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Authors: Mario Livio

Tags: #Divulgación Científica

¿Es Dios un Matemático? (11 page)

BOOK: ¿Es Dios un Matemático?
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Sorprendentemente, el propio Arquímedes consideraba uno de sus mayores logros el descubrimiento de que el volumen de una esfera inscrita en un cilindro (figura 15) era siempre 2/3 del volumen del cilindro. Estaba tan satisfecho con este resultado que hizo que lo grabaran en su lápida.
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Unos ciento treinta y siete años después de la muerte de Arquímedes, el famoso orador romano Marco Tulio Cicerón (ca. 106-43 a.C.) descubrió la tumba del insigne matemático, lo que describe de esta forma conmovedora:

Siendo yo cuestor en Sicilia pude localizar su tumba [de Arquímedes]. Los siracusanos no sabían nada de ella, y de hecho negaban incluso su existencia. Pero allí estaba, completamente oculta por arbustos de zarzas y espinos. Recordé haber oído hablar de unos versos inscritos en su lápida que hablaban de un modelo de una esfera y un cilindro sobre la piedra que coronaba su tumba. Así que examiné con atención las numerosas tumbas que se erguían junto a la puerta de Agrigento. Finalmente, observé una pequeña columna apenas visible por encima de la maleza, sobre la que se distinguían una esfera y un cilindro. Inmediatamente me volví a los ilustres ciudadanos de Siracusa que me acompañaban, y les indiqué que creía que ése era el objeto que estaba buscando. Enviaron a llamar a hombres con hoces para despejar el lugar y, cuando el monumento quedó al descubierto, nos acercamos a él. Y los versos aún podían verse, aunque aproximadamente la segunda mitad de cada línea se había desgastado. Así, una de las ciudades más famosas del mundo griego, un centro de sabiduría de la Antigüedad, habría permanecido ignorante de la tumba del más brillante de sus ciudadanos, ¡de no haber sido porque un hombre de Arpino acudió a señalarla!
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Mi listón para ser merecedor del título de «mago» lo he colocado deliberadamente a una altura tal que, desde el gigante Arquímedes, es necesario saltar más de diecisiete siglos antes de hallar a alguien de una estatura similar. A diferencia de Arquímedes, que dijo que podía mover la Tierra, este «mago» insistía en que la Tierra ¡ya se estaba moviendo!

El mejor alumno de Arquímedes

Galileo Galilei (figura 16) nació en Pisa el 15 de febrero de 1564.
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Su padre, Vincenzo, era músico, y su madre, Giulia Ammannati, era una ingeniosa, aunque algo intolerante, mujer que no podía soportar la estupidez. En 1581, Galileo siguió el consejo de su padre y se inscribió en la facultad de artes de la Universidad de Pisa para estudiar medicina. Sin embargo, su interés por la medicina se desvaneció al poco de empezar, en favor de la matemática. Así, durante las vacaciones de verano de 1583, Galileo persuadió al matemático de la corte de Toscana, Ostilio Ricci (1540-1603) para que hablase con su padre y le convenciese de que el destino de Galileo era convertirse en matemático. La cuestión quedó resuelta enseguida, y el entusiasta joven quedó absolutamente maravillado por la obra de Arquímedes: «Aquellos que leen sus trabajos», escribió, «pueden darse perfecta cuenta de la inferioridad de las demás mentes en comparación con la de Arquímedes, y de la escasa esperanza de poder hacer descubrimientos similares a los que él efectuó».
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Poco imaginaba Galileo en aquel entonces que él mismo poseía una de esas raras mentes que no eran inferiores a la del maestro griego. Inspirado por la leyenda de Arquímedes y la corona del rey, Galileo publicó en 1586 un opúsculo titulado
La pequeña balanza
sobre una balanza hidrostática de su invención. Más adelante volvió a citar a Arquímedes en una conferencia sobre literatura en la Academia de Florencia, en la que comentaba un tema poco corriente: la ubicación y tamaño del infierno en el poema épico de Dante,
Inferno.

En 1589, Galileo fue designado titular de la cátedra de matemáticas de la Universidad de Pisa, debido en parte a la enérgica recomendación de Christopher Clavius (1538-1612), un respetado matemático y astrónomo de Roma a quien Galileo había visitado en 1587. La fama del joven matemático estaba en pleno auge. Galileo pasó los tres años siguientes exponiendo sus primeras ideas sobre la teoría del movimiento. Estos ensayos, estimulados por la obra de Arquímedes, contienen una combinación fascinante de ideas interesantes y afirmaciones falsas. Por ejemplo, al tiempo que establecía la pionera noción de que se pueden comprobar las teorías sobre la caída de los cuerpos empleando un plano inclinado para que el movimiento sea más lento, Galileo afirmaba incorrectamente que, al dejar caer un cuerpo de una torre, «la madera se mueve más rápidamente que el plomo al principio de su movimiento».
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Las tendencias y los procesos mentales de Galileo durante esta etapa de su vida fueron parcialmente deformadas por su primer biógrafo, Vincenzo Viviani (1622-1703). Viviani creó la imagen popular de un estricto experimentalista terco y meticuloso, cuya inspiración procedía exclusivamente de la atenta observación de los fenómenos naturales.
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En realidad, hasta su traslado a Padua en 1592, la orientación y la metodología de Galileo eran principalmente matemáticas. Solía apoyarse en «experimentos mentales» y en la descripción arquimediana del mundo en términos de figuras geométricas sometidas a leyes matemáticas. En aquellos días, su principal reproche a Aristóteles era que éste «no sólo ignoraba los descubrimientos más profundos y abstrusos de la geometría, sino incluso los principios más elementales de esta ciencia».
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Galileo opinaba también que Aristóteles se basaba en exceso en las experiencias sensoriales «porque, a primera vista, ofrecen la apariencia de verdad». En su lugar, Galileo proponía «emplear en todo momento el raciocinio en lugar de los ejemplos (porque buscamos las causas de los efectos, y no es la experiencia la que las revela)».

El padre de Galileo murió en 1591, animando al joven, que debía convertirse en el sostén económico de la familia, a que aceptase una plaza en Padua, donde su salario sería triplicado. Los dieciocho años siguientes fueron los más dichosos en la vida de Galileo. En Padua inició una prolongada relación con Marina Gamba, con quien nunca se casó, pero que le dio tres hijos: Virginia, Livia y Vincenzo.
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El 4 de agosto de 1597, Galileo dirigió una misiva al gran astrónomo alemán Johannes Kepler en la que admitía que hacía mucho tiempo que «era copernicano», y agregaba que el modelo heliocéntrico de Copérnico permitía dar explicación a diversos hechos naturales que la doctrina geocéntrica era incapaz de explicar. Se lamentaba, no obstante, del hecho de que Copérnico «hubiese sido ridiculizado y expulsado de la escena». Esta carta marcó el inicio de la trascendental fisura entre Galileo y la cosmología de Aristóteles. La astrofísica moderna empezaba a tomar forma.

El mensajero de los cielos

En la noche del 9 de octubre de 1604, los astrónomos de Verona, Roma y Padua se asombraron al descubrir una nueva estrella que rápidamente se hizo más brillante que todas las estrellas del firmamento. El meteorólogo Jan Brunowski, que trabajaba para la corte imperial en Praga, vio también el fenómeno el 10 de octubre y, terriblemente agitado, informó de ello a Kepler. Las nubes impidieron a Kepler observar la estrella hasta el 17 de octubre; sin embargo, desde ese momento, Kepler mantuvo un registro de sus observaciones durante aproximadamente un año, y finalmente publicó un libro acerca de la «nueva estrella» en 1606. Actualmente sabemos que el espectáculo celeste de 1604 no marcaba el nacimiento de una nueva estrella, sino más bien la explosiva muerte de una estrella vieja. Este evento, que ahora se conoce como
supernova de Kepler,
causó sensación en Padua. Galileo pudo ver la nueva estrella con sus propios ojos a finales de octubre de 1604, y en los meses de diciembre y enero posteriores dio tres conferencias públicas sobre ello con gran éxito de asistencia. Apelando al conocimiento por encima de la superstición, Galileo apuntó que la ausencia de un desplazamiento (paralaje) observable en la posición de la nueva estrella (contra el fondo de estrellas fijas) demostraba que dicha estrella debía de hallarse más allá de la región lunar. El significado de esta observación era tremendo. En el mundo aristotélico, los cambios en los cielos se restringían a este lado de la Luna, mientras que la esfera de estrellas fijas, mucho más distante, se suponía inviolable e inmune al cambio.

Las esferas inmutables ya habían empezado a hacerse añicos en 1572, cuando el astrónomo danés Tycho Brahe (1546-1601) observó otra explosión estelar que se conoce en la actualidad como
supernova de Tycho.
El acontecimiento de 1604 representaba otra palada de tierra sobre la cosmología de Aristóteles. Pero el verdadero avance en la comprensión del cosmos no vino del reino de la especulación teórica ni de las observaciones realizadas a simple vista. Más bien fue el resultado de un sencillo experimento con lentes de cristal convexas (abultadas hacia fuera) y cóncavas (curvadas hacia dentro): al colocar dos lentes adecuadas a unos 33 centímetros de distancia entre sí, los objetos lejanos parecen aproximarse. Por el año 1608, estos catalejos empezaron a aparecer por toda Europa, y dos fabricantes de gafas flamencos y uno holandés solicitaron incluso la patente. Los rumores sobre este milagroso instrumento llegaron a oídos del teólogo veneciano Paolo Sarpi, que habló de ello a Galileo sobre mayo de 1609. Deseoso de confirmar la información, Sarpi escribió también a un amigo suyo de París para preguntarle si los rumores eran ciertos. Según su propio testimonio, Galileo se vio «invadido por el deseo de poseer ese bello objeto». Más adelante hablaría de estos hechos en el libro
El mensajero sideral,
aparecido en marzo de 1610:

Cerca de diez meses hace ya que llegó a nuestros oídos la noticia de que cierto belga había fabricado un anteojo mediante el que los objetos visibles muy alejados del ojo del observador se discernían claramente como si se hallasen próximos. Sobre dicho efecto, en verdad admirable, contábanse algunas experiencias a las que algunos daban fe, mientras que otros las negaban. Este extremo me fue confirmado pocos días después en una carta de un noble galo, Jacobo Badovere, de París, lo que constituyó el motivo que me indujo a aplicarme por entero a la búsqueda de las razones, no menos que a la elaboración de los medios por los que pudiera alcanzar la invención de un instrumento semejante, lo que conseguí poco después basándome en la doctrina de las refracciones.
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Galileo manifiesta aquí el mismo tipo de pensamiento práctico creativo que caracterizaba a Arquímedes: una vez supo que era posible construir un telescopio, no tardó demasiado en averiguar cómo construir uno él mismo. Es más, entre agosto de 1609 y marzo de 1610, Galileo utilizó su inventiva para perfeccionar su telescopio desde un aparato que podía acercar los objetos ocho veces, a un dispositivo con una potencia de veinte. Pero la grandeza de Galileo no se reveló en esta hazaña técnica y en su pericia, sino en el uso que dio a su tubo de mejora de la visión (al que llamó
perspicillum)
. En lugar de espiar los distantes barcos del puerto de Venecia o de examinar los tejados de Padua, Galileo apuntó su telescopio hacia el cielo. Las consecuencias de ello no tienen precedente en la historia de la ciencia. En palabras del historiador de la ciencia Noel Swerdlow: «En unos dos meses, diciembre y enero [de 1609 y 1610 respectivamente], Galileo hizo más descubrimientos que cambiaron la faz del mundo de los que nadie había hecho jamás hasta entonces ni después».
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De hecho, el año 2009 ha sido bautizado como «Año Internacional de la Astronomía» para conmemorar el 400 aniversario de las primeras observaciones de Galileo. ¿Qué hizo realmente Galileo para convertirse en un héroe científico de tan colosal magnitud? He aquí algunas de sus sorprendentes proezas con el telescopio.

Volviendo el telescopio hacia la Luna y observando especialmente el terminador (la línea que divide las partes iluminada y sombría), Galileo halló que la superficie de este cuerpo celeste era desigual, con montañas, cráteres y vastas llanuras.
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Observó cómo aparecían puntos de luz en la zona cubierta de tinieblas, y cómo estas luces se hacían más extensas, de forma similar a cimas de montañas iluminadas por la claridad del sol naciente. Utilizó incluso la geometría de esta iluminación para determinar la altura de una montaña, que resultó ser de más de 6 kilómetros. Pero eso no fue todo. Galileo vio que la parte oscura de la Luna (en fase creciente) está también levemente iluminada, y llegó a la conclusión de que se debía a la luz solar reflejada desde la Tierra. Del mismo modo que la Luna llena ilumina la Tierra, Galileo afirmó que la superficie lunar recibe aún en mayor medida la luz reflejada desde la Tierra.

Aunque algunos de estos descubrimientos no eran completamente nuevos, la solidez de las pruebas de Galileo elevó la discusión a otro nivel. Hasta la época de Galileo, la distinción entre lo
terrestre y
lo
celeste,
lo que pertenecía a la Tierra y lo que pertenecía a los cielos, estaba perfectamente delimitada. La diferencia no era únicamente científica o filosófica: una profusión de mitologías, religiones, poesía romántica y sensibilidad estética había surgido de la percepción de esta diferencia entre la Tierra y el cielo. Lo que ahora decía Galileo se consideraba poco menos que inconcebible. Contrariamente a la doctrina de Aristóteles, la Tierra y un cuerpo celeste (la Luna) quedaban de hecho equiparados: la superficie de ambos era rugosa, y ambos reflejaban la luz del Sol.

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