¡Tenían que evitar a toda costa que alguien estableciera algún vínculo entre las desapariciones y un ataque! Pero quizá existía alguna vía.
Jana reconstruyó los hechos. En el caso de que O'Connor interviniera, cualquier policía averiguaría rápidamente quién se ocultaba detrás de la identidad de Ryan O'Dea. O'Connor era peligroso, pero no tenía ningún sentido liquidarlo. No era posible reconstruir a quien podía haberle contado entretanto la historia de Paddy. Pero sí que podían despojarlo de su credibilidad. Y de ese modo podrían desviar cualquier posible investigación.
Jana decidió despertar a Gruschkov. Su habitación estaba un piso por encima de la suya. Jana sabía que el programador ardía en deseos de hacer alguna cosa. Se aburría, ya que todo estaba instalado, y sólo podían estar sin hacer nada y esperar. Tal vez no fuera una mala idea mantener bajo vigilancia permanente a O'Connor y a la mujer.
El plan fue madurando en su mente; lo cambió, lo verificó de nuevo, lo perfeccionó, todo en cuestión de pocos segundos.
Así podía funcionar.
—¡Escúcheme, Mirko!
—Sí.
—Haga lo siguiente. Escriba una carta.
Eran las tres y veinte de la madrugada cuando se ayudaron a recolocarse sus ropas maltratadas y rompieron a reír tontamente.
—¿Era cara esa camisa?
—Muy cara. Justo la adecuada para que tú la destrozaras. ¿Y tu blusa? ¿Un recuerdo de una tía fallecida?
—Obviamente.
—Lo siento. Te quedaba bien.
—Su espíritu se cernirá sobre nosotros. ¡Pervertido! Has visto demasiadas películas de Michael Douglas.
—Error. Él ha visto muchas películas mías.
Ambos salieron de debajo de la cúpula de las ramas. Estaban a punto de sentir el dolor de la separación. No sólo abandonaban un lugar, sino una isla situada más allá del tiempo. «Una "otra parte"», pensó Kika.
¿Seguiría siendo esa «otra parte»?
Kika
pensó en el día siguiente. Podrían dormir toda la mañana, amarse, holgazanear. Ella tenía que atender a una serie de citas, pero sólo por la tarde. Aunque su función era la de una disimulada dama de compañía para O'Connor, eso no había detenido a la editorial a la hora de confiarle dos visitas a dos cadenas de televisión, la WDR y la RTL. A las cuatro y media vería a los de la televisión pública, y una hora y media después a los de la privada. Luego, si la cosa no se extendía mucho y a nadie se le ocurría invitarla a cenar, estaba de nuevo libre.
Libre para cualquier cosa.
Kika y O'Connor caminaron muy abrazaditos a lo largo del estanque. Por encima de sus cabezas brillaba, fría y nítida, la hoz de la Luna.
—¿Te sientes bien? —preguntó O'Connor al cabo de un rato.
—Fabulosamente. ¿Y tú?
—Estoy de un buen humor indecente —dijo—. ¿No teníamos intenciones de vigilar a alguien?
—Tú me prohibiste pensar en ello.
—¿Y desde cuándo dejas que alguien te prohiba cosas?
—¿Acaso las reglas de juego no excluían el pensar?
—Muy cierto.
—Pero tienes razón, por supuesto. ¿Qué haremos ahora con el bueno de Paddy?
O'Connor reflexionó.
—Lo decidiremos si tu coche está todavía donde lo dejaste.
Pocos minutos después, Wagner subió al asiento del copiloto del Golf. O'Connor había insistido en conducirlo. A ella le pareció bien. De algún modo, todo le parecía bien mientras aquello no acabara.
Siguiendo una intuición, estiró la mano hacia atrás y palpó en busca de su móvil.
—¿Qué haces? —preguntó O'Connor, al tiempo que buscaba el contacto del encendido en la oscuridad.
—Pensé que lo había perdido en el parque —dijo—. ¿Estás seguro de que sabes arreglártelas con coches con el volante a la izquierda?
—No.
—¿Y Paddy?
O'Connor negó con la cabeza.
—Podría ser un poco tarde para charlar con él. Propongo que vayamos mañana… Perdón, hoy por la mañana… Pues eso, propongo que vayamos al aeropuerto cuando esté de nuevo de servicio. Yo hablaré con él; claro, si él está dispuesto. Si después de eso seguimos pensando que está metido en problemas, informamos a la policía.
—Eso suena razonable.
Kika bostezó y estiró los brazos. Su mirada se posó en la pantalla del móvil, que todavía sostenía en sus manos.
—Mierda —se le escapó.
Él la miró.
—¿Qué pasa?
—Dice aquí que no tengo espacio para recibir mensajes.
Alguien me ha enviado un SMS, pero la memoria está llena.
—¿Esperas algo de importancia?
Kika frunció el ceño. Uno tras otro, fue abriendo todos los mensajes que tenía guardados. Eran de amigas, conocidos, compañeros de trabajo. Nada que no pudiera borrarse, sólo que ella siempre olvidaba hacerlo y pasaba por alto el pequeño sobre parpadeante que le indicaba que la memoria estaba llena.
—No —respondió ella—. Quizá sea de la editorial. O de Kuhn.
O'Connor arrancó el coche. Mientras regresaban al hotel, fue borrando, uno tras otro, los mensajes que ocupaban sitio en la memoria. No obstante, había que contar con que ese sospechoso mensaje para el que no había quedado sitio, llevara bastantes horas flotando en el éter antes de encontrar el camino hacia su destinataria.
El
display
de dos dígitos apareció y fue sustituido de inmediato por un nuevo texto.
CINCO LLAMADAS PERDIDAS.
—Rayos —exclamó Wagner, sorprendida—. Hubo cierto ajetreo en la red. Hemos estado muy solicitados en las últimas tres horas.
—¿Puedes ver quién era?
NINGÚN NÚMERO NUEVO, decía el monitor.
—Esto es una estupidez —soltó Kika—. Te dice que conoce a la persona que ha llamado, pero no te dice quién es. Tengo tres docenas de números grabados, cualquiera de ellos podría ser.
O'Connor reflexionó.
—¿Y quién podría llamarte entre las doce y las tres de la mañana?
—Buena pregunta.
—¿Será que Kuhn nos echaba de menos? —supuso él—. Quizá quería saber lo que estábamos haciendo.
O'Connor tenía razón. Eso tenía sentido. Kuhn no se había mostrado feliz con la idea de ir a visitar a Paddy Clohessy, además, tenía un aspecto ofendido.
—¿Crees que debo llamarlo?
—¿A estas horas? ¡Son las tres y media, Kika! Se pondrá furioso. Anda, llámalo. Es una buena idea.
—Eres un monstruo. Sólo quería decir que a lo mejor se trata de algo realmente importante. —Kika vaciló; luego se encogió de hombros—. Está bien, lo llamaré. A fin de cuentas, aparte de arrancarme la cabeza, no podrá hacerme nada más.
Kika marcó el número del teléfono móvil de Kuhn. No quería despertarlo a través de la centralita del hotel; eso, en caso de que estuviera durmiendo, lo que era de suponer. No lo dejaría sonar por toda la eternidad. Si no respondía, tampoco pasaba nada.
Sin embargo, Kuhn le cogió la llamada al tercer timbre.
—Soy Kika —dijo, y se le cortaron las palabras—. ¿Está todo bien? Siento si le he despertado, pero…
—No me ha despertado —dijo la voz de Kuhn—. Estaba… leyendo.
—¿Leyendo?
—Sí, bueno… me traje algo de trabajo. El manuscrito de ese tipo que escribió una novela sobre la dinastía de los Staufer. Hablamos de ello en alguna ocasión.
De algún modo, la voz de Kuhn sonaba rara, pensó Wagner. No era que estuviera de mal humor, pero sí un poco abatido.
—Sí, claro —dijo ella—. Los Staufer. ¿Por casualidad no me llamó usted esta noche a mi móvil? Durante un rato no pude responder, y…
—¿Qué?
—Mi móvil. —«¿Qué pasaba con ese hombre? Parecía estar en las nubes. Probablemente estuviese a punto de desplomarse sobre ese manuscrito»—. Quería saber si usted me había llamado en las últimas horas.
—No. ¿Por qué iba a llamarla?
—Ni idea.
Kuhn guardó silencio durante un rato.
—¿Y ustedes están bien?
—Estupendamente.
—¿Fueron a ver al tal Clohessy? ¿Estaba en casa?
—No. Parece cansado, Franz. Por qué no deja ya ese maldito manuscrito y se va a dormir. Son casi las cuatro.
—Ya lo sé. —Dijo y bostezó; o por lo menos sonó como si lo intentara—. Ah, olvidé decirle algo… Mañana no estaré para el desayuno, y probablemente no esté durante todo el día. Tengo que viajar hasta Dusseldorf, y luego a una comida… Una estupidez, recibí la llamada después de que salieran por la puerta.
Wagner estaba perpleja.
—¿Qué llamada?
—De Hamburgo. —Kuhn soltó un resuello, como si no pudiera respirar bien—. Lo de siempre, no han hecho sus deberes. Hubo ciertos problemas de distribución en algunas librerías, V, además, hay solicitudes para organizar conferencias. Pensaron que, ya que yo estaba por aquí, podía ocuparme del asunto, ponerle al mal tiempo buena cara y toda esa mierda. Como siempre. Tenga… tenga usted un buen día, a fin de cuentas no teníamos ningún programa fijo para mañana. Ustedes dos se entienden estupendamente —añadió—. El mono y la jirafa.
Kuhn rió con segundas.
Kika se sintió casi aliviada de que le hubiese dicho esa pequeña grosería. Por lo menos, era el viejo Kuhn de siempre.
—¿De verdad que todo está bien? —preguntó ella, preocupada.
—¿Qué? Sí, por supuesto. ¿Por qué no iba a estar bien? Pero ahora yo… Eh… Me voy a dormir, usted tiene razón. Son las cuatro, Dios mío. Esos malditos Staufer. —Durante un rato se sintió un rumor en la línea—. Creo que hoy no me encuentro del todo en mis cabales. He tenido que superar muchas cosas últimamente. De modo que sean buenos chicos y no me den la lata, ¿de acuerdo?
—¡De acuerdo, de acuerdo!
—Por cierto, ¿dónde están?
—Vamos camino del hotel.
—Bueno, no llamen a mi puerta. De lo contrario les daré una paliza.
—Está bien.
—Hasta… Sí, hasta mañana, en algún momento del día. Podemos telefonearnos, tendré el móvil conmigo.
—Perfecto.
Kika interrumpió la llamada y miró fijamente la pequeña pantalla, con gesto reflexivo. Al cabo de unos pocos segundos, se apagó la luz.
—¿Y? —quiso saber O'Connor.
—Él no llamó —Kika se detuvo—. Su voz, de algún modo, no sonaba bien. Le han endilgado una enorme cantidad de reuniones para mañana. ¿Crees que lo ofendimos con nuestro secretismo?
—No actuamos con ningún secretismo. Él también pudo haber venido. —O'Connor sonrió con sorna—. Aunque en ese caso hubiera tenido que vigilar el coche durante tres horas. Por otro lado, ¿qué sería de los bares de hotel de este mundo sin los Kuhn del planeta?
—No lo sé. Siento pena por él. Creo que está un poco celoso.
—¿De mí?
—Necesita una mujer, eso es todo. Y en ese sentido, lo tiene realmente difícil.
O'Connor condujo el Golf a través de la rampa de acceso al hotel Maritim y luego lo llevó en dirección al aparcamiento subterráneo. Se detuvo delante de la puerta automática, se inclinó hacia Kika y la besó larga y tiernamente.
—No te preocupes demasiado por Kuhn —le dijo él—. Lo admito, no es el tipo de hombre al que se le persiga por su aspecto. Pero gracias a ello no tiene que temer que lo quieran sólo por su físico.
El eslavo le quitó el Nokia de las manos y asintió satisfecho.
—Eso ha estado bien —dijo—. Muy bien.
Kuhn se desplomó.
¿Por qué Kika no había reaccionado a su SMS? Tenía que haber recibido el mensaje hacía mucho rato. Si no le llegaba, todo estaba perdido.
Las últimas horas habían sido un infierno. Después de la ducha involuntaria, el eslavo lo había mantenido encerrado en el cuarto de baño durante los siguientes treinta minutos. Le había quitado el Nokia. Kuhn lo había oído caminar por las habitaciones haciendo varias cosas, y el miedo que sentía a quedarse encerrado allí para siempre sólo lo superaba el miedo al momento en que el hombre regresara a buscarlo.
Cuando por fin fue liberado de su prisión, no hubo palizas ni nada terrible. El eslavo lo obligó a ir hasta el salón y le ordenó que tomara asiento en el sofá. Había guardado el arma, pero Kuhn no dudó ni un segundo que podría sacarla otra vez con mayor rapidez de lo que un hombre estaba en condiciones de levantarse de un salto y mucho menos huir.
El hombre lo había obligado a responderle algunas preguntas y le dejó claro lo que le esperaría si a Kuhn se le ocurría tomarle el pelo. De modo que fue obediente y le contó lo del encuentro nocturno de O'Connor con Clohessy; a la única que no mencionó fue a Kika. Era la dosis máxima de heroísmo que podía sacar, pero había alguna posibilidad de, por lo menos, dejar a la mujer fuera de todo aquello. El eslavo lo había escuchado con atención y al final había esbozado una ligera sonrisa. Obviamente, el hombre se divertía con su desesperado esfuerzo. Kuhn consideraba que, a los ojos del otro, parecería un escolar que le miente a su madre con las orejas rojas de vergüenza.
—¿Le espera alguien? —preguntó el eslavo y sacó el móvil de Kuhn—. ¿Le llamará alguien a este chisme?
—No lo sé —dijo el editor, balbuceante—. Esta noche… no.
—¿Cuándo entonces?
¿Podía enterarse de lo del SMS? Imposible. Kuhn lo había enviado y luego lo había borrado de inmediato. No quedaría ningún indicio del mensaje en la memoria.
—No lo sé —repitió.
El hombre, con gesto reflexivo, le daba vueltas al móvil de un lado a otro.
—¿Y qué me dice de O'Connor? —dijo, pausadamente—. ¿Y la mujer? Ya que mencionamos el tema, ¿cómo se llama la mujer?
—No lo… Una vez más, vio ante sus ojos el cañón de la pistola.
—¡Wagner! —gritó—. Kika Wagner. ¡Dios mío, por favor, se lo suplico! Ella no tiene nada que ver con esto, es mi responsable de prensa, ¡no sabe nada, tiene que creerme!
—¿Y usted? ¿Qué sabe usted?
—Nada. ¡Se lo juro! ¡No sé nada, absolutamente nada!
El eslavo sacudió la cabeza. Volvió a guardar el arma y le hizo un guiño a Kuhn.
—¿Por qué se complica tanto la vida innecesariamente, amigo? Depende únicamente de usted lo que yo crea. ¿Por qué no me dice toda la verdad desde el principio?
—Se lo prometo —dijo Kuhn, jadeante—. ¡Le prometeré cualquier cosa!
Su interlocutor se agachó.
—Eso, por lo menos, es un comienzo. Siga, ¿qué pasará mañana? ¿Quién puede echarle de menos?
Kuhn sintió que su corazón se detenía.
—Por favor —gimoteó—. No me haga nada, yo…
—No se altere —dijo el eslavo casi con dulzura—. Nadie está hablando de hacerle daño. Pasado mañana puede que haya pasado todo, y ya no tendrá ninguna preocupación más.