—Me alegra haberle causado tanta impresión.
—No son chicas con las que uno pueda acostarse sin más o menos casarse con ellas. Por lo menos, a mí me parece que son así. Y sabes, Lee, hace diez años que las conozco.
—Entonces es que he tenido suerte… —repliqué—. Porque no pienso casarme con las dos, y en cambio sí que voy a acostarme con las dos.
Dexter me miró de nuevo sin contestar. ¿Le habría contado Judy nuestra sesión en casa de Jicky, o no sabía nada? Tenía la sensación de que este tipo podía adivinar las tres cuartas partes de las cosas, aunque no se las contaran.
—Baja —me dijo.
Me di cuenta de que el coche se había parado frente al Stork Club y me apeé.
Entré delante de Dexter, y él fue quien le dio propina a la morena del guardarropía. Un camarero de librea, al que yo conocía muy bien, nos llevó a la mesa que teníamos reservada. En aquel tugurio se daban aires de mucho postín, y el resultado era más bien cómico. Saludé al pasar a Blackie, el director de la orquesta. Era la hora del cocktail, y estaban tocando bailables. Conocía de vista a la mayor parte de los clientes. Pero estaba acostumbrado a verlos desde el escenario, y me hacía un efecto raro encontrarme de pronto en campo enemigo, con el público.
Nos sentamos y Dex pidió dos martinis triples.
—Lee —me dijo—, no quiero seguir hablando de este asunto, pero vete con cuidado con estas chicas.
—Yo siempre voy con cuidado —contesté—. No sé por qué lo dices, pero yo todo lo que hago lo hago con cuidado.
No me contestó, y al cabo de un momento se puso a hablar de otra cosa. Cuando se decidía a abandonar su aire de suficiencia era capaz de decir cosas interesantes.
Al salir íbamos los dos bastante cargados, y me puse al volante, a pesar de las protestas de Dexter.
—No tengo ningún interés en que me estropees la facha antes del sábado. Cuando conduces siempre miras a otra parte, y todas las veces que he ido contigo me he sentido a las puertas de la muerte.
—Pero si no sabes por dónde se va, Lee…
—¡Qué más da! —repliqué—. Me lo vas indicando.
—Está en un barrio al que no vas nunca, y es complicado.
—Dexter, me aburres. ¿Qué calle es?
—Está bien, vamos al número 300 de Stephen's Street.
—¿Es hacia allí? —pregunté, señalando vagamente en dirección al sector oeste.
—Sí. ¿Lo conoces?
—Conozco toda la ciudad —le aseguré—. Atención al despegue.
El Packard se conducía suave como el terciopelo. A Dex no le gustaba, prefería el Cadillac de sus padres; pero comparado con el Nash era una verdadera joya.
—¿Vamos al mismo Stephen's Street?
—Al lado —dijo Dex.
A pesar de la cantidad de alcohol que llevaba en la tripa, se aguantaba como un roble. Como si no hubiera bebido nada.
Estábamos llegando al barrio pobre de la ciudad. Stephen's Street empezaba bien, pero a partir del número 200 ya todo eran pisos baratos, que más adelante se transformaban en chabolas de un solo piso, cada vez más ruinosas. Por el 300 la cosa aún se aguantaba un poco. Había algunos coches frente a las casas, casi todos de la época del Ford-T. Aparqué el coche de Dex frente al número que él me había indicado.
—Por aquí, Lee. Tenemos que caminar un poco.
Cerró las puertas y nos pusimos en marcha. Tomamos una calle transversal y anduvimos unos cien metros. Había árboles, y los cercados de los jardines estaban en ruinas. Dex se detuvo frente a un caserón de dos pisos con techo de tablas. Por un milagro, la reja que rodeaba el montón de desperdicios que constituía el jardín estaba más o menos en buen estado. Entró sin llamar. Era casi de noche, y en los rincones se agitaban sombras inquietantes.
—Pasa, Lee —dijo Dex—. Es aquí.
—Te sigo.
Había un rosal frente a la casa, uno solo, pero su olor era más que suficiente para cubrir el tufo desprendido por las basuras que se acumulaban en todas partes. Dex subió los dos escalones de la entrada, situada a un lado de la casa. Tocó el timbre, y vino a abrir una negra gorda. Sin decir palabra, nos volvió la espalda, y Dex la siguió. Yo cerré la puerta detrás de mí.
Al llegar al primer piso, la negra se hizo a un lado para dejarnos pasar. En una habitación de pequeñas dimensiones había un sofá, una botella y dos vasos, y dos chiquillas de once a doce años, una pelirroja gordita y cubierta de pecas y una negra que parecía ser la mayor de las dos. Estaban sentadas, muy modositas, en el sofá, vestidas ambas con una camiseta y una falda demasiado corta.
—Estos señores os traen dólares —dijo la negra—. Portaos bien con ellos.
Se marchó y cerró la puerta. Miré a Dexter.
—Desnúdate, Lee —me dijo—. Hace mucho calor aquí.
Se volvió hacia la pelirroja.
—Ven a ayudarme, Jo.
—Me llamo Polly —dijo la niña—. ¿Me dará usted dólares?
—Claro que sí —repuso Dex.
Se sacó del bolsillo un arrugado billete de diez dólares y se lo dio a la niña.
—Ayúdame a desabrocharme el pantalón.
Yo no me había movido aún. Miraba a la pelirroja, que se levantó. Debía de tener poco más de doce años. Tenía unas nalgas bien redonditas bajo su falda demasiado corta. Sabía que Dex me miraba.
—Me quedo con la pelirroja —dijo.
—Ya sabes que nos pueden meter en chirona por el jueguecito este.
—¿Es el color de la piel lo que te molesta? —me lanzó de repente.
Así que eso era lo que me tenía reservado. Me seguía mirando, con el mechón tapándole los ojos. Estaba esperando. Creo que no mudé el semblante. Las niñas ya no se movían, un poco asustadas…
—Ven, Polly… —dijo Dex—. ¿Quieres un traguito?
—Prefiero no beber nada —contestó la niña—. Puedo ayudarle sin beber.
En menos de un minuto, Dex se desnudó y sentó a la niña sobre sus rodillas, levantándole la falda. Se le ensombreció la cara y se puso a resoplar.
—No me irá usted a hacer daño, ¿verdad?
—Estate quieta —replicó Dexter—. Si no, no hay dólares.
Le metió la mano entre las piernas y la niña se echó a llorar.
—¡Cállate! O le digo a Anna que te dé una buena paliza…
Se volvió hacia mí. Yo seguía sin moverme.
—¿Te molesta el color de la piel? —repitió—. ¿Quieres la mía?
—Está bien así —afirmé.
Miré a la otra chiquilla. Se rascaba la cabeza, absolutamente indiferente a todo lo que ocurría. Estaba ya formada.
—Ven —le dije.
—Puedes emplearte a fondo, Lee —dijo Dex—, están limpias. ¿Vas a callarte de una vez?
Polly dejó de llorar y se sorbió los mocos.
—La tiene muy gorda… —se lamentó—. ¡Me hace daño!
—¡Cállate! —rió Dex—. Te daré cinco dólares más.
Jadeaba como un perro. La cogió por los muslos y empezó a agitarse sobre la silla.
Las lágrimas de Polly se deslizaban ahora sin sollozos. La negrita me miraba.
—Desnúdate —le dije— y échate en el sofá.
Me quité la chaqueta y me desabroché el cinturón. Gritó un poco cuando entré en ella. Y estaba ardiente como el mismísimo infierno.
Llegó el sábado, y yo no había vuelto a ver a Dexter… Decidí coger el Nash y pasar por su casa. Si seguía teniendo intención de ir, dejaría el Nash en el garaje… Si no, iría yo solo directamente desde allí.
Lo había dejado enfermo como un cerdo, la otra noche. Debía de estar mucho más borracho de lo que yo imaginaba, y se puso a gastar bromitas. A la pequeña Polly le quedaría una marca en el pecho izquierdo, porque a ese bruto se le ocurrió morderla como si estuviera rabioso. Confiaba en que sus dólares la calmarían, pero la negra Anna vino en seguida y le amenazó con no dejarle entrar más en su casa. Seguro que no era la primera vez que Dex iba allí. No quería dejar que se marchara Polly, de quien debía gustarle el olor de pelirroja. Anna le puso una especie de vendaje y le dio un somnífero, pero tuvo que dejarla en manos de Dex, que la lamía por todos los rincones haciendo extraños ruidos guturales.
Me daba perfecta cuenta de lo que debía de estar sintiendo, porque yo, por mi parte, no me decidía a salir de esa chiquilla negra, pero yo iba con cuidado para no hacerle daño, y no se quejó ni una sola vez. Solamente cerraba los ojos.
Por eso me preguntaba si Dex estaría en condiciones de pasar un fin de semana en casa de las Asquith. Yo mismo me había levantado, la víspera, en un curioso estado. Y Ricardo podía certificarlo: a las nueve de la mañana me servía un triple zombie, y no sé de nada mejor para poner en forma a una persona. En realidad, yo bebía muy poco antes de llegar a Buckton, y ahora me daba cuenta de mi error. A condición de tomar lo suficiente, no se conocen casos en que el alcohol no aclare las ideas. Pero esta mañana las cosas iban mejor, y cuando me detuve frente a la casa de Dexter me encontraba en plena forma.
Contrariamente a lo que yo había supuesto, me estaba ya esperando, recién afeitado, vistiendo un traje de gabardina beige y una camisa de dos colores, gris y rosa.
—¿Has desayunado ya, Lee? Odio tener que pararme por el camino, y tomo mis precauciones.
Ese Dexter era claro, simple y conciso como un niño. Un niño más viejo que los de su edad, sin embargo. Sus ojos.
—Me comería un poco de jamón y mermelada —respondí.
El mayordomo me sirvió una copiosa comida. A mí me horrorizaría tener un tipo que mete las manos en todo lo que uno come, pero a Dexter le parecía muy normal.
Nos marchamos apenas hube terminado. Trasladé mi equipaje del Nash al Packard, y Dex se sentó a la derecha.
—Conduce tú, Lee. Es mejor así.
Me miró significativamente. Fue su única alusión a la noche de la antevíspera. Estuvo de un humor encantador durante todo el trayecto y me contó cantidad de cosas sobre los viejos Asquith, dos buenos cerdos que se habían iniciado en la vida con un confortable capital, lo que me parece muy bien, pero que tenían la mala costumbre de explotar a la gente cuyo único delito es tener la piel de diferente color. Tenían plantaciones de caña cerca de Jamaica o de Haití, y, según Dex, en su casa se bebía un ron de fábula.
—Mejor que los zombies de Ricardo, puedes creerme, Lee.
—¡Entonces, me apunto! —afirmé.
Y le pegué un buen viaje al pedal del acelerador.
Recorrimos los ciento sesenta kilómetros en poco más de una hora, y Dexter me indicó el camino al llegar a Prixville. Era un villorrio mucho menos importante que Buckton, pero las casas parecían más lujosas y los jardines más grandes. A veces se encuentran lugares así, en los que todo el mundo está podrido de dinero.
La verja del jardín de las Asquith estaba abierta, y subí la rampa de acceso al garaje en directa, pero el motor no se calaba. Aparqué el Clipper detrás de otros dos coches.
—Ya van llegando los clientes —dije.
—No —replicó Dexter—. Son los de la casa. Seguro que somos los primeros. Creo que, además de nosotros, viene alguna gente del pueblo. Siempre se invitan los unos a los otros, porque cuando están en casa se aburren demasiado. Claro que no están casi nunca.
—Ya veo —dije yo—. Una lástima de gente.
Se rió y bajó del coche. Cogimos cada uno nuestra maleta y casi nos topamos de bruces con Jean Asquith. Llevaba una raqueta de tenis. Vestía shorts blancos y se había puesto, después del partido, un jersey azul oscuro que resaltaba sus formas de una manera espantosa.
—¡Míralos! —exclamó.
Parecía encantada de vernos.
—Venid a tomar algo.
Miré a Dex, y él me miró a mí, y los dos asentimos con la cabeza al mismo tiempo.
—¿Dónde está Lou? —dijo Dex.
—Está arriba —respondió Jean—. Ha ido a cambiarse.
—Ajá —dije yo, desconfiado—. ¿Así que aquí tiene uno que cambiarse para el bridge?
Jean se desternillaba de risa.
—Quiero decir que se está cambiando de shorts. Poneos cómodos y volved. Haré que os lleven a vuestras habitaciones.
—Supongo que tú también irás a cambiarte de shorts —me burlé—. Debe de hacer por lo menos una hora que llevas los mismos.
Recibí un buen golpe de raqueta en los dedos.
—¡Yo no sudo! —afirmó Jean—. Ya se me ha pasado la edad.
—Y has perdido el partido, claro está.
—Sí…
Se rió de nuevo. Reía que daba gusto, y lo sabía.
—Entonces puedo correr el riesgo de desafiarte a un set —dijo Dex—. No ahora, claro. Mañana por la mañana.
—Acepto con mucho gusto —dijo Jean.
No sé si me equivoco, pero creo que habría preferido que fuera yo el adversario.
—Bueno —dije yo—. Si hay dos pistas, jugaré con Lou, y los dos que pierdan jugarán el uno contra el otro. Arréglatelas para perder, Jean, y podremos jugar juntos.
—O.K. —dijo Jean.
—Bueno —concluyó Dexter—, ya que todo el mundo hace trampas, voy a ser yo el que pierda.
Los tres soltamos la carcajada. No tenía nada de divertido; pero el ambiente estaba un poco tenso y había que arreglar la cosa. Luego, Dex y yo seguimos a Jean hacia la casa, y nos dejó en manos de una sirvienta negra, muy delgada, con una pequeña cofia blanca almidonada.
Me cambié en mi habitación y bajé para encontrarme con Dex y los demás. Había dos chicos y dos chicas, la proporción era la correcta, y Jean estaba jugando al bridge con una de ellas y el otro chico. También Lou se encontraba allí. Dejé a Dex haciéndole compañía a la otra chica y me puse a buscar en la radio un poco de música bailable. Encontré a Stan Kenton y lo dejé. Mejor eso que nada. Lou olía a un perfume nuevo que me gustó más que el del otro día, pero quise pincharla.
—Lou, has cambiado de perfume.
—Sí. ¿No te gusta éste?
—Sí, no está mal. Pero ya sabes que esto no se hace.
—¿Qué?
—La gente no cambia de perfume. Una mujer verdaderamente elegante permanece siempre fiel a su perfume.
—¿De dónde has sacado eso?
—Lo sabe todo el mundo. Es una vieja norma francesa.
—No estamos en Francia.
—¿Entonces, por qué usas perfumes franceses?
—Porque son los mejores.
—Claro; pero si sigues una norma, tienes que seguirlas todas.
—Pero, oye, Lee Anderson, ¿quién te ha dicho todo eso?
—Son los prodigios de la instrucción —me burlé.
—¿En qué universidad has estudiado?
—En ninguna que tu conozcas.
—¿O sea?
—Estudié en Inglaterra y en Irlanda antes de regresar a Estados Unidos.