Escuela de malhechores (4 page)

Read Escuela de malhechores Online

Authors: Mark Walden

Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Ciencia Ficción

BOOK: Escuela de malhechores
2.13Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Alguna otra pregunta?

De pronto, el tono de la condesa parecía algo menos amistoso. Una chica de largos cabellos rubios que se sentaba en el lado contrario de la mesa alzó tímidamente la mano. La condesa le hizo una seña con la cabeza y la chica se incorporó en su silla.

—¿Tenemos que ponernos esos horrendos monos naranjas que llevaban los chavales que salían en la peli?

Era norteamericana y, a juzgar por su tono de desaprobación, estaba claro que no le hacía ninguna gracia que durante los próximos seis años su guardarropa se viera reducido a un simple mono.

—Todos los alumnos tienen que llevar ese uniforme, sí —contestó la condesa—. Hay variaciones para indicar los distintos niveles y el curso, pero, por lo demás, todos son iguales. Como tendrá ocasión de comprobar, en nuestra localización actual las posibilidades de comprar conjuntos más a la moda son bastante limitadas.

A la chica se le nubló el semblante y se dejó caer en su silla con los brazos cruzados.

Al otro lado de la mesa, una pelirroja bastante guapa que hablaba con acento escocés tenía una pregunta.

—¿Qué es un nivel? Lo acaba de mencionar usted.

A Otto le pareció recordar que también él quería hacer esa pregunta, pero seguía sintiéndose extrañamente confuso tras hablar con la condesa.

—Verá, la escuela está dividida en distintos niveles que se especializan en impartir formación en unas determinadas disciplinas. Usted, por ejemplo, pertenece al nivel Alfa, que se especializa en el liderazgo y la formación estratégica. Hay otros tres niveles en HIVE: el nivel de los Esbirros, el nivel Técnico y el nivel Político/Financiero. Muchas clases son comunes a todos los niveles, pero algunas están reservadas exclusivamente a los alumnos pertenecientes a un grupo determinado. Todos los niveles se identifican por el color de sus uniformes. El suyo es el negro, el color de los alumnos Alfa. El azul es el de los Esbirros, el blanco el de los Técnicos y el gris el de los alumnos expertos en política y finanzas. Ya sé que puede parecer un poco complicado ahora, pero pueden estar seguros de que al cabo de unas pocas semanas les parecerá como si lo supieran de toda la vida.

Se alzó otra mano, esta vez perteneciente a un chico grueso de pelo rubio que resollaba un poco al hablar.

—¿Falta mucho para la hora de comer? —preguntó con un deje de desesperación—. Me siento muy débil —hablaba con un marcado acento alemán.

La condesa le dedicó una amplia sonrisa.

—Usted debe ser el hijo de Heinrich Argentblum, se parece mucho a él cuando tenía su edad.

Al oír aquello, los minúsculos ojos del muchacho se iluminaron.

—Sí, soy Franz Argentblum. ¿Conoce a mi padre? —preguntó emocionado.

—Desde luego. Es un antiguo alumno de HIVE, pero nos dejó antes de que trasladáramos la escuela a su nueva ubicación. Ya veo que va a seguir los pasos de su padre, ¿eh?

—Sí, somos los principales fabricantes de chocolate de toda Europa —el chico sonrió satisfecho.

Lo que no sabía era que su padre no era simplemente un magnate del chocolate, sino también una de las mentes criminales más poderosas de toda Europa. Estaba claro que a Franz se le iba a mantener lo más alejado posible del negocio del chocolate. De hecho, probablemente fuera preferible mantenerlo lo más alejado posible del chocolate en general, sin más.

—Estoy segura de que será usted un alumno excelente —respondió la condesa.

«A condición de que el profesor de gimnasia conozca técnicas de reanimación», pensó Otto.

—Respondiendo a su pregunta —prosiguió la condesa—, dentro de dos horas se unirán ustedes al resto de los estudiantes para almorzar. Pero antes harán una breve visita guiada y recogerán sus uniformes.

A juzgar por la expresión de abatimiento de Franz, las dos horas bien podrían haber sido dos años.

—Bueno, ya está bien de preguntas por ahora. Vamos a ver si podemos encontrar un atuendo más adecuado para todos ustedes —al levantarse de la silla, el fastuoso pelo de la condesa la hizo parecer más alta de lo que realmente era. Una vez de pie, les señaló otra puerta al fondo de la sala—. Hagan el favor de seguirme, vamos a ir a Intendencia para hacerles entrega de sus uniformes.

Mientras el grupo se dirigía hacia la salida, la mente de Otto empezó por fin a despejarse. Nunca antes había sentido una confusión tan rara como aquella, casi una especie de amnesia. Era una sensación que no tenía ningún deseo de volver a experimentar. Wing, a su lado, se puso lentamente de pie y se frotó las sienes.

—Una sensación de lo más desagradable —desde que se conocieron, era la primera vez que Otto veía a Wing inquieto—. Me siento casi como si acabara de despertar de un profundo sueño.

—Está claro que en este lugar abusar de cierto tipo de preguntas no es una buena idea —dijo Otto. No le cabía ninguna duda de que tanto Wing como él habían sido víctimas de una súbita pérdida de memoria y estaba seguro de que había sido cosa de la condesa. El problema era que no tenía ni idea de cómo lo había hecho—. Por el momento, quizá sea mejor que mantengamos los ojos bien abiertos y la boca cerrada. Me parece que a ninguno de los dos nos apetece que nos reinicien el cerebro.

Luego se volvió hacia la salida y se dio cuenta de que la condesa les estaba observando. Mientras el resto del grupo permanecía junto a la puerta, se acercó a ellos con gesto sonriente.

—Ustedes dos, dense prisa. No tenemos todo el día. Se les ve bastante confundidos. ¿No será que todo esto les resulta un poco apabullante?

Otto la miró a los ojos.

—Sí —dijo sonriendo—. Me ha quitado usted la palabra de la boca, condesa.

La condesa, con los ojos entornados y la voz reducida a un susurro, miró con expresión severa a Otto.

—Puedo hacer cosas mucho peores que esa, señor Malpense, puede creerme.

Se miraron de hito en hito durante unos segundos y de pronto, como por arte de magia, los labios de la mujer recuperaron la sonrisa y se volvió hacia el resto del grupo.

—Venga, chicos. Como suele ocurrir en HIVE, tenemos muchas cosas que hacer y muy poco tiempo para hacerlas.

Y, dicho aquello, abrió la puerta y abandonó la sala.

Wing se la quedó mirando un instante y luego se volvió hacia Otto.

—Mi padre me dijo en cierta ocasión que solo a un idiota se le ocurre tirarle de la cola a un tigre que está subido a un árbol —era la primera vez que Otto le veía sonreír.

Otto le devolvió la sonrisa.

—Cierto, pero, si no lo haces, ¿cómo sabes que se trata de un tigre?

Salieron a una amplia pasarela que trazaba una curva y se perdía en la distancia, bordeando los muros de otra cueva enorme, iluminada con luz artificial. Muy por debajo de ellos, el suelo de la cueva estaba cubierto por una cúpula compuesta de paneles de cristal octogonales que parecía contener cientos de hileras de las más diversas plantas y árboles. Por encima de ellos, una primitiva formación de estalactitas gigantes colgaba del techo formando una especie de bosque invertido que brillaba bajo la luz de los focos.

—HIVE es un complejo prácticamente autosuficiente —les explicó la condesa mientras señalaba la extraña estructura que tenían debajo—. La instalación hidropónica que ven aquí se emplea para cultivar los más diversos tipos de plantas. Algunas de ellas sirven para satisfacer nuestras propias necesidades alimenticias, mientras que otras poseen unas propiedades más… exóticas.

La condesa continuó avanzando por la pasarela, seguida en fila india por el grupo. Otto había llegado a la conclusión de que en la isla debían vivir cientos, si no miles de personas, y no parecía posible que todos los suministros alimenticios se produjeran allí. Eso significaba que tenía que haber algún sistema para transportar en secreto grandes cantidades de provisiones a la isla, aun cuando todavía no lo hubieran visto.

Los tacones de la condesa repicaban sobre la superficie metálica mientras proseguía su marcha por la pasarela, seguida obedientemente por el grupo.

—Me pregunto cómo pudieron construir un complejo como este sin que nadie se diera cuenta —dijo Wing, mientras echaba un vistazo al interior de la cueva—. Seguro que una obra como esta necesita cientos de obreros. ¿Cómo se pudo mantener en secreto un proyecto así?

—Quizás no salieron de la isla después de acabar la obra —respondió Otto.

Wing alzó una ceja.

—Un trabajo para toda la vida.

—O una vida a cambio de un trabajo —replicó Otto.

Considerando la importancia que daban en HIVE a mantenerlo todo en el más absoluto secreto, a Otto no le habría extrañado nada que se hubiera ofrecido a sus empleados subalternos un plan de jubilación particularmente agresivo. En un lugar como aquel era posible que la palabra
despido
tuviera un significado bastante más expeditivo de lo habitual.

Giraron por un pasillo que, excavado en la pared, se abría a la pasarela. Descendieron por él y al cabo de un rato llegaron a otra cueva más pequeña que debía ser una especie de encrucijada, pues de ella partían pasillos en todas las direcciones. Mientras avanzaban hacia el centro de la cueva, estalló un ruido atronador que parecía venir de todas partes a la vez: «¡¡¡UAAA, UAAA, UAAA!!!». Eran como tres notas de una trompeta tocadas a todo pulmón.

Y de pronto se armó un jaleo de tres pares de demonios.

Por los pasillos aparecieron auténticas mareas de chavales que reían y parloteaban. Todos vestían monos con los códigos de colores de los que había hablado la condesa, pero ahí se acababa la uniformidad. El doctor Nero había dicho que había alumnos de todas las partes del mundo y no había exagerado. Todos los tonos de la piel, todos los peinados, todas las formas y tamaños parecían estar representados en aquella muchedumbre, y la variedad de acentos que Otto alcanzaba a distinguir era mareante. Tampoco podía decirse que los retazos de conversación que conseguía pillar fueran demasiado normales.

—¿Y por qué tenemos que aprender a descerrajar una puerta cuando podemos recurrir a los explosivos plásticos?

—…y entonces va él y dice: «¿Plutonio?». Y todos nos partimos de risa.

—…una trayectoria suborbital debería ser suficiente.

—…y me dice que mi risa no es lo bastante maligna y entonces voy yo y le digo…

El perplejo grupo de Otto no pudo hacer otra cosa que apretujarse en el centro de la encrucijada, formando un diminuto islote de miradas de asombro, mientras los alumnos de HIVE fluían a su alrededor como un río.

La presencia de aquel grupo de chicos boquiabiertos y sin uniforme llamó la atención de algunos de los estudiantes que pasaban a su lado. Los hubo que se limitaron a señalarlos con el dedo, mientras propinaban un codazo a sus compañeros y soltaban una carcajada; otros sonreían e incluso un par de ellos los saludaron con la mano mientras pasaban de largo. Sin embargo, la mayor parte de aquella masa en movimiento los ignoró por completo y con la misma celeridad con que habían aparecido se perdieron de vista. En menos de un minuto volvió a reinar el silencio. La condesa se dio la vuelta para dirigirse al grupo.

—Como pueden ver, en HIVE la puntualidad se toma muy en serio. Aquí no se admiten demoras. Además, nadie quiere que le pillen los guardias del vestíbulo sin su pase.

Como si estuviera programado, un pelotón de guardias entró marchando en la cueva y miró con recelo a los chicos.

Desde la parte de atrás del grupo se alzó la voz temblorosa de un chico bajo, calvo y de aspecto nervioso que llevaba unas gafas de montura gruesa.

—¿Por qué van armados los guardias? —preguntó tímidamente.

—Oh, no debe preocuparse —la condesa le dirigió una sonrisa tranquilizadora—. Están aquí para protegerle: no tiene que temer nada de ellos —hizo una pausa—. Siempre y cuando no transgreda las normas de la escuela, claro. Además, no son armas corrientes. Fíjese…

Se volvió hacia la patrulla de guardias.

—Eh, usted —la condesa hizo una seña al guardia que encabezaba el grupo, que se detuvo al instante, haciendo que el resto de la patrulla se parara en seco—. Deme su arma.

Otto se fijó en lo nervioso que se había puesto de pronto el guardia. Se acercó a la condesa, abrió su cartuchera y le entregó lo que parecía ser una pistola de gran tamaño con un cañón de un grosor muy superior al habitual.

—Gracias —la condesa sonrió al guardia—. Ya puede retirarse. Cuando acabe la patrulla, pásese por los almacenes para coger otra pistola.

El guardia, visiblemente aliviado por el hecho de que se le autorizara a retirarse, se giró para reintegrarse en el pelotón. Para gran sorpresa de todos, en ese momento la condesa alzó el arma, le apuntó a la espalda y apretó el gatillo. De forma simultánea se produjeron un destello y un zumbido y, acto seguido, impactó en la espalda del guardia una pequeña onda expansiva que hizo que el aire pareciera vibrar. El hombre se desplomó como una marioneta a la que le hubieran cortado los hilos y se quedó inerte en el suelo. Varios de los chicos gritaron de asombro y Otto se fijó en que los demás guardias se apartaban nerviosos de su camarada caído.

—Esta es un arma aturdidora de descarga secuencial o, como prefieren llamarla los guardias, una adormidera. Dispara una descarga de energía que no produce ningún daño duradero al blanco, pero que de forma instantánea lo deja completamente inconsciente durante un periodo de unas ocho horas. Esta tecnología ha sido desarrollada recientemente por los propios científicos de HIVE para reemplazar las anticuadas pistolas de dardos tranquilizantes que solían llevar antes los guardias. Las adormideras son mucho más fiables y, según me han dicho, el único efecto secundario negativo que producen es un desagradable dolor de cabeza. Incluso han sido diseñadas de tal forma que no puedan ser empleadas por alguien que no disponga de la pertinente autorización. De modo que ya ven que no tienen nada que temer.

«Claro que no —pensó Otto—, solo a unas cuantas patrullas de sicarios que van de acá para allá provistos de armas de energía experimental. Nada que temer, en absoluto». —De pronto, se dio cuenta de que Wing fruncía el ceño mientras contemplaba el arma con recelo.

——¿Qué pasa? —le susurró Otto.

—Poco antes de que me trajeran aquí tuve un encuentro con unos hombres provistos de unas armas como esa. No es cosa de broma que te disparen con uno de esos bichos, puedes creerme.

El ceño de Wing se hizo más pronunciado.

Other books

Unknown by Unknown
Where It Began by Ann Redisch Stampler
Engaging Men by Lynda Curnyn
Switched by R.L. Stine
His Yankee Bride by Rose Gordon
Everything I Don't Remember by Jonas Hassen Khemiri