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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Histórico

Episodios de una guerra (37 page)

BOOK: Episodios de una guerra
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Oyó llegar a Diana. Ella hablaba con alguien y él pensó que ese alguien era Johnson, que había regresado antes de tiempo porque tal vez Peggy, traidoramente, le había contado algo, pero enseguida se dio cuenta de que la otra voz era la de Herapath.

Se dirigió hacia donde estaba Diana atravesando una puerta tras otra y ambos se encontraron en el comedor. Ella tenía una expresión triste y ansiosa y en cuanto le vio dijo:

—Lo siento mucho, muchísimo, querido Stephen, pero Andrews no estaba allí. Se fue en el barco que llevaba a casi todos los prisioneros de guerra a Halifax.

—No importa, cariño —dijo Stephen dulcemente y sintió lástima por ella, pero no sabía por qué—. ¿Está Herapath contigo?

—Está en la sala.

—¿Había franceses en el vestíbulo?

—Sí, muchos, hablando y riendo. Algunos tenían uniforme. Sin embargo, no estaban Pontet-Canet ni Dubreuil.

Pasaron al salón. Herapath saludó a Stephen y le miró con preocupación. Stephen le saludó simplemente con un «¿Cómo está?», y dijo que tenía que escribir una nota.

—En mi habitación hay un escritorio —dijo Diana, abriendo la puerta y señalándolo.

Stephen miró con perplejidad el papel durante unos momentos y luego escribió:

Jack:

He tenido que matar a dos franceses aquí. Hay otros franceses abajo y no puedo salir… Trataron de matarme esta mañana. Tengo que sacar a Diana de aquí cueste lo que cueste y algunos papeles, y quiero salir yo también, si es posible. Wogan no es de fiar, pero no le digas eso a Herapath, y la Asclepia no es segura. Choate podría encontrar un refugio para Diana, o tal vez el padre Costello, que nos va a casar. No soy dueño de mí mismo. Haz lo que puedas, Jack. El portero podría ayudarnos.

—Señor Herapath, ¿sería tan amable de entregarle esta nota al capitán Aubrey tan pronto como pueda? —preguntó al regresar—. Es muy importante para mí que la reciba enseguida, de lo contrario no le molestaría.

—Con mucho gusto.

Se quedaron solos. Diana dio algunas vueltas por la habitación y encendió las velas y corrió las cortinas mirándole de vez en cuando.

—¡Dios mío! ¡Nunca te he visto tan afligido, Stephen, ni con tan mal color! ¿Has comido algo hoy?

—Nada —dijo, intentando sonreír.

—Pediré algo de comer enseguida. Mientras lo traen, bebe un trago y túmbate en mi cama. Parece que te hace falta. Yo también me tomaré uno.

Hizo lo que ella le dijo. Ahora le dolía horriblemente la cabeza.

—No quiero comida —dijo.

—No te gusta verme beber, ¿verdad? —preguntó ella, sirviéndose el
bourbon.

—No —respondió él—. Le haces daño a tu piel, Villiers.

—¿El whisky es malo para la piel?

—Es un hecho que el alcohol endurece los tejidos.

—Sólo bebo cuando estoy nerviosa, como lo estoy ahora, o cuando estoy deprimida, pero he estado deprimida desde que llegué aquí, así que debo de haber bebido galones. Pero a tu lado no estaré deprimida.

Hubo un largo silencio y luego continuó:

—¿Te acuerdas que hace muchos años me preguntaste que si había leído a Chaucer y que te contesté: «¿A ese obsceno?» y tú me criticaste por eso? Bueno, pues Chaucer dijo: «En una mujer ebria no se encuentra resistencia y eso lo saben los libertinos por experiencia…».

—Diana, ¿conoces a alguien en Estados Unidos? —preguntó, interrumpiéndola—. ¿Tienes aquí algún amigo en quien confiar, a quien acudir?

—No —respondió ella sorprendida—. Ni uno solo. ¿Cómo podría tenerlo en la posición que ocupo? ¿Por qué me lo preguntas?

—Tuviste la amabilidad de escribirme una carta ayer, una carta muy, muy afectuosa.

—Sí.

—No llegó a mis manos. La encontré en el escritorio de Johnson, al lado de tus diamantes.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó ella palideciendo.

—Tenemos que irnos antes de que regrese, por supuesto —dijo Stephen—. He mandado un mensaje a Jack para ver si puede hacer algo. Y si no puede hacer nada, bueno… hay otras posibilidades.

Tal vez había otras, pero, ¿cuáles eran aparte de volar en la oscuridad? No podía pensar con claridad ni durante un tiempo prolongado. Su mente no podía o no quería analizar el problema.

—No me importa —dijo ella, cogiéndole una mano—. No me importa si estás conmigo.

CAPÍTULO 8

—Deseo ver al capitán Aubrey, por favor —dijo Michael Herapath.

—¿Qué nombre ha dicho? —inquirió el portero.

—Herapath.

—Usted no es el señor Herapath.

Herapath miró fijamente sus implacables ojos negros y le respondió:

—Soy el hijo de George Herapath. Traigo un mensaje para el capitán Aubrey de parte del doctor Maturin.

—Yo se lo daré. No se permiten visitas.

Poco después reapareció con una enfermera y, en un tono más humano, dijo:

—Suba. La señorita le acompañará hasta allí.

—¡Señor Herapath, cuánto me alegro de verle! —exclamó Jack, estrechándole la mano.

Y cuando la puerta se cerró, dijo:

—Venga, siéntese junto a mi cama. ¿Está herido el doctor?

—No, que yo sepa, pero estaba muy extraño, parecía aturdido.

—¿Vio a algún francés en el hotel cuando salió?

—Sí, señor. En el vestíbulo había ocho o nueve entre soldados y civiles. Es que aquel es su lugar de reunión.

A Herapath siempre le había infundido respeto y temor su antiguo capitán, y ahora más, pues Jack nunca había estado tan furioso en el
Leopard
como lo estaba ahora y allí sentado en la cama parecía mucho más fuerte. Por eso no protestó cuando Jack, después de haber estado pensando un rato, dijo con su inconfundible vozarrón:

—Tenga la amabilidad de alcanzarme mi camisa y mis calzones.

Sin embargo, cuando Jack se quitó el cabestrillo y metió el brazo herido en la manga de la camisa, Herapath sí protestó:

—Señor, seguro que el doctor Maturin no habría permitido…

Pero Jack se limitó a decir:

—Mi chaqueta y mis zapatos están en esa taquilla grande. ¿Está su padre en casa, señor Herapath?

—Sí, señor.

—Entonces tenga la amabilidad de darme su brazo para bajar la escalera y de llevarme hasta su casa. ¡Maldita hebilla!

Herapath se arrodilló para dársela, le alcanzó las pistolas y le dio su brazo para que se apoyara al bajar la escalera.

—No es que no esté bastante fuerte —continuó, Jack—, es que cuando uno ha permanecido acostado cierto tiempo le es difícil mantener el equilibrio al bajar una escalera. Y, por supuesto, no quiero caerme ahora.

El portero les detuvo en el vestíbulo.

—A usted no le está permitido salir —dijo, sujetando la palanca que abría la puerta.

Jack se esforzó por tener una expresión alegre y usar un tono amable y dijo:

—Sólo voy a dar una vuelta, voy a ver al doctor Maturin.

Entonces agarró la pistola por el cañón con la mano izquierda y calculó la fuerza con que debía golpear a un hombre tan robusto como aquel para derribarle, pero de repente recordó la nota de Stephen y añadió:

—El doctor tiene problemas.

El indio abrió la puerta.

—Si el doctor me necesita, puede contar conmigo. Estaré libre dentro de media hora, o menos, si es necesario.

Jack le estrechó la mano. Salieron a la calle, que estaba envuelta en una niebla tan espesa como la de la mañana.

—¿Sabe usted que los malditos cerdos le atacaron esta mañana? Trataron de matarle. Eso es como atacar a un barco en un puerto neutral. ¡Que Dios condene a los franceses…!

El resto de sus palabras fue una mezcla de gruñidos y blasfemias.

Sin embargo, cuando llegaron a la casa parecía mucho más tranquilo. Le dijo a Herapath que entrara primero y comunicara a su padre que quería hablar con él a solas. Y cuando entró al despacho por fin, el fornido caballero le recibió con amabilidad, pero con una expresión sorprendida y preocupada.

—Estoy encantado de recibirle en mi casa, capitán Aubrey —dijo—. Siéntese, por favor, y tómese una copa de oporto. Espero que salir con esta niebla no sea perjudicial para su…

—Señor Herapath, he venido a su casa porque confío en usted y le aprecio —dijo Jack—. He venido a pedirle un favor y sé que si usted no puede hacérmelo o se ve obligado a negarse, no va a delatarme.

—Me honra usted, señor —dijo Herapath—. Le agradezco su confianza. Dígame cuál es ese favor. Si es descontar una letra, aunque sea de un importe elevado, puede estar tranquilo.

—Es usted muy amable, señor, pero es de mucho más valor que cualquier letra que yo haya librado.

Herapath le miró muy serio. Jack reflexionó durante unos momentos y luego continuó:

—Usted me ha enseñado dos excelentes barcos de su propiedad que se encuentran amarrados a poca distancia de la Asclepia. Cuando aún no había empezado esta maldita guerra y esos barcos navegaban, seguro que a sus capitanes no les gustaba que reclutaran a la fuerza a sus mejores marineros, así que me atrevo a asegurar que esos barcos tienen escondites.

—Así es —dijo Herapath, ladeando la cabeza.

—Y conociéndole a usted, señor, apuesto a que son los mejores escondites que se han preparado.

Herapath sonrió.

—Bueno, no me andaré por las ramas —continuó Jack—. Voy a hablarle sin rodeos. A mi amigo Maturin le persigue un grupo de franceses con la intención de matarle y se ha refugiado en el hotel Franchón y no puede salir de allí. Quiero sacarle y, con su permiso, esconderle en uno de sus barcos.

Entonces observó que en el ancho rostro de Herapath, ahora de color púrpura, volvía a reflejarse la serenidad.

—Pero eso no es todo —prosiguió—. Es mi deber hablarle con franqueza. Ha matado a dos franceses y aunque los otros no lo saben todavía, no tardarán en enterarse. Además, quiere llevarse con él a una dama inglesa con la que se ha prometido, la señora Villiers, una prima de mi esposa.

—¿El doctor Maturin va a casarse con la señora Villiers y va a llevársela? —inquirió Herapath.

Sabía muy bien que si Diana desaparecía, Louisa Wogan ocuparía su lugar, que en esos momentos Louisa estaba en el campo con Johnson y que Johnson no querría llevarse a Caroline.

—Sí, señor. Pero además de eso, señor Herapath, además de eso, quiero ser yo mismo quien les saque de aquí en una embarcación cuando el tiempo y la marea lo permitan, si puede usted proporcionarme una. Puedo irme porque no estoy en libertad bajo palabra, ¿sabe? Cualquier lancha servirá… Stephen Maturin es un hombre instruido, pero no le creo capaz de atravesar ni un pequeño charco en una embarcación, sea cual sea, y tengo que ir con él. Bien, señor, le he contado lo que ocurre con todo detalle, con toda sinceridad, y no creo haber alterado nada ni ocultado que es un asunto arriesgado.

—Por supuesto que no —dijo Herapath, caminando de un lado a otro de la habitación—. Tengo en gran estima al doctor Maturin… Me ha sorprendido lo que me ha contado…

—¿Quiere un poco de tiempo para pensarlo?

—No, no. Mi tardanza en responderle es porque no he decidido todavía si es mejor el
Orion
o el
Arcturus…
es decir, el escondite del uno o del otro. Para una dama y dos caballeros es mejor el del
Arcturus
porque es mucho más espacioso. Además, el hombre que la vigila es un tonto, así que no habrá ningún problema. Pero, dígame, señor, ¿cómo piensa sacarle de allí?

—He pensado en hacer un reconocimiento del lugar antes de hacer un plan, es decir, echar un vistazo a la salida trasera, los establos, los dormitorios de los sirvientes… Lo único que sé del lugar es lo que su hijo me ha contado y lo que me ha dicho Maturin en su breve nota. Sé que se encuentra en las habitaciones de la señora Villiers porque su hijo le vio allí, pero no sé dónde están.

—Diré al muchacho que pase —dijo Herapath—. Michael, ¿en qué parte del hotel Franchón están las habitaciones de la señora Villiers?

—Están en el primer piso, señor, en el frente, y dan a un largo balcón.

—¿A un balcón? —preguntó Jack, pensando que con un rezón y una cuerda se podía subir bien a un balcón, pero que debía analizar otras cosas antes—. Dígame, ¿los franceses que estaban en el vestíbulo parecían preocupados, nerviosos o molestos? ¿Estaban armados? ¿Hablaban con los dueños del hotel o con algún funcionario francés?

—No, señor —respondió el joven Herapath—. Hablaban y reían como si estuvieran en un café o un club. Y respecto a las armas, aparte de los sables que tenían los oficiales, no vi ninguna de ningún otro tipo.

Jack le pidió que le dibujara el plano del hotel y Herapath tardó mucho en hacerlo porque eso no se le daba bien ni tenía memoria visual. De tanto en tanto su padre le añadía un pasillo o una escalera, pues lo conocía muy bien, pero después de un rato se apartó de ellos y se puso a caminar de un lado a otro de la habitación, y mientras caminaba miraba de vez en cuando por la ventana hacia la calle envuelta en la niebla.

—¡Ya lo tengo! —exclamó por fin—. ¡Ya lo tengo! ¡El cesto de la ropa y corcho quemado! El doctor Maturin apenas pesará unas ciento veinte libras… Capitán Aubrey, el hombre que vigila el
Arcturus
es negro y usted podrá ocupar su lugar si le frotamos la cara y las manos con corcho quemado. Le mandaré a Salem o Marblehead y seguramente nadie notará el cambio, y en caso de que alguien lo notara, no le dará importancia. ¡Otelo!

Entonces su cara enrojeció por la emoción y apareció en ella una expresión triunfante y sus ojos apagados brillaron con intensidad, con tanta intensidad que Jack y su hijo pensaron asombrados que parecían los ojos de una persona mucho más joven o ebria. Pero él no se había servido ni una sola copa y caminaba con paso firme, aunque hablaba con voz trémula.

—¡Otelo! Seguramente ha adivinado usted que me he inspirado en Falstaff, señor. ¡Ja, ja! Engañaremos a los malditos franceses… Tengo en gran estima al doctor Maturin.

—No entiendo bien, señor —dijo Jack.

—Sí, Falstaff y el cesto… ¿No se acuerda? En la obra le sacaban en un cesto, aunque pesaba cinco veces más que el doctor. Tenemos un cesto igual, un cesto enorme. Michael, corre y pregúntale a tu tía dónde está el cesto. ¡Oh, Dios mío, me siento joven otra vez! Le sacaremos de allí delante de las narices de esos malditos franceses. Creo que la dama, por su… su relación con Johnson, no está en peligro… Le ruego que me disculpe si he cometido una indiscreción.

—Creo que puede entrar y salir libremente —dijo Jack—. Al menos podrá hacerlo hasta que Johnson vuelva. Y me parece que él está comprometido esta noche.

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