Episodios de una guerra (21 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: Episodios de una guerra
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—Es un cabo enorme —dijo Stephen—. Y la división es clarísima. Le agradezco mucho que me la haya enseñado, señor.

Siguieron andando en silencio. No se veía ningún rayador ni ninguna otra ave. Stephen volvió a pensar en el ajedrez y preguntó:

—Señor Evans, ¿considera usted su república algo indivisible o una asociación voluntaria de estados soberanos?

—Bueno, yo soy de Boston y soy federalista, es decir, considero la unión de estados una nación. No me gusta Madison ni la guerra de Madison. A la verdad, deploro esta guerra, deploro que estemos relacionados con los franceses y el emperador Napoleón y, sobre todo, deploro el aislamiento de nuestros amigos ingleses, pero reconozco a Madison como presidente de toda la nación y acepto que declare la guerra en mi nombre, aunque esté equivocado. Sin embargo, tengo que añadir que no todos mis amigos federalistas de Nueva Inglaterra están de acuerdo conmigo, sobre todo quienes han visto perjudicados sus negocios. La mayoría de los oficiales a bordo, en cambio, son republicanos y son partidarios de que cada estado sea independiente. Casi todos son del sur.

—¿Ah, sí? ¿Del sur? Tal vez a eso se deba que hablan de un modo diferente, con cierta languidez, con lo que yo llamaría un deliberado balbuceo al emitir los sonidos, y su acento es melodioso pero a veces difícil de entender para quien no tiene el oído acostumbrado a él. En cambio, todo lo que usted dice, señor, se entiende con facilidad.

—¡Naturalmente! —dijo Evans con su potente voz nasal y metálica—. Donde se habla correctamente el inglés en Estados Unidos es entre Boston y Watertown. Allí el inglés no se ha corrompido, no ha adoptado expresiones de las colonias, excepto las que se han formado espontáneamente por nuestro contacto con los indios. Boston es una reserva del inglés puro.

—Estoy convencido de ello —dijo Stephen—. Sin embargo, esta mañana en el desayuno, el señor Adams, que también se crió en Boston, dijo que «la sémola no derrite el hielo». Desde entonces me estoy devanando los sesos para poder descifrar sus palabras. Sé lo que es la sémola y sé que es un alimento indicado para quienes tiene problemas en el duodeno, así que enseguida me di cuenta de que la frase tenía un sentido figurado. Pero, ¿a qué se refiere? ¿Es deseable que la sémola derrita el hielo? Y si es así, ¿por qué?

Después de una breve pausa, el señor Evans dijo:

—¡Ah, ahí tiene usted una expresión india! Procede del iroqués
katno aiss' vizmi
, que quiere decir «eso no me conmueve, no me impresiona». Pero, hablando de Boston otra vez, doctor Maturin, no sé si sabrá que allí el frío es muy intenso durante los meses de invierno. Eso podría ser beneficioso para el brazo de nuestro paciente, pero, por otro lado, podría destruir el resto de su cuerpo. ¿No tiene más ropa que la que lleva puesta? ¿Y usted, estimado amigo? ¿Tiene usted ropa de invierno?

—No tengo y tampoco el capitán Aubrey tiene. Cuando nos ocurrió aquella desgracia perdimos todo lo que no pudimos llevarnos en las manos. Todo —dijo Stephen y bajó la vista al recordar con pena los especímenes que había perdido—. Pero eso no tiene mucha importancia, ya que dentro de poco nos canjearán por otros prisioneros y el capitán Aubrey y yo podemos soportar la ventisca durante unos días de la misma manera que los admirables iroqueses: envueltos en una manta. Además, por lo que he oído, en Halifax hay de todo, desde sombreros de piel hasta esas ingeniosas palas que se usan para caminar por la nieve.

El rostro del señor Evans se ensombreció. Tosió dos o tres veces y luego dijo:

—Creo que en sus cálculos no ha tenido en cuenta a su anfitrión, doctor Maturin. Aquí el canje de prisioneros a veces tarda una eternidad y los funcionarios británicos de Halifax no son más brillantes ni más rápidos que los de otras partes del mundo. Sería conveniente que se compraran al menos camisas de franela y calzoncillos de lana. Les serán muy útiles.

Stephen le prometió que tendría en cuenta lo que le había dicho y, en verdad, fue imposible que no lo hiciera, pues cuando la
Constitution
ya se encontraba al norte de la bahía Chesapeake, fue azotada por un fuerte viento que venía del noroeste y traía consigo nieve y trozos de hielo, lo que la obligó a arrizar las gavias. Y así, con las gavias arrizadas y contra el viento, siguió navegando hasta la isla Nantucket.

Empezaron a verse narices azules y manos rojas y aumentó la diligencia de los hombres y su buen humor —que se sumó a la alegría del triunfo— porque la mitad de ellos ya se encontraban en aguas cercanas a su lugar de origen. Muchos de ellos eran de Nantucket, Martha's Vineyard, Salem y New Bedford y cuando braceaban o tensaban las bolinas, se reían y hablaban en voz muy alta, a pesar del intenso frío y a pesar de que esa era la parte más peligrosa del viaje, ya que la Armada real mantenía bloqueado el puerto de Boston.

Todos los tripulantes estaban muy animados. Sabían que, además de que iban a disfrutar de los placeres de su tierra y las diversiones de Boston y de que se les entregaría su parte del botín, serían recibidos como héroes, y tanto los oficiales como los marineros aplicaban hasta el último de sus conocimientos de náutica para hacer avanzar la fragata a través de la tempestad. Por supuesto, estaban muy animados todos menos los prisioneros de guerra, especialmente el capitán Aubrey. Aunque el capitán sabía muy bien que aquel viento forzaba a los navíos británicos a alejarse de la costa, siempre estaba en cubierta, con todo el cuerpo helado excepto el brazo, que parecía estarse quemando y que de vez en cuando le producía un dolor tan grande que tenía que agarrarse fuertemente a la borda para no gritar o caerse. Estaba enfermo y débil y muy pálido. Rechazaba a cualquiera que intentara ayudarle o se mostrara amable o le ofreciera su brazo para que se apoyara y empleaba un tono tan áspero que muy pronto hizo desaparecer la simpatía que había inspirado a aquellos hombres, y allí, en medio de la ventisca, miraba a lo lejos buscando el auxilio que no llegaba. Pero no eran muchos los hombres a quienes había inspirado simpatía, pues todos sabían que él había estado al mando del
Leopard
, el infortunado barco que representaba lo que ellos odiaban de la Armada real, el barco que, en tiempos de paz, había disparado contra la
Chesapeake
para obligarla a detenerse con el fin de sacar de ella a marineros británicos que eran supuestos desertores y había causado heridas o incluso la muerte a una veintena de norteamericanos.

El viento del noroeste seguía soplando y la
Constitution
estaba al pairo del cabo Cod esperando a que amainara para poder doblarlo y entrar en la bahía de Massachusetts, y una vez allí se apresuraría a llegar a puerto antes de que regresara la escuadra que hacía el bloqueo. Se formaba hielo sobre las vergas y los aparejos y la nieve caía sobre la cubierta día y noche. Y el capitán, con un aspecto lamentable, seguía allí de pie, aunque casi no podía sostener el telescopio ni ver nada a través de él cuando lograba mantenerlo firme. Vio un barril de carne vacío acercarse al costado y lo reconoció enseguida por sus marcas: era de un barco de guerra británico y seguramente lo habían tirado por la borda hacía pocos días.

Los doctores le habían ordenado que permaneciera abajo, pero él burlaba su vigilancia repetidamente. El día antes de que el viento rolara al norte y la
Constitution
doblara el cabo con las bolinas tensas como las cuerdas de un arpa, los marineros recibieron con indiferencia la noticia de que el capitán del
Leopard
yacía en su coy aquejado de neumonía.

—Debemos bajarle a tierra enseguida —dijo Stephen, alzando la voz, pues la
Constitution
había llegado a puerto por fin y se había llenado de familiares y amigos de los tripulantes y el rumor de aquellas voces con acento de Nueva Inglaterra, un rumor que le era familiar y a la vez le parecía exótico, impedía que se oyeran bien sus palabras—. Tal vez podamos convencer a ese barco de que se aborde con nosotros y entonces podríamos pasarle en una parihuela. Así no tendría que ir incómodo en el bote ni soportar su inevitable agitación.

El barco en cuestión era una embarcación con bandera blanca y estaba llena de prisioneros ingleses que iban a ser canjeados. Iba rumbo al puerto Halifax, en Nueva Escocia, donde recogería a un número igual de norteamericanos, y luego regresaría a la desembocadura del río Charles.

—Me temo que no podemos bajarle así como así —dijo Evans—. Tengo que hablar con el primer oficial.

No fue el primer oficial quien vino sino el propio comodoro. Se acercó cojeando y dijo:

—Doctor Maturin, este asunto del canje no está en mis manos. El capitán Aubrey debe bajar a tierra y permanecer allí hasta que las autoridades competentes tomen una decisión.

Había hablado con un tono fuerte, autoritario, como si hubiera pensado que debía realizar una desagradable tarea y que eso requería un tono áspero, distinto al que tenía tendencia a utilizar por naturaleza. Durante el viaje siempre había sido cortés y considerado con Jack, aunque se había mantenido distante y había hablado muy poco, por eso aquel tono tan diferente le causó una gran inquietud a Stephen.

—Espero que me disculpe —continuó el comodoro—, pero tengo mil cosas que hacer. Señor Evans, quisiera hablar con usted.

El señor Evans regresó a la enfermería y, sentándose junto a Stephen, dijo:

—Aunque no lo sé oficialmente, creo que es probable que el canje de nuestro paciente se demore mucho.

Entonces se inclinó hacia delante, le levantó un párpado a Jack y, al notar que tenía la mirada ausente, que no tenía conciencia de lo que le rodeaba, continuó:

—Bueno, si es que le canjean.

—¿Sabe usted cuál es el motivo de eso?

—Creo que es por algo relacionado con el
Leopard
—respondió Evans vacilante.

—Pero el capitán Aubrey no tuvo nada que ver con aquella vergonzosa acción, aquel ataque a la
Chesapeake
, porque el barco estaba al mando de otro hombre. En aquel momento Aubrey se encontraba a cinco mil millas de distancia de ella.

—No era a esa acción a la que me refería. No. Parece que cuando él estaba al mando de ese horrible barco… Perdóneme, pero no debo decir nada más. A la verdad, no tengo nada más que decir. Lo único que he oído son rumores de que alguien, en alguna parte, se ha ofendido por su comportamiento y es probable que sea retenido hasta que todo se aclare. Seguramente ha habido un malentendido.

La respiración pesada y ruidosa de Jack cesó. Jack se incorporó, gritó: «¡Orzar!» y cayó hacia atrás. Stephen y Evans arreglaron las almohadas donde estaba recostado y le tomaron el pulso. Se miraron y asintieron con la cabeza en señal de aprobación: el corazón de su paciente latía a un ritmo perfecto.

—¿Qué es lo mejor que podemos hacer? —inquirió Stephen.

—Bueno —dijo Evans pensativo—, la mayoría de los oficiales británicos en libertad bajo palabra se alojan en el hotel O'Reilly y los marineros permanecen encerrados en el cuartel, por supuesto. Pero en
este
caso, el hotel no es conveniente. Y en conciencia, no puedo recomendarle el nuevo hospital, pues el yeso de las paredes todavía no está seco. Creo que incluso a un simple caso de neumonía, en el que sólo está afectado el vértice del pulmón derecho, le perjudica tanta humedad. Por otra parte, mi cuñado, Otis P. Choate, que también es médico, tiene una pequeña clínica privada. Se llama Asclepia y está en lugar seco y muy saludable cerca de Beacon Hill.

—¿Qué otra cosa podría ser mejor? —preguntó Stephen—. ¿Sabe usted por casualidad cuánto cobra por la estancia?

—Muy poco. Tiene que ser muy poco porque, con toda franqueza, señor, mi cuñado es un hombre de ideas muy particulares y la Asclepia no es un negocio próspero. Otis P. Choate es un excelente médico, pero hace a sus conciudadanos enfurecerse porque se opone al consumo de alcohol y tabaco, a la esclavitud y a la guerra, a todas las guerras, incluida la guerra contra los indios. Y debo advertirle, señor, que la mayoría de las ayudantes que contrata, lamentablemente, son irlandesas, o sea, papistas, y aunque no he visto a ninguna de ellas borracha ni obrando licenciosamente, como es característico de esas salvajes harapientas, y aunque la mayoría de ellas hablan un inglés pasable y parecen limpias, su presencia ha tenido como consecuencia que la Asclepia sea impopular en Boston. Así que la clínica está llena, aunque no hasta el tope, de lunáticos a quienes sus familiares no quieren tener en casa en vez de enfermos que precisan un tratamiento médico o una operación, para los cuales fue creada la clínica. Le llaman el manicomio de Choate y la gente dice que con esas enfermeras y ese médico nadie puede distinguir entre los pacientes y quienes les cuidan. Le hablo con toda sinceridad, doctor Maturin, porque sé que a muchas personas les molestaría estar en una clínica así.

—Le agradezco su sinceridad, señor —dijo Stephen—, pero…

—No se preocupe por el señor Maturin —dijo Jack con voz ronca repentinamente, en un intervalo de lucidez—. También él es un irlandés papista. ¡Ja, ja, ja! Todos los días a las nueve de la mañana ya está borracho como una cuba, aunque no lo parezca.

—¿Es cierto eso, señor? —susurró el señor Evans muy afligido.

Stephen no pensó nunca ver al cirujano de la
Constitution
tan apenado, pues era un hombre dueño de sí mismo que siempre tenía una expresión serena y parecía imperturbable.

—No tenía idea… —continuó—. No sabía… Su seriedad, su… Pero las disculpas no hacen más que agravar el error. Le ruego que me perdone, señor, y créame que no tenía intención de ofenderle.

Stephen le estrechó la mano y le dijo que estaba seguro de ello, pero al señor Evans le era difícil recobrar la serenidad.

—Me parece que la Asclepia es el lugar ideal —dijo Stephen por fin.

—Sí —dijo el señor Evans—. Lo es. Iré a hablar con el comodoro enseguida y le pediré permiso para trasladarle, pues él es responsable de la custodia de ustedes, es quien tiene que entregarles cuando se lo pidan. Yo no tengo competencia en el asunto.

Hubo una breve pausa. Stephen cogió una manta de un coy vacío y se la puso por encima de los hombros para protegerse de la penetrante humedad y el frío. Evans regresó y dijo:

—Todo arreglado. El comodoro estaba muy ocupado, estaba rodeado de funcionarios, empleados del astillero y la mitad de los ciudadanos destacados de Boston. Se limitó a decirme: «Haga lo que crea conveniente» y cogió esto y me pidió que se lo entregara.

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