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Authors: Mark Walden

Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Ciencia Ficción

Escuela de malhechores (10 page)

BOOK: Escuela de malhechores
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Pero así era, solo que no se trataba de lo que la mayoría de la gente entiende por lectura. Al igual que cuando aprendió a leer, era como si el conocimiento que contenía cada libro saltara directamente desde la página a su cerebro. No podía explicarlo, pero cuanto más leía, más sabía, y cuanto más sabía, mejor comprendía lo que ya había leído. Y leía literalmente de todo, desde Tolkien a Tolstoi, desde Sun Tzu al
Sunday Times
, eligiendo a menudo una sección de la biblioteca cada día y devorando estanterías enteras sin interrupción. El personal de la biblioteca bromeaba sobre aquel niñito tan raro que se sentaba en el suelo rodeado de pilas de libros y papeles haciendo como si leyera. Tal vez no estuviera bien de la cabeza, se decían, pero, al menos, allí estaba contento y seguro. Todos menos el señor Littleton, que, con el tiempo, acabó por darse cuenta de que Otto sí que leía los libros, de hecho, casi los absorbía. Trató de hacérselo saber a sus colegas, pero lo único que consiguió fue que pensaran que quizá él fuera tan raro como el niño. A veces, cuando el señor Littleton se topaba con Otto sentado en uno de los pasillos, se detenía un instante, cogía un libro de una estantería y se lo entregaba.

—No te pierdas este, tienes que leerlo.

—Gracias, señor Littleton —le respondía siempre Otto, sonriendo al anciano bibliotecario con esa expresión adulta tan característica suya y, acto seguido, depositaba el libro en lo alto de una de las pilas que tenía a su alrededor.

Todo ello contribuía a que la formación escolar convencional fuera bastante irrelevante para Otto. Por regla general, se enviaba al resto de los huérfanos a la escuela del barrio, pero bien pronto resultó evidente que Otto iba un poco más «adelantado» que sus compañeros. Sus lecturas en la biblioteca habían abarcado tal cantidad de temas que con solo diez años sabía de todas las asignaturas mucho más que la mayoría de sus profesores. Estos, por su parte, no se tomaban nada bien que un niño de diez años estuviera constantemente corrigiéndolos y, como cabía esperar, finalmente el director de la escuela presentó una queja a la señora McReedy. Y esta, a su vez, llamó a Otto a su despacho.

—¿Qué voy a hacer contigo, Otto? —dijo con gesto preocupado.

—¿Por qué, qué es lo que pasa, señora McReedy? —respondió Otto, como si de verdad no supiera lo que se suponía que había hecho.

La señora McReedy bajó la vista hacia unos papeles que había sobre su escritorio.

—Al parecer, algunos de tus profesores… bueno, todos tus profesores, de hecho, se han quejado de que creas problemas en clase. ¿Es eso cierto? —inquirió mirándole con severidad.

—Bueno, si considera que poner de relieve su lamentable incompetencia es crear problemas, entonces sí, supongo que los he creado.

Otto la miró fijamente. Con el paso de los años, la señora McReedy había terminado por acostumbrarse a que Otto le hablara de esa manera —inteligente aunque grosera—, pero se daba cuenta de que debía ser algo que molestaba enormemente a sus profesores.

—Otto, solo tienes diez años, no eres quién para decidir si tus profesores hacen bien su trabajo o no. Ninguno de los otros chicos causa tantos problemas como tú —prosiguió con un atisbo de exasperación.

—Yo no soy como los otros chicos, ya lo sabe. Tardan tanto en entenderlo todo que me aburro de esperar. Yo no tengo la culpa de ser mejor que ellos —repuso Otto con toda naturalidad—. Ya he aprendido todo lo que se da en las clases y la verdad es que empiezo a preguntarme qué hago allí.

Dicho aquello, se cruzó de brazos con gesto desafiante.

—No digas tonterías. ¿Qué va a ser de ti cuando te vayas de aquí si no tienes ninguna cualificación?

A la señora McReedy le costaba trabajo creer que estaba manteniendo una conversación como esa con alguien de la edad de Otto.

—Seguro que se me ocurre algo, señora McReedy.

Otto sabía que no tenía que preocuparse ni de cualificaciones ni de exámenes. Eso era para los chicos normales y a esas alturas tenía ya muy claro que él estaba lejos de ser normal.

—Entonces, ¿se puede saber qué sugieres que hagamos? —preguntó la señora McReedy, con la esperanza secreta de que Otto tuviera verdaderamente una sugerencia útil, pues a ella le estaba costando Dios y ayuda dar con una. Si Otto continuaba con su mal comportamiento, le expulsarían del colegio y eso significaba que podían llegar a poner en cuestión su forma de ocuparse de los chicos.

—Usted podría ser mi profesora —replicó Otto.

La señora McReedy le dirigió una sonrisa condescendiente.

—Hace mucho que no doy clases, Otto, y si los profesores del colegio te parecen malos, ¿qué pensarás de mí?

—No estoy sugiriendo que realmente trate de darme clase, estoy de acuerdo en que no tendría ningún sentido. No, se trata de mantener las apariencias, bastará con que diga que va a darme clases particulares aquí, en el orfanato —dijo, pensativamente, Otto.

—Y entonces, ¿quién te dará clase?

La señora McReedy parecía un tanto confundida.

—Yo mismo —respondió como si tal cosa—. La mayoría de los profesores del colegio se limitan a leer los libros de texto en voz alta. Eso también lo puedo hacer yo, y bastante más rápido que ellos. Lo único que tiene que hacer usted es decir que me está dando clases particulares aquí. Nadie tiene por qué enterarse de que no es verdad.

Otto parecía muy complacido con su idea.

La señora McReedy calibró durante un instante la sugerencia de Otto. La verdad es que tenía cierto sentido, aunque no fuera del todo honesta. Para todo aquel que conociera a Otto resultaba evidente que ni necesitaba ni quería una educación convencional y al menos de esa forma nadie haría preguntas embarazosas sobre su forma de gestionar el orfanato. De hecho, ser considerada la profesora de un niño prodigio no le haría ningún daño a su reputación. La señora McReedy observó detenidamente a Otto.

—Supongamos por un momento que seguimos adelante con tu plan. Tendrías que decirle a todo el mundo que te estoy dando clase y solo tú y yo sabríamos la verdad.

—Sería nuestro pequeño secreto, señora McReedy —Otto sonrió—. Me imagino que quien eduque a un chico como yo obtendrá una buena subvención. Una subvención muy sustanciosa, varios miles de libras al año por lo menos…

De pronto fue como si se hubiera accionado un interruptor en el cerebro de la señora McReedy. Durante un instante, una expresión calculadora asomó a su rostro mientras se esforzaba inútilmente en reprimir una sonrisa.

Otto no solo era capaz de entender de un vistazo máquinas y libros, sino también a las personas. Cuando hablaba con alguien averiguaba al instante qué era lo que le motivaba y qué tenía que decir para conseguir exactamente lo que quería. En el caso de la señora McReedy resultaba sorprendentemente fácil: el orgullo y la codicia, dos instintos infalibles a los que recurrir a la hora de manipular a una persona. Lo había aprendido de Maquiavelo.

—Oh, estoy segura de que no será tanto —la expresión de su cara dejaba a las claras que sabía muy bien que era justo lo contrario—. Deja que haga algunas averiguaciones. No puedo prometerte nada, pero, al menos, puede que valga la pena contemplar la posibilidad.

—Espero que sea posible arreglarlo —repuso Otto—. Creo que sería lo mejor para todos.

«Para mí sobre todo», se dijo para sus adentros.

A Otto no le sorprendió en absoluto que las gestiones para su nueva educación se llevaran a cabo con una celeridad casi escandalosa. También se dio cuenta de que, de repente, la ropa de su profesora parecía bastante más cara y alguna que otra vez advirtió asimismo la presencia de una nueva joya reluciendo en su muñeca o en su garganta. Estaba claro que como alumno resultaba muy rentable. A él no le importaba que la señora McReedy se gastara el dinero en sí misma: si eso significaba que se iba a mostrar tan ansiosa como él por mantener en secreto los detalles de su pequeño acuerdo, tanto mejor.

Y así fueron las cosas durante los tres años siguientes. Otto tenía libertad para hacer prácticamente lo que quisiera. Lo que le había dicho a la señora McReedy iba en serio: era verdad que tenía la intención de educarse a sí mismo y, de hecho, durante los siguientes meses se aplicó a la tarea con todas sus fuerzas. Seguía leyendo todo lo que caía en sus manos y empezó a experimentar con el montaje de aparatos y máquinas cada vez más complejos, que él mismo diseñaba para poner a prueba los límites de sus conocimientos. Cada vez que se topaba con un problema que no entendía trataba de dar con la respuesta por sí mismo o estudiaba la teoría que podía conducirle a ella. A medida que sus experimentos se volvían más complejos, se fue dando cuenta de que necesitaba un espacio privado más amplio donde pudiera trabajar aislado y a tal fin se puso a acondicionar el inmenso ático del orfanato. El angosto tramo de escaleras que conducía al espacio que había debajo del tejado estaba medio oculto en un rincón del último piso del edificio y, a juzgar por el estado del ático, Otto estaba prácticamente seguro de que nadie había subido allí desde hacía muchos años. El lugar se adecuaba a la perfección a sus propósitos y se pasó varias semanas retirando los trastos que se habían ido acumulando a lo largo de los años en aquel lugar abandonado, con objeto de dejar el ático listo para su uso. Incluso lo decoró a su manera. No estaba muy seguro de por qué razón había colocado el escritorio y la gran silla de cuero en un extremo de la estancia, pero, al igual que el mapamundi que colgaba de la pared por encima de ellos, le parecía que quedaban bien.

Mientras seguía progresando en sus estudios, se había dedicado también a reforzar sus lazos con los otros chicos del orfanato. Al menos con aquellos que consideraba que le podían ser más útiles. Por razones que en un primer momento no comprendió, muchos de ellos, incluidos varios de mayor edad que él, parecían considerarle una especie de líder. Sus compañeros veían en él a un chico que al parecer no tenía obligación de ir al colegio, que parecía tener permiso para hacer lo que le viniera en gana y al que la señora McReedy, por alguna extraña razón, procuraba no reprender nunca. Les parecía un estupendo ejemplo a seguir.

Pero, entretanto, el estado del orfanato había seguido empeorando. Incluso había algunas zonas del edificio que habían cruzado la raya que separa una construcción un poco deteriorada y vieja de otra auténticamente peligrosa. Otto se propuso detener aquel proceso y se embarcó en el proyecto de restaurar el vetusto edificio para devolverle en la medida de lo posible su antiguo esplendor, lo que no quiere decir que se remangara y se pusiera manos a la obra: eso se habría parecido demasiado a un trabajo duro. Lo que hizo fue recurrir a los servicios de una serie de empresas londinenses que parecían estar totalmente dispuestas a creer que la BBC estaba haciendo un programa sobre la restauración del edificio y que, como cabía esperar, se mostraron encantadas de suministrar gratuitamente sus servicios para tan noble causa. El programa en cuestión, Piensa en los niños, era, por supuesto, una invención de Otto, pero había descubierto que con una gran mentira, un papel de carta con membrete y un apartado de correos anónimo en una oficina postal se podían hacer maravillas. Las donaciones de las empresas no se limitaron a las obras de restauración. A lo largo de los meses siguientes, el orfanato recibió libros gratis, DVD, consolas de videojuegos, televisores, estéreos, material deportivo y toda una retahila de generosas donaciones. A Otto no le interesaba quedarse con ninguna de esas cosas: sabía que si conseguía mantener contentos a los chicos del San Sebastián no tendría que preocuparse de que metieran las narices en sus asuntos o de que atrajeran inspectores al orfanato presentando quejas sobre instalaciones defectuosas o un trato inadecuado.

Pero en ese momento, mientras permanecía sentado a solas en su escritorio releyendo la ominosa carta que había llegado aquella misma mañana, empezó a temerse que todos sus esfuerzos hubieran sido inútiles. Tras largos años de trabajo, acababa de conseguir dejar el orfanato en unas condiciones en las que él se sentía a gusto y ahora resultaba que un burócrata anónimo quería arrebatárselo todo. Le llevaría toda una vida recrear en otro orfanato una organización tan perfecta y no tenía ni el tiempo ni la disposición para empezar otra vez de cero. De hecho, sin contar con alguien tan influenciable como la señora McReedy en la dirección del orfanato, tal vez ni siquiera fuera posible. Tenía que haber una forma de parar aquello, lo único que tenía que hacer era adivinar cuál era…

«E
L PRIMER MINISTRO EMPRENDE UNA CRUZADA PARA LA PROTECCIÓN DE LA INFANCIA
», rezaba el titular del artículo del periódico que estaba leyendo Otto. En resumidas cuentas, lo que el artículo venía a decir era que los planes para llevar a cabo una reforma sistemática de los orfanatos del país respondían a un proyecto personal del primer ministro y que, gracias a su empeño, dichos planes habían sido aprobados con toda celeridad por el parlamento. Los planes en cuestión no gozaban de gran popularidad en el resto de su partido, pero el respaldo del primer ministro había bastado para que a pesar de ello salieran adelante. Otto dejó el periódico en el escritorio y reconsideró el plan que se estaba forjando en su mente. Era arriesgado, audaz, estúpido incluso, pero de las muchas soluciones que había tomado en consideración era la única que podía funcionar.

Pulsó un botón del pequeño intercomunicador que había en el escritorio. Al cabo de un momento, respondió la voz de la señora McReedy.

—Hola, Otto. ¿Necesitas algo? —aún sonaba preocupada.

—Sí, señora McReedy. ¿Puede decirles a Tom y a Penny que suban a verme? —pidió Otto amablemente.

—Desde luego, Otto.

El intercomunicador se apagó y Otto se recostó en la silla para seguir analizando los detalles de su plan.

A los pocos minutos llamaron suavemente a la puerta del ático.

—Adelante —dijo Otto con voz potente y, acto seguido, Tom y Penny entraron en la habitación.

Tom era el mayor de los dos, un muchacho apuesto y bastante alto para su edad. Penny, por su parte, era más o menos de la misma edad que Otto y parecía la niña más dulce y más inocente del mundo. Cualquiera que se topara con ellos pensaría que eran dos angelitos. Solo más tarde se daría cuenta de que los angelitos le habían birlado la vajilla de plata… y el reproductor de DVD.

—Buenos días a los dos —dijo Otto, dirigiéndose a ambos con un tono jovial—. Tengo una pequeña lista de la compra y me preguntaba si no os importaría salir un momento y conseguirme algunas cosas, siempre y cuando no estéis demasiado ocupados.

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