores no debe ser recordado por una mujer vestida de negro.

Es la hora del telediario. Lo abre el breve adelanto de noticias que anuncia la voz en off de la presentadora: «Buenas tardes, señoras y señores: detenidos los presuntos autores del asesinato cometido en San Juan del Horlá en mayo pasado, la Policía informa de la detención de seis jóvenes vecinos de la comarca que han pasado a disposición judicial». La imagen muestra la sala de prensa de la Central, con Sanchís vestido de uniforme ante un micro.

Mercedes ha reconocido a Sanchís, sólo por eso presta atención a una noticia que de otro modo no le hubiera parecido significativa. Así que cuando al poco su hermana viene a sentarse en el otro sillón hablando del buen olor que tiene el nuevo lavavajillas, la hace callar, «Shht, espera, que quiero terminar de oír esto».

«... con el testimonio del propietario del matadero y las pruebas aportadas en la investigación por parte de un agente encubierto de la Brigada Central de Homicidios, se ha procedido a detener a varios ciudadanos acusados de un delito de secuestro y asesinato en primer grado, así como de varios otros delitos de colaboración en diversos grados todavía sin determinar. El presunto principal implicado en los hechos es Germán Marín Bancebo, alias Malacaín, natural y vecino del municipio de San Juan del Horlá. Los otros cinco encausados, vecinos del valle cercano...»

—A ese señor lo conozco —dice Mercedes, contradiciendo su propia petición de silencio—, me lo presentó José María en la cena de jubilación, y estuvo también en el entierro...

En realidad hay reunidos en la sala de prensa muchos otros a los que Mercedes conoce. Está Rodero, sentado a la derecha de Sanchís pero fuera de foco. Y en alguna parte, entre los periodistas, o apoyados en un quicio, están también Puértolas el psiqui, y Varela, y Berganza y Prades el forense, que han venido de la Provincial. Todos ellos estuvieron también en la cena de jubilación y el comisario se los presentó a su mujer. A Quique Aribau el escritor también lo conoce Mercedes, aunque no de la cena: de oídas, por su marido, y también lo vio sin saber que era él en el entierro; acudió con Sanchís, pero se quedó unos pasos atrás cuando este se acercó a dar el pésame a la viuda.

Y desde luego Mercedes conoce a Tomás, que también ha asistido a la rueda de prensa aunque perfectamente al margen del centro de atención, en semipenumbra, justo a la puerta de la sala, hablando muy bajito con alguien que queda oculto en el pasillo. Quique lo observa, sobre todo porque ha pensado en saludarlo después, pero al verlo meses después de aquella cita un poco gamberra que tuvieron en agosto, se le antoja que tiene un aire extraño, quizá un aura de amenaza, como la de un leopardo, o un tiburón tigre. Resulta increíble que ese mismo hombre le contara aquella melancólica historia de amor contrariado, con cita en lo alto del Empire State incluida: ahora no parece en absoluto el tipo de persona capaz de enamorarse de una medio irlandesa de veinticuatro años. Pero de pronto, mientras Quique lo observa de lejos, T estrecha la mano de esa otra persona que queda oculta en el pasillo y del que sólo se alcanza a ver una mano grande y huesuda, la propia de alguien alto y delgado. Y de pronto ese gesto le recuerda a Quique una conversación que tuvo con Puértolas sobre El Jardín de las Delicias.

El panel de El Paraíso está a la izquierda, en el centro está El Mundo y al extremo derecho El Infierno. Esa disposición, de izquierda a derecha, tal como se leen los libros o las viñetas, narra una historia, y es la historia de una caída. El hombre está al principio de esa historia en el paraíso; en el paraíso peca comiendo del árbol prohibido y su castigo lo degrada hasta el mundo; y desde allí, al final de un infame tránsito por la tierra, el hombre cae hasta el infierno. Ése es el orden de lectura del cuadro tal como lo dispuso el autor. Y al final del final, en la esquina más recóndita del infierno, en su fondo remoto y oscuro, el hombre está firmando un pacto con un cerdo vestido de monja. Se dice que ese hombre es el autor del cuadro, El Bosco autorretratado, y parece también evidente que el cerdo es el mismísimo Diablo prometiendo no se sabe qué delicias.

Quizá por eso, estimulado por la morbosa fantasía de verle el rostro al Diablo, Quique siente gran curiosidad por saber a quién le ha dado T la mano. Nunca se sabe: de cualquier semilla puede brotar el argumento de una novela, de una historia de amores y de muertes. Pero cuando se termina la rueda de prensa todo el mundo se levanta y resulta difícil avanzar esquivando policías y periodistas hacia la salida. Quique se apresura, incluso aparta a la gente como a bultos molestos plantados en cualquier parte.

Pero T y el otro, el desconocido sin rostro, le llevan una buena ventaja, apenas los alcanza a ver de lejos cuando ya han llegado a la calle, más allá de la recepción custodiada por el agente de uniforme. Cuando Quique llega a la vidriera, la silueta alta y delgada se ha metido ya en un Porsche negro con capota de lona blanca al que también se sube T y que, contraviniendo todas las normas, estaba aparcado justo delante, en la misma puerta hipercustodiada de la comisaría.

El Porsche arranca con un brusco giro de sus llantas doradas..., oro calza la yegua, a Quique le viene a la memoria uno de los versos que le enseñó el comisario..., y con un rugido de motor se aleja por la estrecha calzada a la que se abre la Central como un acuario panorámico.

Y fin, queda la calle sucia de papeles y excrementos de paloma, festoneada por las coladas de los inmigrantes ilegales al modo de coloridas banderas de ninguna parte.

~ Fin ~

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