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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ciencia ficción

Ender el xenocida (6 page)

BOOK: Ender el xenocida
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Si su madre hubiera vivido, el secreto de Qing-jao se habría descubierto mucho antes. En su situación, transcurrieron meses antes de que un sirviente se diera cuenta. La gorda Mu-pao descubrió una mancha de sangre en el pequeño mantel de la mesa donde Qing-jao tomaba el desayuno. Mu-pao supo de inmediato lo que significaba aquello: ¿no eran las manos ensangrentadas un primer signo de la atención de los dioses? Por eso muchos padres ambiciosos forzaban a un niño particularmente prometedor a lavarse continuamente. Por todo el mundo de Sendero, lavarse las manos ostentosamente se llamaba «invitar a los dioses».

Mu-pao fue de inmediato a ver al padre de Qing-jao, el noble Han Fei-tzu, de quien se rumoreaba era el más grande de los agraciados, uno de los pocos tan poderosos a los ojos de los dioses que podía reunirse con framlings (seres de otro mundo) sin traicionar nunca las voces del mundo de Sendero. Han Fei-tzu, se sentiría agradecido al conocer la noticia y Mu-pao recibiría honores por haber sido la primera en ver a los dioses en Qing-jao.

En cuestión de una hora, Han Fei-tzu, se reunió con su amada Qing-jao y juntos viajaron en palanquín al templo de Avalancha. A Qing-jao no le gustaba viajar en esas sillas: se sentía incómoda por los hombres que tenían que cargar con su peso.

—No sufren —la tranquilizó su padre la primera vez que le mencionó esta idea—. Se sienten enormemente honrados. Es una de las formas en que la gente honra a los dioses: cuando uno de los agraciados va a un templo, lo hace sobre los hombros de la gente de Sendero.

—Pero yo crezco más cada día —respondió Qing-jao.

—Cuando seas demasiado grande, caminarás por tu propio pie o viajarás en tu propia silla —dijo su padre. No necesitó explicar que tendría su propio palanquín sólo si crecía para ser una agraciada—. Nosotros intentamos mostrar nuestra humildad conservándonos muy delgados y livianos para no representar una carga pesada para el pueblo.

Eso era una broma, naturalmente, pues el vientre de su padre, aunque no inmenso, era generoso. Pero la lección tras el chiste era verdad: los agraciados nunca debían representar una carga para la gente común de Sendero. El pueblo debía estar siempre agradecido, no resentido, de que los dioses hubieran elegido su mundo entre todos los demás para que oyera sus voces.

Ahora, sin embargo, Qing-jao estaba más preocupada con la prueba que la esperaba. Sabía que la llevaban a ser probada.

—Se enseña a muchos niños a fingir que los dioses les hablan —explicó su padre—. Debemos averiguar si los dioses te han elegido verdaderamente.

—Quiero que dejen de elegirme-protestó Qing-jao.

—Y lo desearás aún más durante la prueba —suspiró su padre. Su voz estaba llena de pesar. Eso hizo que Qing-jao se sintiera aún más asustada—. El pueblo llano sólo ve nuestros poderes y privilegios, y nos envidia. No conocen el gran sufrimiento de los que oyen la voz de los dioses. Si verdaderamente te hablan, mi Qing-jao, aprenderás a soportar el sufrimiento igual que el jade soporta el cuchillo del tallador, el brusco paño del pulidor. Te hará brillar. ¿Por qué crees que te bauticé Qing-jao?

Qing-jao significaba Gloriosamente Brillante. Era también el nombre de una gran poetisa de tiempos remotos en la Vieja China. Una poetisa en una época en que sólo se mostraba respeto a los hombres, y sin embargo fue honrada como una de las más grandes poetisas de su tiempo. «Bruma fina y densa nube, tristeza todo el día.» Era el comienzo de la canción de Li Quing-jao, El doble nueve. Era así como Qing-jao se sentía ahora.

¿Y cómo terminaba el poema? «Ahora mi cortina se alza sólo con el viento del oeste. Me he quedado más delgada que este dorado capullo.» ¿Sería también ése su fin? ¿Estaba diciendo en su poema su antepasada-del-corazón que la oscuridad que caía ahora sobre ella se alzaría sólo cuando los dioses vinieran del oeste para retirar de su cuerpo su alma tenue, liviana y dorada? Era demasiado terrible pensar ahora en la muerte, cuando sólo tenía siete años de edad; sin embargo, el pensamiento la asaltó: si muero joven, entonces veré a mi madre pronto, e incluso a la gran Li Qing-jao.

Pero la prueba no estaba relacionada con la muerte, o al menos se suponía que no era así. En realidad, era bastante simple. Su padre la condujo a una gran sala donde había arrodillados tres hombres ancianos. Al menos eso parecían: podrían haber sido mujeres. Eran tan viejos que todos los rasgos distintivos habían desaparecido. Sólo tenían diminutas hebras de pelo blanco y nada de barba, e iban vestidos con ropas informes. Más tarde, Qing-jao sabría que eran simples eunucos, supervivientes de los viejos tiempos antes de que el Congreso Estelar interviniera y prohibiera incluso la automutilación voluntaria en servicio a una religión. Ahora, sin embargo, eran misteriosas criaturas espectralmente viejas que la tocaban con sus manos, explorando sus ropas.

¿Qué buscaban? Encontraron sus palillos de ébano y los retiraron. Le quitaron el cinturón. Le quitaron las zapatillas. Más tarde, se enteraría de que se quedaron con esas cosas porque otros niños se habían dejado llevar tanto por la desesperación durante la prueba que se habían matado con ellas. Una se había metido los palillos por la nariz y se había arrojado al suelo, para clavárselos en el cerebro. Otra se ahorcó con su cinturón. Otra se introdujo las zapatillas en la boca, hasta la garganta, y se asfixió. Era raro que los intentos de suicidio tuvieran éxito, pero parecían suceder con los niños más brillantes, y eran más comunes con las niñas. Así que le quitaron a Qing-jao todos los medios conocidos para suicidarse.

Los ancianos se marcharon. Su padre se arrodilló junto a Qing-jao y le habló cara a cara.

—Debes comprender, Qing-jao, que en realidad no estamos probándote a ti. Nada de lo que hagas por propia voluntad implicará la más leve diferencia en lo que suceda aquí. A decir verdad estamos probando a los dioses, para ver si están decididos a hablar contigo. En ese caso, encontrarán un medio, nosotros lo veremos y tú saldrás de esta sala siendo una de las agraciadas. De lo contrario saldrás de aquí libre de sus voces para siempre. No puedo decirte por qué resultado rezo, ya que yo mismo lo ignoro.

—Padre, ¿y si te avergüenzas de mí? —dijo Qing-jao.

La mera idea le hizo sentir un cosquilleo en las manos, como si las tuviera sucias, como si necesitara lavarlas.

—No me avergonzaré de ti pase lo que pase.

Entonces dio una palmada. Uno de los ancianos volvió a entrar, llevando una pesada palangana. La colocó ante Qing-jao.

—Introduce las manos —dijo su padre.

La palangana estaba llena de densa grasa negra. Qing-jao se estremeció.

—No puedo meter las manos ahí.

Su padre la cogió por los antebrazos y la obligó a meter las manos en el limo. Qing-jao gritó: su padre nunca había empleado la fuerza con ella antes. Y cuando le soltó los brazos, sus manos estaban cubiertas de limo pegajoso. Jadeó al ver la suciedad; resultaba difícil respirar, verlas así, olerlas.

El anciano recogió la palangana y se la llevó.

—¿Dónde puedo lavarme, padre?—gimió Qing-jao.

—No puedes lavarte —respondió su padre—. No podrás lavarte nunca más.

Y como Qing-jao era una niña, lo creyó, sin pensar que sus palabras formaban parte de la prueba. Vio a su padre salir de la habitación. Oyó el cerrojo de la puerta tras él. Estaba sola.

Al principio simplemente mantuvo las manos ante ella, asegurándose de que no tocaran sus ropas. Buscó desesperadamente algún sitio donde lavarse, pero no había agua, ni siquiera un paño. La habitación distaba mucho de estar vacía: había sillas, mesas, estatuas, grandes jarrones de piedra, pero todas las superficies eran duras y bien pulidas y tan limpias que no podía decidirse a tocarlas. Sin embargo, la suciedad de sus manos era insoportable. Tenía que limpiarlas.

—¡Padre! —gritó—. ¡Ven y lávame las manos!

Seguramente él podía oírla. Seguramente estaba cerca, esperando el resultado de la prueba. Tenía que oírla… pero no vino. La única tela en la sala era la de la túnica que llevaba puesta. Podría frotarse con ella, pero entonces tendría la grasa encima; podría manchar otras partes de su cuerpo. La solución, por supuesto, era quitársela…, ¿pero cómo podía hacerlo sin tocarse con sus sucias manos?

Lo intentó. Primero frotó cuidadosamente tanta grasa como pudo en los suaves brazos de una estatua.

—Perdóname —le dijo a la estatua, por si acaso pertenecía a un dios—. Volveré y te limpiaré después: te limpiaré con mi propia túnica.

Entonces se echó las manos a los hombros y reunió el tejido sobre la espalda, para sacarse la túnica por encima de la cabeza. Sus dedos grasientos resbalaron sobre la seda; sintió el frío limo sobre su espalda desnuda cuando penetró la seda. «Lo limpiaré después», pensó.

Por fin consiguió agarrar un buen trozo de tejido y pudo sacarse la túnica. La deslizó sobre su cabeza, pero incluso antes de hacerlo por completo supo que las cosas eran peores que nunca, pues un poco de grasa se le había quedado en el pelo, y ese pelo había caído sobre su cara, y ahora tenía la suciedad no sólo en las manos, sino también en la espalda, en el pelo, en el rostro.

Sin embargo, lo intentó. Terminó de quitarse la túnica, y luego se frotó cuidadosamente las manos en un trocito de tela. Entonces se frotó la cara con otro. Pero no sirvió de nada. Parte de la grasa permanecía pegada a ella, no importaba lo que hiciera. Sentía la cara como si la seda de su túnica sólo hubiera esparcido la grasa en vez de retirarla. Nunca había estado tan horriblemente sucia en toda su vida. Era insoportable, y sin embargo no podía deshacerse de ella.

—¡Padre! ¡Ven y sácame de aquí! ¡No quiero ser una agraciada!

Su padre no acudió. Ella rompió a llorar.

El problema de llorar era que no servía de nada. Cuanto más lloraba, más sucia se sentía. La desesperada necesidad de estar limpia abrumó incluso su llanto. Así, con las lágrimas surcándole la cara, empezó a buscar desesperadamente una forma de quitarse la grasa de las manos. Una vez más lo intentó con la seda de la túnica, pero poco después frotó las manos contra las paredes, mientras recorría la habitación, manchándolas de grasa. Frotó las manos contra la pared tan rápidamente que acumuló calor y la grasa se fundió. Lo hizo una y otra vez hasta que las manos se le enrojecieron, hasta que parte de la blanda costra de sus palmas se gastó o fue arrancada por invisibles irregularidades en las paredes de madera.

Cuando las palmas y los dedos le dolían ya tanto que no sentía la suciedad, se frotó el rostro con ellas, se arañó la cara para arrancar la grasa de allí. Entonces, con las manos sucias una vez más, las frotó de nuevo en las paredes.

Finalmente, exhausta, cayó al suelo y lloró por el dolor que sentía en las manos, por la imposibilidad de limpiarse. Tenía los ojos anegados en llanto. Las lágrimas le corrían por las mejillas. Se frotó los ojos, las mejillas, y sintió cuánto ensuciaban las lágrimas su piel, lo asquerosa que estaba. Supo que seguramente significaba esto: los dioses la habían juzgado y la habían encontrado sucia. No merecía vivir. Si no podía limpiarse, tenía que anularse. Eso los satisfaría. Eso acabaría con la agonía. Sólo tenía que encontrar un modo de morir. Dejar de respirar. Su padre lamentaría no haber acudido cuando lo llamaba, pero ella no podía evitarlo. Ahora estaba bajo el poder de los dioses, y ellos la habían juzgado indigna para figurar entre los vivos. Después de todo, ¿qué derecho tenía a respirar cuando la puerta de los labios de su madre había dejado de permitir el paso y la salida del aire durante tantos años?

Pensó primero en usar la túnica, metérsela en la boca a fin de que le impidiera respirar, o atársela alrededor del cuello para ahogarse, pero estaba demasiado sucia, demasiado cubierta de grasa para cogerla. Tendría que encontrar otra forma.

Qing-jao se acercó a la pared, se apretó contra ella. Madera fuerte. Se echó atrás y se golpeó la cabeza contra la madera. El dolor la atravesó; aturdida, cayó hasta quedar sentada en el suelo. Le dolía la cabeza por dentro. La habitación giraba lentamente a su alrededor. Por un momento, olvidó la suciedad de sus manos.

Pero el alivio no duró mucho. Distinguió en la pared un lugar levemente más oscuro donde la grasa de su frente interrumpía la superficie brillantemente pulida. Los dioses hablaron en su interior, insistiendo en que estaba tan sucia como siempre. Un poco de dolor no podría reparar su indignidad.

Otra vez se golpeó la cabeza contra la pared. Sin embargo, ahora no hubo tanto dolor. Una y otra vez, pero ahora advirtió que contra su voluntad su cuerpo retrocedía ante el golpe, rehusando causarse mucho daño. Esto la ayudó a comprender por qué los dioses la encontraban tan indigna: era demasiado débil para lograr que su cuerpo obedeciera. Bien, no estaba indefensa. Podía engañar a su cuerpo hasta someterlo.

Seleccionó la más alta de las estatuas, que tenía unos tres metros de altura. Era un vaciado en bronce de un hombre en plena carrera que alzaba una espada por encima de su cabeza. Había suficientes ángulos, curvas y proyecciones para poder escalarla. Sus manos seguían resbalando, pero perseveró hasta que logró mantenerse sobre los hombros de la estatua, agarrándose a su tocado con una mano y a la espada con la otra.

Durante un instante, al tocar la espada, pensó en intentar cortarse la garganta con ella. Eso detendría su respiración, ¿no? Pero la hoja era falsa. No estaba afilada, y no podría introducírsela en el cuello en el ángulo adecuado. Así que volvió al plan original. Inspiró profundamente varias veces, luego entrecruzó las manos a la espalda y se inclinó hacia delante. Aterrizaría de cabeza. Eso acabaría con su suciedad.

Sin embargo, mientras el suelo se precipitaba hacia arriba, perdió el control de sí misma. Gritó: sintió que las manos se soltaban de su espalda y se abalanzaban hacia delante para intentar detener su caída. Demasiado tarde, pensó con sombría satisfacción, y entonces su cabeza chocó contra el suelo y todo se sumió en la oscuridad.

Qing-jao despertó con una molestia sorda en el brazo y un dolor agudo en la cabeza cada vez que se movía, pero estaba viva. Cuando consiguió abrir los ojos vio que la habitación estaba más oscura. ¿Era de noche en el exterior? ¿Cuánto tiempo había permanecido inconsciente? No era capaz de mover el brazo izquierdo, el que le dolía; descubrió una fea magulladura roja en el codo y pensó que debía de habérselo roto al caer.

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