Episodios de una guerra (22 page)

Read Episodios de una guerra Online

Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: Episodios de una guerra
5.13Mb size Format: txt, pdf, ePub

Entonces le entregó un pequeño paquete.

Stephen abrió la breve nota en la que estaban envueltos los billetes, y, a medida que la leía, decía:

—El comodoro Bainbridge presenta sus respetos al capitán Aubrey y le ruega que acepte el dinero adjunto para hacer frente a los gastos que tendrá en tierra. Espera tener el placer de verle muy pronto, completamente recuperado, y le pide disculpas por no venir a verle ahora. Está seguro de que el capitán Aubrey conoce por experiencia el trabajo que supone armar un barco.

Entonces comentó:

—El comodoro es extremadamente amable. Éste es un gesto caballeroso y loable. Acepto esto con mucho gusto en nombre de mi amigo.

—En la guerra todos estamos a merced del destino —dijo el señor Evans, visiblemente turbado, mientras le daba un pequeño paquete a Stephen—. Espero que no me prive usted de la satisfacción de ayudar a mis compañeros de tripulación. Aceptar es una prueba de generosidad. Además, no son más que veinte libras, desgraciadamente.

Stephen le dijo al señor Evans que era muy amable, aceptó su préstamo y le dijo las frases más apropiadas para expresar sincera gratitud, no sólo porque aquel gesto le complacía mucho sino porque no poseía ni una sola moneda de ningún tipo, ni grande ni pequeña, y había estado preguntándose cómo podría pagar el manicomio de Choate, por muy poco que costara.

—Antes dijo usted veinte libras, señor Evans —dijo Stephen, después de haber hablado durante un rato sobre el vértice del pulmón derecho, el enema y el cuidado de los enfermos mentales—. ¿Es corriente en su país usar los viejos nombres de las monedas?

—Usamos «peniques» y «chelines» a menudo —respondió Evans—, pero «libras» con mucha menos frecuencia. A mí se me pegó la costumbre de mi padre, cuando era un niño. Era un
Tory
, un realista, y ni siquiera después que volvió de Canadá y se acostumbró a vivir en la república dejó de hablar de libras y guineas.

—¿Había muchos realistas en Boston?

—No, no muchos, y eran pocos comparados con los que había en Nueva York. Pero, al fin y al cabo, eran nuestras ovejas negras, o blancas, según el punto de vista desde el que se miraran. Había mil entre quince mil habitantes, que era la población que tenía la ciudad en aquella época.

—Debe de ser desesperante encontrarse en un conflicto porque uno es leal a diferentes… Dígame, ¿por casualidad conoce usted a Herapath?

—¿George Herapath? ¡Oh, sí, desde luego! Era amigo de mi padre y también un
Tory
y ambos se exiliaron juntos en Canadá. Es un hombre prominente y lo ha sido siempre, ya que posee un considerable número de mercantes y comercia con China con más éxito que la mayoría. Y ahora que se han unido los antiguos
Tories
y los federalistas, es más importante todavía.

—No sé nada de política norteamericana, señor Evans —dijo Stephen—, y no entiendo cómo es posible que se hayan unido los
Tories
y los federalistas, pues, según lo que usted amablemente me ha explicado, los federalistas consideran la unión de estados una nación, es decir, un gran estado y no un conjunto de pequeños estados independientes.

—Lo que les ha unido es la oposición a la guerra del señor Madison. No revelo ningún secreto cuando digo que esta guerra es impopular en Nueva Inglaterra. Todo el mundo lo sabe. Y no niego que hay otros motivos, pero el dinero tiene mucha importancia en Boston, tanto si se cuenta en dólares y centavos como en libras, chelines y peniques, y algunos comerciantes se están arruinando porque el comercio con países extranjeros ha sido paralizado, señor, paralizado. Pero los republicanos…

Stephen nunca llegó a enterarse de lo que pensaban los republicanos porque en ese momento la
Constitution
se detuvo junto al muelle y las cuadernas de estribor crujieron.

—Ya hemos atracado, señores —dijo el primer teniente, asomándose a la enfermería—. He mandado preparar una camilla para el capitán Aubrey y pensamos trasladarle dentro de media hora. El doctor Choate ha avisado que todo está arreglado, señor.

—Paralizado, señor —repitió el señor Evans cuando volvieron a quedarse solos—. George Herapath, por ejemplo, tiene tres excelentes barcos aquí y otros dos en Salem y el comercio con China ha sido interrumpido.

—El señor Herapath tiene un hijo, ¿verdad?

—Sí, Michael. Y me temo que le ha causado una gran decepción a él y a todos sus amigos. Era un niño muy listo y estudiaba mucho y asistía junto con mi sobrino Quincey a la escuela donde enseñaban latín. Luego aprendió el chino. Y cuando todos pensaban que ayudaría a su padre en los negocios, se fue a Europa y se transformó en un libertino y en lo que, según la gente, es algo peor, un manirroto. Me han dicho que trajo una acompañante, una mujerzuela de Baltimore que es papista… aunque eso no tiene importancia, estimado amigo, y sólo lo he mencionado para señalar la mala suerte que ha tenido el señor Herapath, pues él es episcopalista.

—¡Pobre joven! —exclamó Stephen—. Conocí a Michael Herapath en un viaje y trabajó como ayudante mío durante un tiempo. Le tengo en gran estima y quisiera volver a verle.

—¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! —exclamó Evans—. Parece que mi destino es cometer un error tras otro a lo largo del día. Permaneceré callado durante lo que queda de él.

—¿Qué sería de la conversación si no pudiéramos intercambiar nuestras ideas libremente ni ser descorteses de vez en cuando con los que nos rodean? —preguntó Stephen.

—Está bien. Está bien. Pero iré a pedir prestada una manta de búfalo para trasladar al capitán Aubrey y no diré nada más. Traerán la camilla de un momento a otro.

* * *

A Stephen le gustó la Asclepia. Era limpia, cómoda y no tenía humedad. Además, las dulces voces irlandesas le hacían imaginarse que el calor que lo envolvía todo procedía de un fuego de turba e incluso a veces le parecía oler su exquisito aroma, el aroma de su hogar. También le gustó el doctor Choate como médico y la estructura del edificio, sus habitaciones privadas, que eran muchas, y su ambiente familiar. La forma en que el doctor Choate atendía a los numerosos retrasados mentales y locos de su clínica no se parecía en nada a los métodos que incluían el uso de cadenas, latigazos, la dieta de pan y agua y el encierro en celdas, métodos que él había visto utilizar con tanta frecuencia y que deploraba, pero le parecía que el doctor llevaba demasiado lejos el principio de «puertas abiertas».

Más de una vez Stephen había visto a un loco peligroso andando por los pasillos de la planta baja hablando solo o inmóvil en un rincón. Sin embargo, no podía menos que admirar la forma en que el doctor Choate había dispuesto las habitaciones de los enfermos, que había situado en el bloque central. La de Jack era bien iluminada y ventilada y desde ella se veían la pequeña ciudad, el astillero y el puerto. El orden en que estaban situados los enfermos, tal vez a propósito o tal vez por casualidad, iba parejo con el aumento de la animación. A ambos lados de Jack se encontraban los pocos casos que precisaban un tratamiento médico o una operación y más allá los que estaban en una fase intermedia o avanzada de
la folie circulaire
, los cuales se reunían en una sala a jugar a cartas, apostando a veces varios miles de millones de dólares, o a tocar música, a veces extraordinariamente bien. El propio doctor Choate, siempre que le era posible, les acompañaba con su oboe, que, según él, era su instrumento terapéutico más importante. Naturalmente, también había enfermos con una profunda melancolía. Algunos creían haber cometido un pecado imperdonable, un error que no podía enmendarse, otros creían que sus familiares trataban de envenenarles y de hacerles daño por medio de las señales de humo de los indios. Una mujer decía que su marido la había tratado como a un perro y no paraba de sollozar, nunca dormía y no había forma de consolarla. Había pacientes con demencia senil, otros que estaban locos y paralíticos a causa de la sífilis y algunos idiotas, que eran los casos sin ninguna esperanza, pero todos ellos estaban en los pisos más bajos o las alas. Jack no veía a esos enfermos, pues se encontraba en la parte donde estaban los más animados. Eso era apropiado, ya que, superficialmente, también él estaba animado. Era casi seguro que su brazo podría salvarse, aunque todavía tenía algunas partes doloridas y otras entumecidas, y se le había curado la neumonía. Además, se había enterado de que los norteamericanos habían sufrido un revés en su ataque a Canadá, lo cual significaba que el Ejército había hecho un buen papel y eso, hasta cierto punto, compensaba el fracaso de la Armada. Y a pesar de que todavía estaba débil, comía con voracidad todo lo que le ponían delante: sopa de almejas, alubias de Boston, bacalao…

Poco después le escribió a Sophie:

Cariño mío, ya sabes que siempre he tratado de imitar a Nelson en todo (menos en la vida matrimonial), y aquí me tienes, sólo con el brazo izquierdo disponible y escribiendo garabatos con la mano izquierda, como él. Pero me ha dicho el doctor Choate que seguramente dentro de un mes más o menos podré empezar a usar el brazo derecho. Stephen dice que es un tipo muy inteligente…

En efecto, era inteligente, y extraordinariamente amable. Stephen le admiraba por su sabiduría y su acierto en los diagnósticos y por tener una actitud benévola hacia los locos. En general, Choate podía consolar a los que aparentemente estaban en lo profundo de su infierno particular y eran incapaces de comunicarse con nadie. Y aunque algunos de sus pacientes eran locos peligrosos, nunca le habían atacado. Las ideas de Choate sobre la guerra, la esclavitud y la explotación de los indios tenían fundamento y el hecho de gastar su considerable fortuna en los demás era digno de admiración. A veces Stephen, cuando hablaba con Choate, miraba detenidamente su ancho rostro, en el que se destacaban sus inmensos ojos negros de mirada bondadosa, y se preguntaba si no estaría mirando a un santo. Sin embargo, otras veces le contradecía, y aunque no podía defender la pobreza ni la guerra ni la injusticia, podía encontrar excusas para justificar la esclavitud. Notaba demasiada indignación mezclada con la benevolencia del doctor Choate, aunque la indignación estaba justificada, indudablemente, y pensaba que se entregaba al bien como otros se entregan al vicio y que estaba tan enamorado de su papel que hacía cualquier sacrificio por seguir desempeñándolo. Le parecía que Choate no tenía sentido del humor, pues si lo tuviera no habría relacionado el alcohol y el tabaco con asuntos mucho más importantes. Él, a diferencia de Choate, disfrutaba con una copa de vino y un puro. Además, no había duda de que Choate se sentía culpable de ser demasiado débil a veces. Quizá eso fuera un signo de necedad, quizá la necedad y el amor por el prójimo eran inseparables… Admitió que sus pensamientos eran innobles y también que se fiaba más de los diagnósticos de Choate que de los suyos. Y Choate tenía muchas más esperanzas de que el brazo de Jack se salvara. La carta de Jack continuó:

Te mandaré esta carta con Bulwer, de la Belvidera, que fue capturado cuando le arrebataban una de sus presas y será canjeado enseguida (partirá esta tarde y desde mi ventana podré ver el barco con bandera blanca donde irá). Parece que aún no se ha decidido nada sobre mi canje, aunque no sé por qué, pero confío en que será autorizado en cuanto esté en condiciones de navegar, dentro de una o dos semanas, y entonces navegaré tan rápido como estoy ganando peso y fuerzas. Bulwer ha tenido la amabilidad de venir a visitarme, al igual que otros oficiales, y por ellos supe la buena noticia de nuestra victoria en Canadá. Vendrá dentro de poco, así que ya tengo que terminar de hacer garabatos. Pero antes quiero hablarte de otra visita que tuve hoy. Es muy amable y viene a menudo a preguntarme cómo estoy, como muchos otros pacientes, y todos entran libremente. En realidad, en este lugar hay mucha libertad y la gente se mueve a su antojo, es muy diferente a Haslar y a los demás hospitales en que he estado. Las visitas entran y salen cuando les parece y casi nunca son anunciadas. El hombre al que me refería es un caballero corpulento y pelirrojo que ostenta el título de emperador de México, aunque sólo utiliza el de duque de Montezuma, y hoy me confió un gran secreto, un secreto que sólo conocen unos pocos: todo el mundo se ha vuelto loco, tan loco que nadie se da cuenta de ello. Parece que hubo una especie de epidemia y que se produjo por tomar té. La locura afectó primero a nuestro pobre Rey, se extendió cuando se celebraron las elecciones norteamericanas y fue elegido el presidente Madison y actualmente abarca el mundo entero. Me dijo todo eso riéndose a carcajadas y dando botes y añadió: «¡Usted también, capitán Aubrey! ¡Ja, ja, ja!». Pero me consoló concediéndome catorce mil acres en el estado de Delaware y los derechos de pesca en las dos riberas del golfo de México, así que no nos faltará de comer cuando seamos viejos. Él y otros muchos pacientes tienen la mente un poco perturbada, ¿sabes? Pero he notado algo curioso y es lo siguiente: los pacientes que el doctor Choate deja pasear libremente y reunirse en la sala no están tan locos como parecen sino que fingen estarlo. Están convencidos de que soy uno de ellos, de que finjo ser un capitán de navío de la Armada real por diversión y nos hacemos bromas unos a otros y jugamos a un juego en el que cada uno trata de parecer más loco que los demás. Y hay algunas reglas…

—¡Adelante!

La puerta se abrió y aparecieron tres hombres. El primero llevaba un largo abrigo oscuro con muchos botones metálicos sin brillo que le cubría completamente las piernas, las cuales eran tan cortas que su cuerpo parecía un tronco nada más. Era lampiño y tenía largos cabellos grises, la cara gorda, brillante y pálida y los ojos humedecidos y con un brillo que ya le era familiar a Jack. Los otros dos, delgados y vestidos de negro, llamaban menos la atención, pero estaban tan locos como él. Jack esperaba que no le molestaran mucho ni dijeran obscenidades.

—Buenas tardes, señor —dijo el primero—. Soy Jahleel Brenton, del Departamento de Marina.

Jack conocía muy bien a Jahleel Brenton, un distinguido capitán de navío de la Armada real y un hombre muy religioso. Era amigo de Saumárez y de otros almirantes y había recibido recientemente el título de barón. Había nacido en América del Norte, de ahí su curioso nombre cristiano.

—Buenas tardes, caballeros —dijo—. Soy John Aubrey, nieto del Papa de Roma.

Después de una breve pausa, el señor Brenton dijo:

Other books

Assur by Francisco Narla
The Island of Excess Love by Francesca Lia Block
In Europe by Geert Mak
Writ in Stone by Cora Harrison
Once Upon a Christmas by Lauraine Snelling, Lenora Worth
The Fire in the Flint by Candace Robb
Where the River Ends by Charles Martin
Joan of Arc by Mary Gordon
Pride by Rachel Vincent