La tranquilidad termina cuando entra el Malacaín en el bar. Al principio es sólo lo de siempre: grito de guerra y contestación de sus adeptos pelos-de-colores. Pero hoy viene muy cargado y cuando se sienta a una de las mesas cercanas a la barra dice esto:
—El muy hijoputa es escritor: un hijo de puta escritor que ha venido aquí a escribir de nosotros.
P decide no darse por aludido pese a que todo el mundo sabe a quién se refieren estas palabras. Pero el Malacaín sigue, «Que lo diga la Heidi que lo ha visto en una revista». La Heidi, al fondo del local, calla luego otorga, pero hace más que eso: saca del bolsillo de su anorak un ejemplar del Qué Leer abierto por la página conveniente, justo una página que sólo este ejemplar de la revista tiene.
La deja sobre la mesa. Primero la toma el Rito y la observa un momento, pero enseguida circula entre las mesas y, aunque nadie se detiene mucho en mirarla, todos alcanzan a ver la foto que ocupa un cuarto de página. Allí está P, con barba corta, sentado en unas escaleras mirando al infinito: traje gris, fina camisa Hugo Boss, gorra de cuero; no se nota en la foto el perfume, pero el traje todavía olía a Boucheron el día que le hicieron las fotos en unos jardines cercanos a la Central. «Lo sabía —dice Betoven— tenía la intuición.» El francés no dice nada, quizá por no revelar que estaba al tanto, y San Martín parece al principio decepcionado: «¿Ah sí, tío, eres escritor?», pero en seguida se lleva la mano a la bragueta para que no se le caiga nada y añade «cagüendiós, qué punto: ¿vas a hablar de mí o qué?». La revista ha llegado ya a la barra recorriendo todo el bar y Betoven mira primero la foto y el titular, «Pedro Balmes o el novelista invisible», para después enfrascarse en la lectura de la entrevista completa; de la simulada entrevista completa que escribió Quique Aribau a petición de Rodero. Entre tanto, en las mesas de los jóvenes pelos-de-colores, la expectación está puesta en el siguiente paso que dará el Malacaín, que hoy viene con ganas de bronca y promete espectáculo.
—Qué: qué se siente al ser un escritor de mierda... —le dice a P en voz alta y desafiante.
—Te dije una vez que a mí tenías que hablarme bien —contesta P muy tranquilo.
Es entonces cuando el Malacaín, sin saber lo que en realidad está haciendo, le clava el estilete a fondo:
—Yo no le hablo bien a ningún hijo de puta: seguro que no te quiso ni tu madre...
Aquí es exactamente cuando el Malacaín ha cometido su error. Y aquí es también cuando P comete el suyo. Está ya un poco borracho y por completo fuera de su papel: ya no es el policía el que se yergue en la barra y habla:
—Muy bien —le dice al Malacaín siempre muy despacio, pronunciando bien—: me has descubierto, soy escritor. Y ya que tú has desvelado mi secreto, ahora voy yo a desvelar el tuyo, me lo estás pidiendo a gritos desde hace meses.
Y lo que hace a continuación deja a todo el mundo sin habla. Se acerca al Malacaín sentado; con un gesto brusco le atrapa la muñeca izquierda y se la cruza por encima del otro brazo, en cuyo extremo sujeta la botella de cerveza; ahí la aprieta contra la mesa para inmovilizarla usando gran parte de sus ochenta y tres kilos. Ya completamente clavada en la silla la víctima, con los brazos hechos un nudo sobre la mesa, a P todavía le queda libre la derecha, que bien podría dispararse sobre el rostro tantas veces como quisiera, hasta extenuarse abriendo brechas y quebrando hueso; o quizá tomar la botella de cerveza y usarla como improvisada maza contra el cráneo, o quizá clavar un pulgar en el ojo y presionar hasta notar el pequeño estallido viscoso. Pero P ha decidido esta vez ser cruel, de modo que en lugar de nada de eso, usa la mano derecha para tomarle al Malacaín los cabellos de la cresta, tirar de ellos obligándolo a levantar la cara, y, ya sin darse mucha prisa, darle un aparatoso beso en los labios, un beso que revela a un Malacaín indefenso, sumiso, completamente a merced de P ante la mitad de los hombres del pueblo.
La reacción del así humillado no lo ayuda mucho a rehabilitarse: en cuanto P deja de atenazarlo y se retira dos pasos, se levanta respirando ruidosamente, limpiándose la boca, casi sollozando y en realidad sin saber qué hacer. P le da entonces la puntilla haciendo gestos con las dos manos para que se aproxime: «¿Qué haces lloriqueando, marica?: ven aquí y párteme la cara si eres hombre», el Malacaín no vuelve en sí, «Venga, valiente: que está esperando todo el mundo...»; nada; P aún hace una parodia afeminada de la respiración del que de pronto se revela como un pobre incauto, «uf, uf, uf», y lo hace con ensañamiento, recreándose en el escarnio, «uf, uf, uf». El Malacaín se pasa la mano por la frente y por un momento parece estar a punto de lanzarse, pero entonces los ojos de P se congelan y todo lo que puede hacer el muchacho ante aquella mirada de empatia-cero es empujar la silla al suelo, darse media vuelta y salir del bar respirando como si estuviera a punto de darle un ataque cardíaco.
No es hasta que uno de los jóvenes pelos-de-colores sale tras él para llevarle su chaqueta abandonada en un respaldo cuando P empieza a arrepentirse de lo que ha hecho.
* * *
Lunes inmediato al episodio en el bar de los soportales, primer día de trabajo de P en el Consorcio. Son las seis y media de la mañana. A la señal de su despertador de pulsera salta a ponerse la sudadera con capucha, el anorak y los calzones afelpados que extiende cada noche a los pies de la cama. Inútil encender la estufa, no hay tiempo, pero hay que lavarse un poco venciendo el frío.
No sale agua del grifo del lavabo. No recuerda si lo cerró del todo el día anterior, siempre hay que dejar correr un hilillo para que no se congele. Sigue la línea de la cañería hasta el lavadero y encuentra el reventón de la tubería principal: el hielo ha rasgado el plomo como si fuera una tela vieja.
En la cocina hay dos garrafas de agua mineral, la que suele beber en lugar del fluido turbio que sale de los grifos. Con lo que queda en una de ellas se las arregla para beber, cepillarse los dientes, asearse como un gato y preparar café. Después pasa treinta segundos dando saltos de boxeador para entrar en calor antes de atreverse a quitarse el anorak y la ropa de dormir.
Afuera está oscuro, la niebla baja y espesa emboza la luz de las farolas, P camina sobre el hielo agarrándose a cualquier cosa que sirva de asidero. Llegado al portón del Consorcio se quita los guantes para manipular el candado y la piel se le pega al hierro como si estuviera untado de miel; los dedos se han convertido en apéndices insensibles y sin embargo dolorosos.
Ya arriba, pone en marcha la cafetera y se aplica a encender la estufa de leña despellejándose los nudillos al contacto con los troncos. Cuando la panza de metal empieza a desprender algún calor, abre uno de los porticones de las ventanas para estar atento al amanecer. Conecta la radio (Here comes the sun and I say: It's all right...), se prepara un café con leche y vuelve a la estufa a beberlo y a fumar sentado en una silla que acerca.
Cinco minutos de bienestar: café, calor, nicotina (little darling, it's been a long, cold, lonely winter). Cuando parece que amanece se levanta para abrir el resto de los porticones, pero el mundo afuera es invisible: blanco de niebla sobre blanco de nieve, perfecto retrato de la nada. Siente un relámpago de ese miedo característico de los niños: miedo a lo sobrenatural, a que aparezca un monstruo horrible, algo demoníaco, o de ultratumba. Y también siente una modorra extraña, casi narcótica, parecida a la de un estado gripal. Por fortuna la radio es capaz de viajar hasta allí desde algún lugar del valle, flotando sobre la carretera helada y atravesando la niebla como un faro para los oídos (I want to ride my bicycle, I want to ride my bike...) Pasadas las siete y media empieza a extrañarle que no entre nadie; debería haber aparecido algún granjero por lo menos. Después llegan las ocho, y las nueve... Ni siquiera llega el chico de la panadería a traer las pastas, ni tampoco el carnicero, que suele comer un bocadillo a esa hora. A las nueve y media sigue sin verse nada desde las ventanas y hasta el sonido de la radio empieza a parecer siniestro. En realidad es como una psicofonía (You ain't nothing but a hunt dog, crying all the time), esta mañana sólo cantan los muertos, voces del más allá. A las diez, en un estado casi febril, baja a la calle por ver si distingue a alguien a través de la niebla. Nadie, pero al menos recoge los periódicos que el chico de la librería ha dejado junto al portal. Sube con ellos y hojea el nacional. En la sección de cultura encuentra una columna que firma Quique Aribau: B. Traven y el escritor inventado, se titula. Cuando P termina el periódico completo, incluido parte del crucigrama, son las diez y cuarto y, por fin, aparece la Nieves cargada con su embarazo y dos bolsas con lo necesario para preparar el menú del día. P siente el alivio del niño que ha esperado durante horas a solas en casa y de pronto oye llegar a mamá. Se adelanta hacia ella para ayudarla con las bolsas.
—Qué, cómo va —pregunta ella antes siquiera de saludar.
—Pues, no sé qué pasa... ¿te puedes creer que no ha entrado nadie? Ni un alma desde las siete que he abierto. Y tampoco han traído las pastas del horno, y los periódicos los han dejado abajo...
Ella no dice más, pero hace un gesto de negación con la cabeza mientras entra en la barra. P deja las bolsas en la cocina, ella lo sigue y extrae de una de ellas un envoltorio con un par de cruasanes. Luego vuelven a la barra y ella se prepara un café con leche.
—¿Sólo has traído dos cruasanes? —pregunta P.
—Uno para ti y otro para mí. No vendrá nadie más en toda la mañana.
—¿Por qué?... ¿Por la niebla?
Ella tarda en contestar:
—Por lo que pasó el otro día en la Susi.
—¿«Lo que pasó el otro día»?... ¿Qué pasó?
A ella le cuesta dar respuestas, como si se sintiera violenta.
—Algo tuviste con el Malacaín, ¿no?
—Sí, que se puso borde y le di caña. Pero qué tiene que ver...
Otra pausa:
—Aquí todo tiene que ver con todo.
La muchacha se traslada a un taburete de fuera de la barra para tomar su café sentada.
—¿Quieres decir que no viene nadie porque estoy yo aquí?, ¿que me están haciendo el vacío, o algo así?
La muchacha asiente mientras moja cruasán. P ha quedado perplejo.
—Pero si lleva meses buscándosela, tú lo conoces, sabes que nadie lo soporta...
—Es del pueblo. —Le cuesta añadir—:Y tú no.
A P también le cuesta encontrar algo que decir:
—¿Y los forasteros han de dejar que cualquiera del pueblo los atropelle sin oponer resistencia?
—No es eso... No eres el primero que se las ha tenido con él...
—¿Entonces?
—Una cosa son dos puñetazos en un momento de calentón. La gente os hubiera separado antes de que llegarais a haceros daño y luego os hubierais tomado una cerveza tan amigos. Pero ayer cruzaste una línea que no se puede cruzar. No sé qué le hiciste porque nadie habla en detalle de lo que pasó, y eso precisamente es muy mala señal... Lo que sí que se dice es que o se va del pueblo el Malacaín o te echa a ti, no le has dejado otra elección.
—No será para tanto... Si quieres que te diga la verdad, todo esto me parece una bobada, me recuerda a las pendencias del colegio.
—Esto se parece más a un colegio que a una ciudad... En la ciudad sólo tienes que moverte dos manzanas y nadie te conoce. Aquí nos vemos las mismas cincuenta caras todos los días.
—Mira, no sé qué te habrán contado pero te aseguro que no es para tanto...
—Me han contado que lo humillaste delante de todo el mundo. Y humillar públicamente a alguien del pueblo es como matarlo, si no se venga ya no puede seguir viviendo aquí, tendría que llevar la cabeza gacha el resto de su vida. Ahora eres tú o él. Y cualquiera que te hable a ti se habrá puesto contra él. Por eso no ha venido esta mañana nadie del pueblo. Ni vendrán hasta que el asunto se resuelva.
P necesita tomar otro café. Se lo prepara en silencio y reflexiona.
—Crees que hay alguna solución, hablar con él, o algo que yo pueda hacer...
Mueca de duda de ella:
—Puedes probar a subirlo al Horlá y echarlo abajo. Pero yo te aconsejo que te marches, lo más probable es que eche mano de sus amigos del valle. Y tiene al Propietario a su favor...
P está pensando en otra cosa:
—¿Quieres decir que tampoco volverá a hablarme el francés, ni el Rito, ni Betoven...? No puedo creérmelo. Además, el otro día terminé la fiesta con ellos...
—Esos son forasteros, como tú y como yo.
—¿Tú eres forastera?
—Del valle, como la Susi. Llegué aquí a los doce años, pero es igual: mi hijo será del pueblo, yo no lo seré nunca. Y no se puede vivir aquí si uno solo de los del pueblo no te quiere. Habías caído bien, se te tenía respeto... Ahora el Propietario dará instrucción de que no puedas volver a trabajar en el Pub; aquí tampoco podrás trabajar, y también lo tendrás difícil para seguir en tu piso, aunque tengas un contrato. Así que cuanto antes te marches mejor. Te lo digo de buen rollo: vete a buscar al francés antes de que salga para el matadero y pídele que te baje al valle, no esperes al autocar de mañana. Yo ni siquiera volvería a entrar sola en mi casa.
—No pienso marcharme así, huyendo, no tengo conciencia de haber hecho nada tan malo. Si quieren que me vaya alguien tendrá que decírmelo a la cara.
—Escucha bien un momento: aquí nadie da la cara, y cada hora que pase le estarás dando tiempo al Malacaín para organizar su venganza, si es que no la ha organizado ya. Pueden llegar a matarte, te lo digo en serio.
Sacudidas de cabeza de P:
—No lo entiendo...
—Así son las cosas. Ya has visto que no ha entrado nadie en tres horas. Prefieren irse a trabajar sin desayunar que tratar contigo. Y tampoco vendrán a comer.
—Ya... Entonces supongo que será mejor que alguien me vea salir del bar cuanto antes...
Ella calla. P recoge su paquete de tabaco y su encendedor y se pone el anorak.
—Espera, tengo que pagarte estas horas.
—No me debes nada, la caja está vacía y al parecer es por culpa mía.
—Eso no tiene nada que ver... ¿Has comido algo?
—No..., le compraré cualquier cosa al carnicero.
—Ya no puedes comprar nada en el pueblo... Prepárate un bocadillo antes de marcharte, o lo que quieras.
—Te lo agradezco, pero ahora mismo no tengo ganas de comer.