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Authors: Mario Livio

Tags: #Divulgación Científica

¿Es Dios un Matemático? (15 page)

BOOK: ¿Es Dios un Matemático?
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Para muchos, Descartes (figura 21) fue el primer filósofo moderno y también el primer biólogo moderno. Si a estas impresionantes credenciales se añade el hecho de que el filósofo empirista inglés John Stuart Mill (1806-1873) describió uno de los logros de Descartes en matemáticas como «el paso más importante efectuado jamás en el progreso de las ciencias exactas»,
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es fácil darse cuenta del colosal poder del intelecto de Descartes.

René Descartes nació el 31 de marzo de 1596 en La Haye, Francia.
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En honor de su residente más célebre, la ciudad cambió su nombre por La Haye-Descartes en 1801 y, desde 1967, se conoce simplemente como Descartes. A la edad de ocho años, Descartes ingresó en el colegio jesuita de La Fleche, en donde estudió latín, matemáticas, los clásicos, ciencias y filosofía escolástica hasta 1612. Su salud relativamente frágil excusó a Descartes de tener que levantarse a la hora atroz de las cinco de la mañana, y se le permitía pasar en la cama las primeras horas del día. Siendo ya adulto, Descartes siguió dedicando estas horas a la contemplación, y una vez reveló al matemático francés Blaise Pascal que para él la única forma de mantenerse sano y productivo era no levantarse nunca antes de que le apeteciese hacerlo. Como veremos, esta declaración resultó ser trágicamente profética. Después de su paso por La Fleche, Descartes se graduó como abogado en la Universidad de Poitiers, pero nunca ejerció como tal. Descartes era una persona inquieta y ansiosa por ver mundo, de modo que decidió enrolarse en el ejército del príncipe Mauricio de Orange, que se encontraba destacado en Breda, en las Provincias Unidas (Países Bajos). En Breda tuvo lugar un encuentro accidental que iba a ser de importancia capital en el desarrollo intelectual de Descartes. Según la tradición, Descartes vio en un cartel un complejo problema matemático y pidió a una persona que pasaba por allí que se lo tradujese al francés o al latín.
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Unas horas después, Descartes tenía el problema solucionado, y esto le convenció de que poseía aptitudes para las matemáticas. El traductor resultó ser nada menos que el matemático y científico holandés Isaac Beeckman (1588-1637), cuya influencia en las investigaciones «físico-matemáticas» de Descartes se dejó notar durante mucho tiempo.
[118]
En los nueve años siguientes, Descartes alternó entre el bullicio de París y el servicio militar en diversos ejércitos. En una Europa sumida en luchas políticas y religiosas y al inicio de la guerra de los Treinta Años, Descartes no tenía dificultad alguna para encontrar una batalla o un regimiento al que unirse, ya fuese en Praga, Alemania o Transilvania. Sin embargo, a lo largo de este período siguió, como él mismo decía, «sumergido de cabeza» en el estudio de la matemática.

El 10 de noviembre de 1619, Descartes tuvo tres sueños que, no sólo afectaron de forma drástica el resto de
su
propia vida, sino que marcaron quizá el principio de la era moderna.
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Al describirlos tiempo después, Descartes decía en una de sus anotaciones: «Me hallé henchido de entusiasmo y descubrí los cimientos de una ciencia maravillosa». ¿Cuáles fueron esos sueños tan influyentes?

En realidad, dos de ellos eran pesadillas. En el primer sueño, Descartes se vio atrapado en un furioso torbellino que le hacía girar con violencia alrededor de su talón izquierdo. Además, una aterradora sensación de caída le invadía. Luego aparecía un anciano que intentaba regalarle un melón procedente de un lejano país. El segundo sueño era también una pavorosa visión. En él se hallaba atrapado en una sala en la que sonaban ominosos truenos y las centellas volaban a su alrededor. En marcado contraste con los dos primeros, el tercer sueño era una imagen de calma y meditación. Al pasar los ojos por la habitación, Descartes vio libros que aparecían y desaparecían de una mesa. Entre ellos se hallaba una antología poética denominada
Corpus Poetarum
y una enciclopedia. Abriendo la antología por una página al azar, Descartes pudo echarle un vistazo a la primera línea de un poema del autor romano del siglo IV Ausonio, que decía:
Quod vitae sectabor iterl
(«¿Qué camino debo seguir en la vida?»). Un hombre se materializaba milagrosamente y citaba otro verso:
Est et non
(«Sí y no» o «Lo es y no lo es»). Descartes quería mostrarle el verso de Ausonio, pero la visión entera desapareció en la nada.

Como suele suceder con los sueños, su significado no se halla en su contenido en sí, que suele ser desconcertante y extraño, sino en la interpretación que la persona que sueña decide asignarle. En el caso de Descartes, el efecto de estos tres enigmáticos sueños fue increíble. Para él, la enciclopedia significaba el conjunto del conocimiento científico y la antología de poemas, la filosofía, la revelación y el entusiasmo. El «sí y no» —los famosos opuestos de Pitágoras— los interpretó como la verdad y la falsedad [no es sorprendente que algunas interpretaciones psicoanalíticas hayan sugerido connotaciones sexuales acerca del melón]. Descartes estaba totalmente convencido de que los sueños le exhortaban a la
unificación de todo el conocimiento humano mediante la razón.
En 1621 abandonó el ejército, pero siguió viajando y estudiando matemáticas durante los cinco años siguientes. Los que conocieron a Descartes durante esa época, incluido el influyente líder espiritual cardenal Pierre de Bérulle (1575-1629), quedaron hondamente impresionados por su agudeza y claridad de pensamiento, y muchos de ellos le instaron a que publicase sus ideas. En el caso de cualquier otro joven, estas paternalistas «sabias palabras» hubiesen tenido el mismo efecto que tuvo el lacónico consejo «¡Plásticos!» en el personaje de Dustin Hoffman en
El graduado,
pero Descartes era distinto. Puesto que ya se había puesto como objetivo la búsqueda de la verdad, no fue difícil convencerlo. Se trasladó a Holanda, que en aquellos días parecía ofrecer un entorno intelectual más reposado, y pasó los siguientes veinte años produciendo un
tour de force
tras otro.

Descartes publicó su primera obra maestra sobre los fundamentos de la ciencia, el
Discurso del método para guiar bien la razón y buscar la verdad en las ciencias,
en 1637 (en la figura 22 se muestra la portada de la primera edición). Este tratado iba acompañado de tres notables apéndices (sobre óptica, meteorología y geometría).

A continuación vinieron su trabajo de filosofía,
Meditaciones sobre la primera filosofía,
en 1641, y en física,
Principios de filosofía,
en 1644. Por entonces, Descartes ya era célebre en toda Europa, y entre sus admiradores y corresponsales se hallaban la princesa Isabel de Bohemia (1618-1680), que estaba en el exilio. En 1649, Descartes fue invitado a instruir en filosofía a la pintoresca reina Cristina de Suecia (1626-1689). Descartes, que siempre había tenido una cierta debilidad por la realeza, accedió. De hecho, su carta a la reina estaba tan atiborrada de reverenciales expresiones de cortesía del siglo XVII que en nuestros días parece ridicula: «Permítame la osadía de declarar aquí ante Su Majestad que nada de lo que pueda ordenarme será tan complicado que no me inste a hacer todo lo posible para ejecutarlo, y que, aun siendo sueco o finés de nacimiento, no podría hallarme más dispuesto y lleno de celo de lo que lo estoy ahora». La joven reina, de voluntad de hierro, insistió en que Descartes impartiese sus lecciones a la infame hora de las cinco de la mañana. En un país tan frío en el que, tal como Descartes escribió a un amigo, «se hielan hasta los pensamientos», esta condición resultó letal.
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«Me hallo fuera de mi elemento aquí», escribió Descartes, «y no deseo más que tranquilidad y reposo, algo que ni el más poderoso de los monarcas puede conceder a aquellos que no pueden obtenerlo por sí mismos». Tras sólo unos meses de hacer frente al brutal invierno sueco en esas oscuras horas de la madrugada a las que había evitado durante toda su vida, Descartes contrajo una neumonía y, posiblemente, encefalitis. Murió a la edad de cincuenta y tres años, el 11 de febrero de 1650, a las cuatro de la madrugada, quizá intentando evitar tener que despertarse de nuevo. El hombre cuya obra fue el heraldo de la era moderna cayó víctima de sus propias tendencias esnob y de los caprichos de unajoven reina.

Descartes fue enterrado en Suecia,
[121]
pero sus restos, o al menos una parte de ellos, se transportaron a Francia en 1667. Allí sufrieron numerosos traslados, hasta que finalmente recibieron sepultura el 26 de febrero de 1819 en una de las capillas de la catedral de Saint-Germain-des-Prés.

En la figura 23 me hallo junto a la sencilla placa negra que recuerda a Descartes. Un cráneo que, según se afirmaba, pertenecía a Descartes pasó de mano en mano en Suecia hasta que un químico de nombre Berzelius lo compró y lo llevó a Francia. Ese cráneo se halla ahora en el Museo de Ciencias, que forma parte del Musée de l'Homme. El cráneo suele mostrarse junto al del hombre de Neanderthal.

Un moderno

En una persona, la etiqueta «moderno» suele hacer referencia a los individuos que pueden mantener una conversación fluida con sus colegas profesionales del siglo XX (bueno, ya XXI). Lo que hace que Descartes sea un verdadero «moderno»
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es el hecho de que se atrevió a
cuestionar
todas las afirmaciones filosóficas y científicas efectuadas antes de su época. En cierta ocasión, Descartes señaló que su educación sólo le sirvió para aumentar su perplejidad y para hacer que se diese cuenta de su propia ignorancia. En su famoso
Discurso,
escribía: «Nada diré de la filosofía sino que, al ver que ha sido cultivada por los más excelentes ingenios que han vivido desde hace siglos, y, sin embargo, nada hay en ella que no sea objeto de disputa y, por consiguiente, dudoso». Aunque el destino de muchas de las ideas filosóficas de Descartes no iba a ser muy distinto, en el sentido de que filósofos posteriores han señalado puntos flacos significativos en sus proposiciones, su refrescante escepticismo incluso acerca de los conceptos más básicos lo convierte en un verdadero moderno. Y lo que es más importante desde la perspectiva de este libro: Descartes admitió que los métodos y el proceso de razonamiento de la matemática generaban un tipo de
certidumbre
de la que la filosofía escolástica anterior a su época carecía.
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Descartes afirmaba claramente:

Esas largas cadenas compuestas de razonamientos muy sencillos, que los geómetras suelen utilizar para alcanzar sus demostraciones más complejas, me permitieron formular la hipótesis de que
todo lo que abarca el ámbito del conocimiento humano está interconectado del mismo modo.
Y pensé que, siempre que nos abstengamos de aceptar como cierta cualquier cosa que no lo sea, y que tengamos cuidado de mantener el orden necesario para deducir una cosa de otra, nada hay tan remoto que no pueda ser finalmente alcanzado o tan oculto que no pueda descubrirse. (Las cursivas son mías.)

Esta atrevida afirmación va, en cierto sentido, más allá de las opiniones de Galileo. No sólo el universo físico está escrito en el lenguaje de la matemática, sino que todo el conocimiento humano sigue la lógica matemática. En palabras del propio Descartes: «[El método matemático] es un instrumento de conocimiento más potente que cualquier otro que la acción de los hombres nos haya legado, puesto que es el origen de todos los demás». Así, Descartes se puso como uno de sus objetivos demostrar que el mundo de la física, que para él era una realidad que se podía describir en términos matemáticos, se podía representar sin necesidad de apoyarse en ninguna de nuestras percepciones sensoriales que a menudo nos inducen a error. Descartes propugnaba la idea de que la mente debe filtrar lo que ven los ojos y convertir las percepciones en idea. Después de todo, argumentaba, «no hay señales ciertas que nos permitan decidir si estamos despiertos o dormidos». Sin embargo, reflexionaba, si todo lo que percibimos como real podría de hecho no ser más que un sueño, ¿cómo podemos estar seguros de que incluso la tierra y el cielo no son más que «espejismos de sueños» imbuidos en nuestros sentidos por algún «demonio malicioso de poder infinito»? O, como dijo Woody Alien: «¿Y si todo es una ilusión y nada existe? En ese caso, no hay duda de que me han cobrado demasiado por la alfombra». Para Descartes, este aluvión de perturbadoras dudas
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acabó por generar lo que se ha convertido en su razonamiento más célebre:
Cogito, ergo sum
(«Pienso, luego existo»). En otras palabras, tras los pensamientos debe existir una mente consciente. Quizá de forma paradójica, ¡no se puede dudar del propio acto de la duda! Descartes intentó emplear este aparentemente sutil comienzo para construir una estructura completa de conocimientos fiables. Ya fuese filosofía, óptica, mecánica, medicina, embriología o meteorología, Descartes tocó todos los campos, y alcanzó logros significativos en cada una de estas disciplinas. Sin embargo, a pesar de su insistencia en la capacidad de razonamiento del ser humano, Descartes no creía que la lógica pudiese revelar verdades fundamentales
por sí sola.
Llegando así en esencia a la misma conclusión que Galileo, escribió: «En cuanto a la lógica, sus silogismos y la mayoría de sus demás preceptos resultan más útiles para comunicar aquello que ya conocemos… que para investigar lo desconocido». En cambio, en su heroica tarea de reinventar, o establecer, las bases de disciplinas enteras, Descartes intentó utilizar los principios que había extraído del método matemático para asegurarse de la solidez del terreno por el que avanzaba. Describió estas rigurosas «pautas» en sus
Reglas para la dirección del espíritu.
Empezando por certezas que no le ofrecían duda alguna (similares a los axiomas de la geometría de Euclides), intentaba fragmentar los problemas más complicados en otros más manejables, yendo de lo rudimentario a lo intrincado, comprobando con rigor todo el proceso para asegurarse plenamente de no haber pasado por alto solución alguna. Huelga decir que ni siquiera este proceso arduo y meticulosamente construido hacía que las conclusiones de Descartes fuesen inmunes a error. De hecho, a pesar de la fama de Descartes por sus decisivos avances en filosofía, sus contribuciones más
duraderas
se hallan en el campo de la matemática. Prestaré ahora atención a la idea simple y brillante que John Stuart Mill calificó como «el paso más importante efectuado jamás en el progreso de las ciencias exactas».

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