Le pregunté si se lo diría a Lou; me dijo que sí, pero que no le hablaría de lo que habíamos hecho juntos, y hablando de esto se volvió a excitar. Menos mal que habíamos llegado.
Pasamos la tarde un poco al tuntún. No hacía tan buen tiempo como la víspera. Estábamos ya en pleno otoño; y me guardé muy bien de jugar al bridge con los amigos de Jean y de Lou; me acordaba de los consejos de Dex; no era momento de echar a perder los pocos centenares de dólares que había conseguido reunir; de hecho, a los tipos esos no les importaba tener quinientos o seiscientos dólares de más o de menos. Jugaban para matar el tiempo.
Jean me dirigía frecuentes miradas, sin motivo alguno, y le dije, aprovechando un momento de intimidad, que tuviera cuidado. Bailé otra vez con Lou, pero desconfiaba de mí; no logré llevar la conversación a ningún tema interesante. Me había ya recuperado de los esfuerzos de la noche anterior, y volvía a excitarme cada vez que le miraba el pecho; de todos modos, se dejó manosear un poco mientras bailábamos. Los otros invitados se marcharon no muy tarde, como la víspera, y volvimos a encontrarnos solos los cuatro. Jean no se tenía en pie, pero quería más, y me costó lo indecible convencerla de que esperara; por fortuna, la fatiga vino en mi ayuda. Dex seguía pegándole al ron. Subimos hacia las diez, y volví a bajar en seguida a buscar un libro. No tenía ganas de volver a empezar con Jean, pero tampoco tenía sueño como para echarme a dormir tan pronto.
Y cuando volví a entrar en mi habitación me encontré a Lou sentada en la cama. Llevaba el mismo deshabillé que la noche anterior y braguitas nuevas. No la toqué. Cerré con llave la puerta de entrada y del cuarto de baño y me metí en la cama con ella como si ella no estuviera allí. Mientras me quitaba la ropa la oía respirar aprisa. Una vez en la cama me decidí a hablarle.
—¿No tienes sueño esta noche, Lou? ¿Puedo hacer algo por ti?
—Así estoy segura de que hoy no irás a la habitación de Jean —respondió.
—¿Qué te hace suponer que anoche estuve en el cuarto de Jean?
—Os oí.
—Qué raro… Pero si apenas hice ruido —me burlé.
—¿Por qué has cerrado las puertas?
—Siempre duermo con la puerta cerrada. No tengo ningún interés en despertarme con un desconocido a mi lado.
Se debía de haber perfumado de pies a cabeza. Olía a kilómetros, y su maquillaje era impecable. Iba peinada como la noche anterior, con el cabello dividido por la mitad, y, realmente, me bastaba con alargar la mano para cogerla como una naranja madura, pero aún tenía una pequeña cuenta pendiente con ella.
—Estuviste con Jean —afirmó.
—Lo único que recuerdo —le dije— es que tú me echaste de tu habitación.
—No me gustan tus modales.
—Esta noche me siento especialmente correcto —le dije—. Te pido disculpas por haberme visto obligado a desnudarme en tu presencia, pero de todos modos estoy seguro de que no has mirado.
—¿Qué le hiciste a Jean? —insistió.
—Oye —le dije—. Seguramente te sorprenderá lo que te voy a decir, pero no puedo hacer otra cosa. Es mejor que lo sepas. El otro día la besé, y desde entonces me está persiguiendo.
—¿Cuándo?
—Cuando la curé de la borrachera en casa de Jicky.
—Lo sabía.
—Casi me obligó. Como sabes, yo también había bebido un poco.
—¿La besaste de verdad…?
—¿Cómo?
—Como a mí… —murmuró.
—No —me limité a decir, con un acento de sinceridad que me dejó más que satisfecho—. Tu hermana es un plomo, Lou. La que me gusta eres tú. A Jean la besé como…, como habría podido besar a mi madre, y ya no puedo aguantarla. No sé cómo librarme de ella, y no sé si podré conseguirlo. Seguramente te dirá que vamos a casarnos. Es una manía que ha cogido esta mañana en el coche de Dex. Es bonita, pero no me apetece. Creo que está un poco chiflada.
—La besaste antes que a mí.
—Fue ella la que me besó. Uno siempre siente gratitud por la persona que lo cuida cuando está borracho…
—¿Te arrepientes de haberla besado?
—No —le dije—. Lo único que lamento es que aquella noche no fueras tú la borracha en vez de ella.
—A mí puedes besarme ahora.
No se movía, y mantenía la mirada fija al frente, pero tenía que haberle costado un buen esfuerzo decir eso.
—No puedo besarte —respondí—. Con Jean no tenía importancia. Contigo me pondría enfermo. No te tocaré hasta que…
No terminé la frase y lancé un vago gruñido de desesperación al tiempo que me daba la vuelta en la cama.
—¿Hasta qué? —preguntó Lou.
Se volvió un poco hacia mí y me puso una mano en el brazo.
—Es una estupidez —dije—. Es imposible…
—Dilo…
—Quería decir… hasta que no estemos casados. Tú y yo, Lou. Pero eres demasiado joven, y nunca podré librarme de Jean, y ella jamás nos dejará tranquilos.
—¿De verdad lo piensas?
—¿Qué?
—Lo de casarte conmigo.
—No podría pensar en serio una cosa imposible —le aseguré—. Pero si te refieres a si tengo ganas, te juro que tengo ganas de verdad.
Se levantó de la cama. Yo seguía tumbado del otro lado. Ella no decía nada. Yo tampoco dije nada, y sentí que se echaba otra vez en la cama.
—Lee —dijo al cabo de un buen rato.
Mi corazón latía tan aprisa que la cama resonaba. Me volví. Se había quitado el deshabillé y todo lo demás, y había cerrado los ojos, tendida de espaldas. Pensé que Howard Hughes habría hecho una docena de películas por tan sólo los pechos de esa chica. No la toqué.
—No quiero hacerlo contigo —le dije—. Esa historia con Jean me disgusta. Antes de conocerme os entendíais muy bien las dos. No quiero que por culpa mía os separéis de un modo u otro.
No sé si tenía ganas de otra cosa que de hacerle el amor hasta ponerme enfermo, si tenía que creer en mis reflejos. Pero conseguí aguantar.
—Jean está enamorada de ti —dijo Lou—. Está más claro que el agua.
—No puedo impedirlo.
Era lisa y esbelta como una hierba, y olorosa como una perfumería. Me senté y me incliné por encima de sus piernas, y la besé entre los muslos, allí donde la piel de las mujeres es más suave que las plumas de un pájaro. Cerró las piernas y las volvió a abrir casi al instante, y yo empecé de nuevo, un poco más arriba esta vez. Su vello rizado y brillante me acariciaba la mejilla, y, dulcemente, me puse a lamerla. Su sexo estaba húmedo y ardiente, firme bajo mi lengua, y me entraron ganas de morderlo, pero me incorporé nuevamente. Lou se sentó, sobresaltada, y me cogió la cabeza para volver a colocarla donde estaba. Conseguí librarme a medias.
—No quiero —dije—. No quiero hasta que no haya podido liquidar esa historia con Jean. No puedo casarme con las dos.
Le mordisqueé los pezones. Ella continuaba aferrada a mi cabeza y mantenía los ojos cerrados.
—Jean quiere casarse conmigo —proseguí—. ¿Por qué? No lo sé. Pero si le digo que no, seguro que se las apaña para que tú y yo no podamos vernos.
Lou, callada, se arqueaba bajo mis caricias. Mi mano derecha iba y venía por sus muslos, y ella se abría a cada caricia precisa.
—No veo más que una solución —concluí—. Puedo casarme con Jean y tú vienes con nosotros, y ya encontraremos la manera de vernos.
—No quiero —murmuró Lou.
Su voz sonaba desigual, y casi la habría podido utilizar como un instrumento musical. Cambiaba de entonación a cada nuevo contacto.
—No quiero que le hagas esto…
—No hay nada que me obligue a hacérselo —repliqué.
—¡Házmelo a mí! —exclamó Lou—. ¡Házmelo a mí, en seguida!
Se agitaba, y cada vez que mi mano subía se adelantaba a mi gesto. Incliné la cabeza hacia sus piernas, y, volviéndola del otro lado, con la espalda hacia mí, le levanté una pierna e introduje mi cara entre sus muslos. Tomé su sexo entre mis labios. Se puso rígida de golpe y se relajó casi al instante. La lamí un poco y me retiré. Ella estaba boca abajo.
—Lou —murmuré—. No voy a hacer el amor contigo. No quiero hacerlo hasta que estemos tranquilos. Me casaré con Jean y ya nos apañaremos. Tú me ayudarás.
Se volvió de un solo impulso y me besó con una especie de furia. Sus dientes chocaron con los míos, mientras yo le acariciaba las caderas. Y luego la cogí de la cintura y la puse en pie.
—Vuelve a la cama —le dije—. Ya hemos dicho bastantes tonterías. Sé buena chica y vuelve a la cama.
Me levanté a mi vez y la besé en los ojos. Por fortuna, llevaba un slip bajo el pijama y pude conservar mi dignidad.
Le puse el sujetador y las braguitas; le sequé los muslos con mi sábana, y por último le puse el deshabillé transparente. Ella, callada, no ofrecía ninguna resistencia, estaba tibia y blanda entre mis brazos.
—A dormir, hermanita —le dije—. Me voy mañana por la mañana. Procura bajar pronto a desayunar, me gustará verte.
Y acto seguido la empujé fuera y cerré la puerta. Las tenía en el bote a las dos. Me sentía lleno de alegría, y probablemente era porque el chico se agitaba bajo sus dos metros de tierra, y entonces le tendí la mano. Es algo grande, estrecharle la mano a un hermano.
A los pocos días recibí una carta de Tom. No hablaba mucho de cómo le iban las cosas. Creí entender que había encontrado un trabajo no muy brillante en una escuela de Harlem, y me citaba las Escrituras, dándome la referencia correspondiente, porque sospechaba que yo no estaba muy al corriente de estas cosas. La cita consistía en un versículo del Libro de Job que decía: «Yo tomo mi carne en mis dientes, y coloco mi vida en las palmas de mis manos.» Creo que el tipo, según Tom, quería dar a entender con eso que había jugado su última carta o había arriesgado el todo por el todo, y me parece una manera un poco complicada de presentar un plato tan sencillo. Tom no había cambiado en este aspecto. Pero de todos modos era un buen tipo. Le contesté que las cosas me iban bien, y le puse un billete de cincuenta, convencido de que el pobre viejo no comía como debiera.
Por lo demás, no había nada nuevo. Libros y siempre libros. Me estaban llegando las listas de los libros de Navidad, y también hojas que no habían pasado por la central, de tipos que distribuían por su cuenta, pero mi contrato me prohibía meterme en este juego y no iba a prestarme a él. A veces ponía de patitas en la calle a personajes de otra ralea, los que trabajaban en la cosa porno, pero nunca con malos modos. Los tipos esos eran muchas veces negros o mulatos, y yo sé lo mal que lo tiene la gente así; las más de las veces les compraba una o dos revistas y las regalaba a la banda; a Judy le encantaban.
Seguían reuniéndose en el drugstore, y viniendo a verme, y yo seguía tirándome alguna que otra niña de vez en cuando, un día sí y un día no como norma general. Todas más bestias que viciosas. Excepto Judy.
Jean y Lou habían prometido pasar las dos por Buckton antes del week-end. Dos citas concertadas por separado: Jean me llamó por teléfono, y Lou no vino. Jean me invitaba a pasar el fin de semana siguiente en su casa, y tuve que contestarle que me era imposible ir. No estaba dispuesto a dejarme manejar como un peón de ajedrez por aquella chica. No se encontraba bien y le habría gustado que yo fuera a verla, pero yo le dije que tenía trabajo atrasado, y ella me prometió que llegaría el lunes hacia las cinco; así tendríamos tiempo de charlar.
En los días que quedaban hasta el lunes no hice nada especial. El sábado por la noche sustituí una vez más al guitarrista del Stork, lo que me supuso quince dólares y la bebida. No pagaban del todo mal en ese tugurio. En casa leía o tocaba la guitarra. El claqué lo tenía un poco abandonado, no me hacía falta con chicas tan fáciles. Volvería a tomármelo en serio cuando me hubiera librado de las dos Asquith. Conseguí cartuchos para el petardo del chico, y compré también varias drogas. Llevé el coche al garaje para que me lo revisaran, y el tipo me arregló bastantes cosas que no funcionaban.
Dex no dio señales de vida durante todo este tiempo. Intenté localizarle el sábado por la mañana, pero se acababa de marchar, a pasar el week-end fuera, no me dijeron adónde. Supongo que había estado tirándose niñas de diez años en casa de la vieja Anna, porque los otros de la banda tampoco le habían visto en toda la semana.
Por fin, el lunes, a las cuatro y veinte, el coche de Jean se detuvo frente a mi puerta; le importaba un bledo lo que la gente pudiera pensar. Bajó del coche y entró en la tienda. No había nadie. Me propinó un beso de los de su mejor cosecha y le dije que se sentara. No bajé la persiana metálica a propósito, para que quedara bien claro que no me gustaba que hubiera llegado antes de la hora. Como siempre, llevaba la ropa más cara que se puede encontrar, y un sombrero comprado no precisamente en Macy; la envejecía, por otra parte.
—¿Has tenido buen viaje? —le pregunté.
—Está muy cerca —repuso—. Otras veces me había parecido más lejos.
—Llegas antes de la hora —le hice observar.
Miró su reloj de diamantes.
—¡No tanto…! Son las cinco menos veinticinco.
—Las cuatro y veintinueve —precisé—. Vas muy adelantada.
—¿Te molesta?
Había adoptado un aire de coqueta que me enfureció.
—Claro. Tengo cosas más importantes que hacer antes que divertirme.
—Lee —murmuró—, sé amable…
—Soy amable cuando he terminado mi trabajo.
—Sé amable, Lee —repitió—. Voy a tener… Estoy…
Se interrumpió. Yo ya lo había entendido, pero tenía que ser ella quien lo dijera.
—Explícate.
—Voy a tener un hijo, Lee.
—Tú —le dije, amenazándola con el dedo—, tú has hecho cosas feas con un hombre.
Se rió, pero su cara seguía estando tensa.
—Lee, tenemos que casarnos lo antes posible, si no va a ser un escándalo.
—Qué va —la tranquilicé—. Cosas como ésta pasan todos los días.
Adoptaba ahora un tono jovial; había que evitar que se marchara antes de que estuviera todo arreglado. Las mujeres en ese estado se ponen casi siempre nerviosas. Me acerqué a ella y le acaricié los hombros.
—No te muevas —le dije—. Voy a cerrar, estaremos más tranquilos.
Probablemente, con el hijo de por medio sería más fácil librarse de ella. Ahora tenía un buen motivo para borrarse del mapa. Me dirigí a la puerta y accioné el interruptor de la izquierda, que ponía en marcha la persiana metálica. Bajó lentamente, sin otro ruido que el de los engranajes que rodaban en su baño de aceite.