—Un extra para qué...
—Y a ti qué te importa: como si lo quiero para llevar a mi mujer al Ritz.
A consecuencia de semejante argumentación se explica que el miércoles, un 31 de octubre que amanece fresco y soleado, el comisario saque su flamante Audi del garaje en Calabrava para ir a comprar los materiales necesarios a uno de los polígonos industriales del norte de la capital. Su mujer, mientras tanto, se queda en el apartamento tapando muebles con sábanas y preparando la comida, albóndigas en salsa de almendras a petición de su marido, y le encarga a él que compre dulces y unas castañas para asarlas por la tarde y celebrar la Noche de Difuntos. A las doce, él ya ha terminado la compra en una cadena de establecimientos de bricolaje y está cargando en el coche los cuatro bidones de pintura blanca, las latas de esmalte, el disolvente, colorantes, masilla, pinceles, rodillos, cubetas, cinta de carrocero y una escalera de aluminio que le cabe de través ocupando parte del asiento del acompañante.
Antes de salir del aparcamiento de vuelta a casa, llama a su mujer usando el sistema de manos libres del coche. «Hola, estoy en casa en una hora, ¿cómo están las albóndigas?» «Como siempre; ¿ya has comprado todo lo que tenías que comprar?» «Me faltan los pasteles y las castañas, ya las compraré en el pueblo». Pese a la euforia que embarga al conductor, más propia de un adolescente que de un jubilado, el Audi echa a rodar por la autopista a los 120 kilómetros por hora prescritos, dentro del habitáculo climatizado apenas se oye un runrún de goma sobre asfalto. También forma parte del equipo de serie un aparato para escuchar hasta 10 CD que se gobierna sin levantar las manos del volante, así que el adolescente recién jubilado aprovecha el rato para escuchar una de las últimas adquisiciones que hizo en la ciudad, recomendación especial del muchacho de la tienda de discos ya liberado de sus tiritas nasales: Y aunque parezca mentira, me pongo colorada cuando me mi-ras / Me pongo colorada cuando me mi-ras / Me pongo coloraaaaada. Haciendo zaping días atrás, el comisario ha visto el vídeo de promoción del disco, con un harén de lolitas moviéndose suavemente en ordenada fila, tan serias y tan recatadamente descaradas: y aunque parezca mentira...
Todo ello explica el estado de bienestar, placidez, bonhomía y vaga excitación sensual que siente cuando, ya abandonada la autopista y encarrilados los últimos kilómetros de carretera comarcal hasta Calabrava, un furgón Mercedes blanco cargado con bobinas de cable eléctrico se sale de su carril y colisiona casi frontalmente con el Audi plateado del comisario. La energía cinética liberada en el impacto, tenidos en cuenta la suma de pesos y velocidades de ambos automóviles, resulta equivalente a la de un meteorito de 6.600 kilos volando a 220 kilómetros por hora. De tal modo que, con un estruendo de bomba, el Audi A3 gris plata se aplasta y retuerce como un perdigón contra el morro de la furgoneta, proyectando al instante una miríada de pequeños elementos hechos añicos: ventanillas, llantas, embellecedores, faros, retrovisores... En el interior, bajo una metralla de cristal pulverizado, el habitáculo se deforma y se encoge en una fracción de segundo hasta la mitad de su longitud original; todos los air bag se disparan, pero lo mismo el motor irrumpe bajo el tablier; los asientos traseros saltan junto con los pesados bidones de pintura del maletero y la escalera de aluminio se parte y astilla hasta quedar convertida en un peine de púas metálicas. Inmediatamente, el amasijo de hierros rebota unos metros atrás, cae en la cuneta y se detiene sobre el techo con suave balanceo al tiempo que el furgón Mercedes, con más inercia a causa de su peso, apenas vuelca sobre la carretera.
En el último momento antes de la colisión el comisario ha cerrado los ojos. Cuando vuelve a abrirlos lo primero que ve, muy cerca de su cara, es el teléfono móvil y el aparato de música, que por algún capricho del azar sigue funcionando aunque suena otro disco: Qué horas son, mi corazón... Eso le produce risa, en realidad una reacción nerviosa. No siente ningún dolor, ni siquiera la molestia que uno suele sentir al estar bocabajo, aunque sí el tirón del cinturón de seguridad que lo mantiene medio colgado del asiento, y quizá un hormigueo difícil de localizar. Le han quedado las gafas puestas, ve la montura torcida; gira un poco la cabeza tratando de ver algo más y se encuentra con la hebilla de su propio reloj amarrado a su propia muñeca que asoma por detrás de su propio hombro, y un poco más arriba (o más abajo para un espectador que se mantuviera del derecho), en una posición absolutamente imposible, aparece la palma inmóvil de su propia mano izquierda. Eso está a punto de marearlo. Cierra otra vez los ojos y trata de respirar hondo, aunque no puede porque esta vez sí nota un dolor fortísimo en el pecho. Qué horas son en Mozambique / qué horas son en el Japón... Con los ojos todavía cerrados comprueba que puede mover el brazo derecho con bastante libertad y se lleva la mano a la cabeza para palpársela. Siente una enorme aprensión al notar algo blando en el temporal derecho y desea con todas sus fuerzas perder el conocimiento y despertar en un hospital. Pero la dificultad respiratoria le impide dejarse llevar por el inmenso cansancio, hay que estar atento a tomar aire a pequeñas y rápidas bocanadas, y su posición bocabajo mantiene el cerebro bien irrigado y consciente. Entonces empieza a llover sangre y pintura blanca: gotas de sangre procedentes de algún lugar de la mitad inferior de su cuerpo puesto patas arriba, y pintura de alguno de los bidones reventados. Cinco de la mañana en La Habana, Cuba... En un acto reflejo mira hacia allí abajo (o allí arriba), pero el desorden de pedazos de material y airbags a medio hinchar sólo le deja ver su cuerpo hasta la cintura, suficiente para distinguir la camisa empapada de rojo y blanco y la barra cuadrangular de aluminio penetrando en su cuerpo por debajo del esternón, entre las costillas. Trata de mover con la mano derecha el travesaño de aluminio y se da cuenta de que está firmemente clavado, tan firmemente que nota cómo la punta araña el asiento a su espalda. Es en este momento cuando el comisario comprende que va a morir. En cuestión de minutos, probablemente. Y no ve una película de su vida pasando ante él: lo que ve es a su mujer esperando sentada a la mesa en la cocina del apartamento, con la cazuela de albóndigas enfriándose una y otra vez, cada vez más preocupada porque su marido no llega. La imagen resulta tan insoportable que el comisario trata de moverse, de liberarse, pero excepto la cabeza y el brazo derecho, su cuerpo ha dejado de existir, ni lo siente ni mucho menos puede gobernarlo bajo la lluvia de sangre y pintura que arrecia. Qué horas son en Washington... Lo que sí puede es pulsar una tecla del teléfono para que se encienda la pantalla. Y luego el botón de la agenda para seleccionar el identificado como «Calabrava». Lo piensa un momento antes de activar el botón de llamada, quiere probar antes su voz: «Hola, soy yo...», trata de decir en voz alta, pero naturalmente no puede hablar con normalidad, apenas le sale un susurro, está bocabajo y su diafragma atravesado por la barra de aluminio tampoco existe ya, ha quedado reducido a una cabeza pensante y un brazo móvil. ¿Qué puede decirle a su mujer con aquel susurro patético?, ¿«Te quiero»?, y qué contestará cuando ella le pregunte alarmada qué es lo que está pasando: ¿«Nada, que he tenido un accidente y estoy agonizando en el coche»? Se acuerda de los que llamaron a sus familias desde el World Trade Center. Al menos la mayoría de ellos pudieron hablar con normalidad, pudieron mentir, o tranquilizar a sus mujeres, padres, maridos, hijos, mostrarse sublimemente serenos diez minutos antes de saltar por una ventana, «se ha estrellado un avión en el edificio, no te preocupes, estoy bien, te quiero mucho». ¿Qué hubiera dicho él?: «Intenta ser feliz sin mí; y dile a Tomás que deje la Brigada, que intente ocuparse también de su propia felicidad». Se acuerda entonces del papel que lleva en su cartera, con el nombre de Susana Ortega y dos números de teléfono que ya no podrá darle nunca a Tomás. Pero probablemente Tomás tardará semanas, quizá meses, en enterarse de su muerte; su mujer en cambio lo sabrá en unas pocas horas. Piensa en cómo suele la policía de tráfico dar las noticias a los familiares de un muerto en accidente. La técnica consiste en insertar la noticia en un pequeño relato: «Su marido circulaba por la carretera comarcal C-78 en dirección norte; en el kilómetro 17 se ha cruzado con un furgón Mercedes blanco que circulaba en sentido contrario; a causa de una maniobra brusca, el furgón se ha salido de su carril y ha colisionado con el turismo en que viajaba su marido, quien a consecuencia del choque ha resultado muerto en el acto». Es importantísimo ese final: «Ha resultado muerto en el acto», como si la muerte fuera un resultado, es decir, como si tuviera algún sentido, una explicación, y sobre todo como si fuera un resultado rápido, sin agonía, sin dolor y sin tiempo para pensar. El comisario sin embargo tiene tiempo para pensar, a pesar del rápido desangramiento y la progresiva asfixia que lo obliga a dar alguna bocanada amplia y dolorosísima. Tiempo para pensar que es mucho mejor que, aun después de varias horas de preocupación, de incertidumbre, la noticia se la den a su mujer un par de agentes de tráfico avezados en estos casos. Ellos la harán sentarse, le contarán un pequeño relato lleno de detalles insustanciales, terminarán con las palabras precisas, «ha resultado muerto en el acto», y después tratarán de distraerla dándole a beber un poco de agua o cualquier otra cosa. Me gusta ¡a mañana y me gustas tú... El comisario la ve llorando sin ruido, y él mismo llora ahora sin ruido, aunque en su posición cabeza abajo las lágrimas no caen empujadas por la gravedad sino que se quedan embalsándole los ojos. Qué voy a hacer, je ne sais pas / qué voy a hacer, je ne sais plus... La imagina también culpándose por haberse dejado convencer de que él pintaría el piso, y de dejarlo salir solo a comprar materiales al polígono industrial, todo por una estupidez, por un capricho: una noche en el Ritz. Habrá que decirle que estas cosas pasan, que son imprevisibles, habrá que hacerle alguna broma para ayudarla a alejar esos pensamientos, el comisario sabe cómo tratarla en un caso así, sin duda sabrá consolarla, se ve a sí mismo abrazándola y besándole la frente. Pero entonces cae en la cuenta de que esta vez él no estará junto a ella para consolarla: cae de repente en la cuenta de que el muerto es él, Qué voy a hacer, je suis perdu...
En ese momento, exactamente a la una en punto de la víspera de Todos los Santos, el llanto compulsivo que le removió el pecho desencadenó el colapso cardiorrespiratorio. Le sobrevino un vómito de sangre y, abriendo la boca y los ojos ante aquel dolor desconocido de sentirse morir, el comisario expiró.
Por la mañana en la barra del Consorcio. Nadie excepto P y la Nieves con su abultado embarazo. P desayuna un cortado; ella se ha preparado un café con leche y se sienta pesadamente a tomarlo en un taburete, en el interior de la barra.
—¿Qué tal te va en el Pub?
—Bien... Quitando la vez que subieron los del valle, bien.
—¿Y el Malacaín?, ¿no te da problemas?
—Me busca las cosquillas, pero de momento no hemos llegado a más.
Ella bebe un poco de café.
—¿Habías trabajado de camarero antes?
—La verdad es que no. Pero basta con mantenerse atento a la gente y ser un poco amable.
—Eso se dice: que eres amable y que trabajas. A la pija en cambio todo el mundo le tiene manía porque dicen que no da golpe.
—Está un poco quemada, se pasa allí metida 10 horas todos los días. Yo voy sólo dos tardes, pasan volando.
La Nieves deja pasar unos segundos:
—¿Y no te interesaría echar unas horas más, entre semana?
—Pues sí... Ya estoy apuntado en la lista de espera del matadero, para empaquetador.
—Va a ser difícil que te llamen... De momento yo necesito a alguien por las mañanas. Ya ves: estoy a punto de caramelo, cumplo el miércoles, y el Rito sólo puede venir a ayudarme cuando libra en el matadero. Me iría bien alguien de lunes a jueves. Pero tendría que venir temprano, a las siete, para los cafés de los granjeros; luego a las doce viene la chica de la cocina y ya me apaño. He pensado en ti, si te interesa...
—Sí, me interesa... Me iría bien.
—Te puedo pagar a 6 euros la hora. Ya sé que en el Pub te dan 8, pero aquí acumularías más horas, y sería de día. ¿Te lo quieres pensar?, tendrías que decirme algo esta semana, para empezar lo más tarde el lunes que viene.
—No me hace falta pensarlo: me sobra tiempo y voy justo de dinero. Me gustaría pintar en casa, y comprar algunos muebles...
—Me dijeron que te instalaste en la Casita Blanca, ¿no?, donde Betoven.
—Sí. El piso está hecho polvo, pero me gusta, tiene un montón de ventanas, y el balcón da al campanario.
—Ya lo conozco, allí vivía la pobre chica del Pub, la de antes de la pija... Bueno, así parece que te quedas definitivamente en el pueblo, ¿no?
—De momento sí..., pero nunca se sabe.
—No, nunca se sabe... En fin, qué te parece, ¿quedamos para empezar el lunes? Pero sería mejor que te pasaras el viernes a primera hora y te enseño cómo tienes que abrir y todo eso.
Entra el carnicero. Sus movimientos habitualmente enérgicos se ven ahora entorpecidos por el caminar dificultoso, a pasitos cortos, separando un poco las piernas. En vez de sus acostumbradas botas de goma lleva zapatillas de estar por casa, cortadas a tijera por la lengüeta para alojar el grosor de los pies vendados. La barba de varios días le emblanquece la cara, menos redonda y colorada que de costumbre. Parece haber perdido algo de peso y hasta de envergadura, como un muñeco hinchable al que le faltara un poco de aire.
—¿Qué pasa? —pregunta la Nieves al verlo acercarse a la barra.
—Nada, cagüendiós, que no puedo estar tranquilo ni en mi casa... Ponme un güisqui con dos cubitos.
—¿Un güisqui a estas horas...? ¿Sabes que tal como estás eso es una bomba?
—Mejor, a ver si reviento de una vez.
—No sé si reventarás, pero igual te tienen que cortar las piernas...
—A la mierda las piernas, ponme un güisqui, hazme el favor.
—Qué pasa: ya se han vuelto a pelear...
El carnicero no contesta inmediatamente: cabecea, emite un sonido gutural, se pasa la mano por la cara rasposa y mira a la botellería:
—El uno que si los platos sucios, el otro que si nadie le pide que los friegue... Que si eres una perra, que si tienes celos porque estás viejo y nadie te quiere... Y lo que no te cuento, ¿sabes?, y yo aguantando allí en el sillón, con unos calambrazos que me dan en los pies que nadie sabe lo que es eso...