En picado (21 page)

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Authors: Nick Hornby

BOOK: En picado
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—¿La letra A significa algo para usted, Asif?

Y así sucesivamente.

Las demás tardes las ocupan cintas de viejas carreras de perros de Estados Unidos (al principio la idea era ofrecer a los telespectadores el aliciente de las apuestas, pero la cosa no salió bien, y, en mi opinión, si no puedes apostar, las carreras de perros —sobre todo las muy pasadas en el tiempo— pierden bastante atractivo). Durante la velada, dos mujeres se sientan en ropa interior y charlan de ropa interior, mientras los telespectadores les envían mensajes lascivos, que ellas ignoran. Y más o menos eso es todo. Declan dirige la cadena para un misterioso hombre de negocios asiático, y todos los que trabajamos en FeetUpTV! no podemos por menos de suponer que, en cierto modo, y por caminos demasiado oscuros e intrincados para lo que nosotros alcanzamos a descifrar, estamos implicados en algún tráfico de drogas duras y de pornografía infantil. Una teoría postula que los perros de las carreras envían mensajes codificados a los traficantes: si, por ejemplo, gana el perro de la calle más externa, se quiere transmitir al contacto tailandés que lo primero que tiene que hacer a la mañana siguiente es enviar un par de kilos de heroína y cuatro niños de trece años. O algo por el estilo.

Mis invitados en
Palabras afiladas
[23]
suelen ser viejos amigos que quieren hacer algo para ayudarme, o antiguas celebridades en situaciones no muy distintas a la mía: tocados bajo la línea de flotación y hundiéndose con rapidez. Algunas semanas consigo a alguien que ha sido algo en un pasado reciente, y todo el mundo se pone entusiasmadísimo, pero en general no consigo sino auténticas reliquias. Candy-Ann, DJ Goodnews y las dos damas semidesnudas han aparecido en mi programa no sólo una vez, sino varias, a fin de brindar a nuestros telespectadores la oportunidad de conocerlos un poco mejor.
(Palabras afiladas
dura dos horas, y aunque el departamento de publicidad —es decir, Karen en la recepción— hace lo que puede, raramente nos interrumpe algún anuncio de nuestros patrocinadores. Es altamente improbable que el teórico televidente sienta que alteremos siquiera someramente el continuo fluir de la charla.) El que vinieran al programa gentes como Maureen y Jess, por tanto, constituía toda una proeza, pues los invitados a mi programa raras veces aparecían en él en la misma década de su aparición en los periódicos.

Cuidaba exquisitamente mis entrevistas. Bueno, aún las cuido, pero en un tiempo en el que al parecer no era capaz de hacer otra cosa a derechas, me aferraba a mi pericia en un estudio como a la raíz de un árbol al borde de un precipicio. En el pasado he entrevistado a actores borrachos y llorones a las ocho de la mañana, y a futbolistas borrachos y agresivos a las ocho de la tarde. He obligado a políticos mentirosos a decir algo siquiera parecido a la verdad, y me las he tenido que ver con madres cuyo dolor las llevaba a mostrarse incómodamente verborreicas, y en ningún caso he permitido que las cosas cayeran en la sensiblería. El sofá de mi estudio era mi aula, y no toleraba en ella ninguna rebeldía. Incluso en los desesperados meses de FeetUpTV!, en que me pasaba el tiempo hablando con fracasados y don nadies, gentes que no tenían nada que decir ni aptitud para decirlo, era consolador pensar que había cierta parcela en mi vida en la que era competente. Así que cuando Jess y JJ decidieron que mi programa era una broma y actuaron en consecuencia, sucumbí a una especie de quiebra del sentido del humor. Desearía, por supuesto, que no hubiera sido así; desearía haber podido encontrar en mí algo menos pomposo, un poco más relajado. Cierto que les estaba animando a que hablaran de una experiencia inolvidable que tanto ellos como yo sabíamos que no habían vivido. Y, por descontado, se trataba de una experiencia imaginaria inolvidable que era ridicula en sí misma. Y, sin embargo, pese a tales taras, yo había esperado quizá un nivel más alto de profesionalidad.

No quiero exagerar el expediente; para hacer una entrevista de televisión no hace falta ser un jodido genio. Charlas con tus invitados de antemano, acuerdas con ellos ciertas pautas generales de conversación, les recuerdas sus anécdotas divertidas y, en este caso, los hechos ficticios que estábamos a punto de tratar, tal como los relató Jess en su entrevista original: es decir, que el ángel se parecía a Matt Damon, que flotaba sobre el suelo, que llevaba un traje blanco muy holgado. No me jodáis con bromas acerca de eso, les advertí, o vamos de cabeza al desastre. ¿Y qué sucedió? ¿Casi inmediatamente? Que le pregunto a JJ cómo iba vestido el ángel, y me dice que el ángel llevaba una camiseta de promoción de la película de Sandra Bullock
Mientras dormías
(película que, quiso la fortuna, Jess había visto en la televisión y de la que nos brindó una sinopsis de cierta extensión).

—Si ai menos pudiéramos centrarnos en el tema —dije—. Un montón de gente ha visto
Mientras dormías
. Pero muy pocas personas han visto un ángel.

—¡A tomar por el culo! Nadie nos está viendo. Eso es lo que nos dijiste.

—Era uno de mis viejos trucos profesionales.

—Pues estamos en un buen lío, entonces. Porque acabo de decir: A tomar por el culo. Van a caerte montones de protestas.

—Creo que nuestros telespectadores tienen el suficiente mundo como para saber que las experiencias extremas a veces dan lugar a lenguajes extremos.

—Genial. A tomar por el culo a tomar por el culo a tomar por el culo... —Dirigió el consabido gesto de disculpa a Maureen, y luego miró a la cámara, al ultrajado pueblo de Gran Bretaña—. De todas formas, ver las porquerías de pelis de Sandra Bullock no es una experiencia muy extrema que digamos.

—Estábamos hablando del ángel, no de Sandra Bullock.

—¿Qué ángel?

Y así por el estilo, y así unos minutos más, hasta que Declan entró en el plato con la dama de los cosméticos y nos hizo dejar «el aire» y nos expulsó a todos a la calle, y, en mi caso, me despidió del trabajo.

JESS

Alguien debería escribir una canción o algo titulado «No hacen más que joderte, tu mamá y tu papá.» Algo así como: «No hacen más que joderte, tu mamá y tu papá. Te hacen sentirte de puta pena.» Porque eso es lo que hacen. Sobre todo tu papá. Por eso la rima se la lleva él
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. A él no le gustaría oírme decir esto, pero si no fuera por mí y por Jen, nadie habría oído hablar de él nunca. No es el mandamás de Educación; ése es el ministro de Exteriores. Hay montones de ministros, y él no es más que uno de ellos, lo que llaman un subsecretario, una especie de ministro junior, lo cual es para partirse, porque no es lo que se dice un jovencito. Así que se podría decir que es un político fracasado, en realidad. A nadie le importaría que fuera un fracasado si lo que hubiera hecho fuera irse de la lengua y largar lo que le hubiera venido en gana sobre Irak o cualquier otra cosa, pero mi padre no hace nada de eso; dice lo que le dicen que diga, y eso no es que le haga mucho bien, la verdad.

La mayoría de la gente tiene una cuerda que le ata a alguien, y esa cuerda puede ser corta o larga. (Ser larga. Pertenecer. ¿Lo cogen?)
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Pero no sabes cómo es de larga. No puedes elegir. La de Maureen, por ejemplo, le ata a Matty, y mide unos quince centímetros y la está matando. La cuerda de Martin le ata a sus hijas, y, como un perro estúpido, piensa que no está atado. Se va por ahí corriendo —entra en un club nocturno, detrás de una chica, se sube a un edificio, yo qué sé—, y de repente lo atan corto y casi se ahoga y se hace el sorprendido, y al día siguiente vuelve a hacer lo mismo. Y JJ pienso que está atado a ese tipo, Eddie, del que sigue hablando, ese que solía tocar en su grupo.

Y yo cada día me doy más cuenta de que estoy atada a Jen, y no a mamá y papá; no a casa, que es donde debería estar la cuerda. Jen también pensó que estaba atada a ellos. Estoy segura. Se sentía a salvo, sólo porque era una chiquilla con padres, así que siguió caminando y caminando y caminando hasta que cayó por un precipicio o se internó en el desierto o se fue a Texas con su mecánico. Pensó que tirarían de la cuerda y que la harían volver, pero no había ninguna cuerda. Y lo aprendió a lo vivo. Y yo estoy atada a Jen ahora. Pero Jen no es sólida como una casa. Fluctúa, flota por el aire, y nadie sabe dónde está; es alguien sin ninguna utilidad, en realidad, ¿no?

De cualquier forma, yo a mamá y a papá no les debo nada. Mamá lo entiende. Renunció a todo hace siglos. Sigue estando hecha polvo por lo de Jen, y odia a papá, y ha renunciado a mí también, así que en casa nadie se anda con tapujos. Pero papá piensa realmente que tiene derecho a algo, vaya broma. Por ejemplo: no hace más que enseñarme esos artículos que la gente escribe sobre él, y que dicen que tendría que dimitir por el estado en que se encuentra su hija, como si la cosa tuviera algo que ver conmigo. Y yo le digo: ¿Y? Dimite. O no dimitas. Haz lo que quieras. Lo que tendría que hacer es hablar con un asesor de carreras políticas, no con su hija.

Pero no íbamos a estar en los periódicos por mucho tiempo, de todas formas. Conseguimos un pellizco más, en un programa de entrevistas de la Channel 5. En esta ocasión íbamos a esforzarnos realmente por hacerlo bien, pero la mujer que nos entrevistó me hinchó los ovarios y le dije que nos lo habíamos inventado todo para sacarnos unas libras, y la tía nos puso a parir, y todas esas estúpidas viejas decrépitas que había en el plato se pusieron a abuchearnos. Y ahí terminó la cosa: nadie volvió a querer hablar con nosotros nunca más. Nos dejaron con nuestras cosas. Pero no fue muy duro. Yo tenía montones de ideas.

Por ejemplo: se me ocurrió la idea de que nos reuniéramos para tomar café regularmente, o en casa de Maureen o en cualquier sitio de Islington (si es que encontrábamos a alguien que se quedara con Matty). No nos importaba gastarnos algo del dinero en canguros o como quieran llamarlas. Hicimos como que nos apetecía hacerlo porque queríamos que Maureen disfrutase de algún respiro, pero en realidad era porque no queríamos ir a su casa todas las veces. Porque, sin ánimo de ofender, Matty hacía que todo nos pareciera francamente deprimente.

A Martin no le gustó mi idea, por supuesto. En primer lugar, quería saber a qué me refería con «regularmente», porque no quería comprometerse. Y voy y digo: Sí, claro; sin niños ni mujer ni novia ni trabajo, tiene que resultarte muy difícil encontrar un hueco. Pero él dijo que en realidad no era cuestión de tiempo, sino de voluntad, así que tuve que recordarle que había estado de acuerdo en pertenecer al grupo. Y él dice: ¿Y qué? Y yo digo: ¿De qué sirve estar de acuerdo, entonces? Y él dice: De nada. Lo cual era bastante gracioso, porque era más o menos lo que le había dicho yo en la azotea en Nochevieja. Y le digo: Bueno, tú eres mucho más viejo que yo, y mi mente joven aún no está completamente formada. Y él dice: Y que lo digas.

Y luego no logramos ponernos de acuerdo sobre dónde reunimos. Yo dije que en Starbucks, porque me encantan los frappuccinos y demás, pero JJ dijo que no era partidario de las franquicias globales, y Martin había leído en no sé qué revista pija que entre Essex Road y Upper Street había un pequeño café muy fino donde cultivaban sus propios granos mientras esperabas (o algo parecido).

Bueno, pues el local acababa de cambiar de nombre, y de vibraciones. Lo de ser tan fino no había funcionado, y ahora ya no era nada fino. Antes se llamaba Tres Marias, que es el nombre de una presa de Brasil, pero el tipo que lo dirigía pensó que el nombre confundía a la gente, porque ¿qué tiene que ver una Maria con el café (y no digamos con tres)? Y él ni siquiera tenía una Maria. Así que ahora se llamaba Captain Coffee, y todo el mundo sabía lo que vendía, aunque no parecía importarle a nadie. Seguía vacío.

Entramos, y el tipo que dirigía el café llevaba un viejo uniforme del ejército, y nos saludó, y dijo: Captain Coffee a su servicio. A mí me pareció divertido, pero Martin dijo: Santo Dios, y quiso marcharse, pero Captain Coffee no nos permitió hacerlo (tan desesperado estaba). Nos dijo que podíamos tomarnos un café gratis, porque era nuestra primera visita, y un pastel, si nos apetecía. Así que no nos marchamos, pero había otro problema: el local era diminuto. Había tres mesas, y todas situadas a unos quince centímetros del mostrador, lo que significaba que Captain Coffee se apoyaba en él y escuchaba todo lo que decíamos.

Y como éramos quienes éramos y nos había pasado lo que nos había pasado, queríamos charlar en privado, así que ni que decir tiene lo violento que era tener a aquel hombre a dos palmos.

Martin dice: Nos tomamos el café y nos largamos, y se levanta de la mesa. Pero Captain Coffee dice: ¿Qué pasa ahora? Y yo digo: Lo que pasa es que necesitamos tener una conversación personal, y él dice que lo comprende perfectamente, y que se va afuera hasta que terminemos Y yo digo: Es que en realidad todo lo que vamos a decir es privado, por motivos en los que no voy a entrar. Y él dice que no importa, que se quedará afuera todo el rato, a menos que entre algún cliente. Así que nos quedamos, y ésta es la razón por la que acabamos yendo a Starbucks para nuestras reuniones del café. Era difícil concentrarse en lo desdichados que éramos los cuatro con aquel imbécil de uniforme allí fuera, pegado contra el ventanal para comprobar que no le robábamos sus galletas, o
biscotti
, como él las llamaba. La gente va a sitios como Starbucks siendo como son tan impersonales y demás, pero ¿y si es eso precisamente lo que quieres? Si en el mundo todo fuera como le gusta a JJ o a la gente como él, y no hubiera nada impersonal, yo me sentiría perdida. Me tranquiliza saber que hay sitios grandes sin ventanales en los que nadie sabe quién eres y a nadie le importa un pito lo que hagas. Mi madre y mi padre siempre están diciendo que son sitios sin alma y demás, y yo digo que sí, que ya. Que eso es lo que quiero.

Lo de los grupos de lectura fue idea de JJ. Dijo que la gente lo hacía mucho en los Estados Unidos: leían libros y luego hablaban de ellos. Martin pensaba que estaba empezando a ponerse de moda en nuestro país, pero yo nunca había oído hablar de ello, así que no podía estar tan de moda, porque habría leído algo sobre ello en
Aturdidos y confusos
. La cuestión era charlar sobre Algo Más, o algo parecido, y no meterse en discusiones sobre quién era un imbécil y quién un tonto del culo, que era como solían acabar nuestras tardes en Starbucks. Y lo que decidimos fue que íbamos a leer libros de gente que se había quitado la vida. Eran, por así decir, nuestra gente, y por tanto pensamos que teníamos que descubrir qué es lo que habían tenido en la cabeza. Martin dijo que, en su opinión, podíamos aprender mucho más de gente que no se había matado, que deberíamos leer sobre lo grande que era seguir vivos, no sobre lo grande que era quitarse de en medio. Pero resultaba que había miles de millones de escritores que no se habían matado y sólo cuatro o cinco que lo habían hecho, así que nos decidimos por lo fácil, y elegimos a los suicidas. Y votamos utilizar dinero del ganado en nuestras apariciones en los medios de comunicación para comprar los libros.

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