—Creo que a usted le habría agradado presenciarlo —dijo Cayo.
Las cuatro literas eran conducidas una junto a la otra, de modo que los viajeros pudieran hablar entre ellos. Los legionarios desviaban hacia la orilla del camino el tráfico en dirección opuesta, y la gente que veía el número e importancia de la caravana admitía de inmediato el privilegio que le correspondía de ocupar el lado derecho del camino.
Cayo y Craso iban uno junto al otro, Claudia al lado de Craso y Helena al lado de su hermano. En razón de su edad y debido a los sentimientos que Craso experimentaba hacia ellos, había asumido el papel de huésped. Disponía de esclavos bien adiestrados y así, mientras las literas avanzaban por la magnífica ruta, se anticipaba a los menores deseos de sus compañeros, ya se tratara de un fragante y helado vino recién llegado de Judea o de suculentas uvas de Egipto o de pulverizar aromas con el fin de perfumar el ambiente. Al igual que muchos hombres de gran riqueza, era muy cuidadoso en lo que se refería a lo material y a su utilización al servicio de su propia clase social. En ese momento actuaba como huésped, compañero y guía. En respuesta a la pregunta de Cayo, dijo:
—No. Le sorprenderá, Cayo, pero actualmente casi no me interesan los juegos. Claro, voy de vez en cuando, si se trata de una pareja muy buena y muy especial. Pero me temo que estos juegos me van a aburrir. Pero si hubiera sabido que usted quería verlos...
—No tiene importancia.
—Pero en la
munera
habrá un sobreviviente —comentó Claudia.
—Puede no ser así, ya que ambos corren el riesgo de resultar malheridos. Y lo más probable es que, si sobrevive alguno, sea crucificado como símbolo en las puertas de la ciudad. Hay siete puertas, como sabéis vosotros, y cuando se erigieron los símbolos de castigo, se comenzó con siete cruces, una frente a cada puerta. Quienquiera que sobreviva irá, sencillamente, a reemplazar un cadáver en la puerta Apia. ¿Estuvo usted alguna vez en Capua? —preguntó a Claudia.
—No. Nunca.
—Entonces tendrá mucho para deleitarse. ¡Es una ciudad tan hermosa! A veces pienso que es la más hermosa del mundo. Y en un día despejado está el espectáculo glorioso de la bahía vista desde las murallas, y, a la distancia, la cumbre blanca del Vesubio. No conozco nada que se le asemeje. Tengo allí una pequeña villa y me agradaría enormemente que fuerais mis huéspedes.
Cayo le explicó que su tío abuelo, un tal Flaviano, los esperaba y que difícilmente podrían alterar sus planes a esa altura.
—De todos modos, podremos encontrarnos. Los primeros días van a ser un aburrimiento, pero cuando hayan terminado las recepciones oficiales y los discursos y lo demás, podríamos pasar unas horas en la bahía navegando (ése es el rey de los deportes, como ustedes saben) y tal vez hacer una merienda campestre y, por descontado, ir una tarde a ver a los
unguentarii.
No hay posibilidad de separar a Capua de sus perfumes, y yo tengo intereses en una fábrica de aquí y conozco algo sobre la ciencia de los perfumes. Sea cual fuere el perfume que deseéis —les dijo generosamente—será para mí un placer obsequiarlo a cada uno de vosotros.
—Es usted muy amable —dijo Helena.
—Digamos que me cuesta muy poco ser amable y que me recompensa generosamente. De todos modos, me encanta Capua y siempre me he sentido orgulloso de ella. Es una ciudad muy antigua. Como sabéis, según la leyenda, hace mil años los etruscos construyeron doce ciudades en esta parte de Italia, y se las llamaba las doce joyas del dorado collar. Una de ellas se denominaba Volturnum y se supone que sea la Capua de nuestros días. Por supuesto que se trata solamente de una leyenda, y los samnitas, que la tomaron de los etruscos hace unos trescientos cincuenta años, la reconstruyeron en su mayor parte, y cuando nosotros se la tomamos a ellos, construimos nuevas murallas y trazamos calles nuevas en toda su superficie. Es una ciudad mucho más agradable que Roma.
Así transitaron por la vía Apia. A los símbolos de castigo les prestaban ya muy poca atención. Cuando soplaba el viento y llegaba hasta ellos el olor de la carne en descomposición, una pulverización de perfume suavizaba el aire. Pero, en general, casi ni miraron las cruces. Aparte del tráfico normal de la ruta, no hubo incidencias de importancia. Pasaron dos noches en casas de campo, y una noche en una cómoda taberna situada a la vera del camino. Y, por fin, en relajadas etapas, llegaron a Capua.
Capua estaba de gala, en la cúspide de su fama, su gloria y su prosperidad, limpia ya de las manchas de la rebelión de los esclavos. Sobre las murallas de la ciudad flameaban mil doscientas banderas. Las siete puertas de la ciudad estaban abiertas de par en par, pues había paz en la tierra y nada la turbaba. Las noticias de su llegada se les habían anticipado y un grupo de dignatarios de la ciudad les esperaba para darles la bienvenida. La banda cívica de ciento diez instrumentos, entre bronces, pífanos y tambores, lanzó al viento su estruendo y las cohortes de la ciudad, ataviadas con lujosas armaduras de plata, les dieron escolta por la vía Apia. Las muchachas se emocionaron mucho y hasta Cayo, que simulaba indiferencia, se sintió conmovido por la poco común y pintoresca bienvenida que compartían con su famoso acompañante. Una vez dentro de la ciudad, se separaron de Craso y fueron a casa de sus parientes; pero pocas horas más tarde les llegó una invitación del general, en que pedía a Cayo, a su hermana, a la amiga de ésta y a sus familiares que asistieran en calidad de invitados suyos al banquete oficial que iba a celebrarse esa misma noche. Cayo se sintió muy orgulloso por la atención que les dispensaba el general, y durante el prolongado y tedioso banquete Craso no perdió ocasión de hacer un aparte para tener con ellos todo género de atenciones.
Cayo, Claudia y Helena apenas si probaron unos pocos de los cincuenta y cinco platos servidos como prueba de distinción y homenaje hacia el general. Capua seguía fiel a la remota tradición etrusca de preparar con gran habilidad platos con insectos, pero Cayo no podía hacerse a la idea de saborearlos, ni aun disueltos en miel o presentados en delicados pasteles con langosta picada. Uno de los números de la velada fue un baile creado especialmente en honor a Craso. Tenía como tema la violación de una doncella romana por parte de unos esclavos sedientos de sangre, y la representación, que se prolongó durante una hora, se realizó con extraordinario realismo. Cuando finalmente los esclavos recibían la muerte, desde el techo de la gran cámara comenzó a caer, como copos de nieve, una lluvia de pétalos de flores blancas.
Helena advirtió que a medida que pasaba la noche y los centenares de invitados al banquete se embriagaban desmedidamente, Craso bebía cada vez menos. Apenas si probaba el vino y ni siquiera saboreó el famoso aguardiente de ciruelas, por el que tan célebre era Capua, y que destilaban allí con tanta pericia como la que empleaban para fabricar sus perfumes, famosos en todo el mundo romano. Era una extraña combinación de austeridad y sensualidad. A menudo ambos se miraban el uno al otro a esas alturas de la noche, y ambas cualidades aparecían en sus ojos. Cayo y Claudia, por otra parte, estaban bastante borrachos.
Ya era muy tarde cuando terminó el banquete, pero Helena sentía un extraño e imperioso deseo de ver la escuela de Léntulo Baciato, el lugar mismo en que había comenzado la rebelión de los esclavos, y preguntó a Craso si quería llevarles allí y ser su guía y mentor. Era una gloriosa noche, fresca y balsámica, plena con el perfume de los capullos primaverales que florecían por doquier en la ciudad. Comenzaba a levantarse en el cielo una enorme luna amarilla, a cuya luz esa noche no habría dificultad para encontrar el camino.
En la plaza del foro había una multitud en torno al general y, además, se planteaba la cuestión diplomática de separar a las dos muchachas de la familia de Helena, pero ésta insistió en que Cayo actuara como acompañante de ellas. Tan ebrio estaba que aceptó de inmediato. Se puso de pie tambaleando levemente y miró a Craso con ojos de adoración. El general arregló los detalles oficiales y poco después los cuatro se hallaban instalados en las literas en dirección a la puerta Apia. Los guardias apostados a la entrada saludaron al general y éste estuvo un momento bromeando con ellos, entre quienes distribuyó un puñado de monedas de plata. También les pidió que lo orientaran.
—¿Así que usted nunca estuvo allí? —preguntó Helena.
—No. Nunca he estado en ese lugar.
—¡Es muy extraño! —hizo notar Helena—. Me parece que si yo fuera usted habría querido verlo, al menos por la forma en que se entrelazan en ese lugar su vida y la vida de Espartaco.
—Mi vida y la muerte de Espartaco —comentó Craso con calma.
—El lugar no es gran cosa ahora —les dijo el capitán de la guardia—. El viejo
lanista
hizo allí una tremenda inversión y todo parecía encaminado a que se hiciera millonario. Pero después de la rebelión pareció como si la mala suerte le pisara los talones, y cuando uno de sus esclavos lo mató, el sitio quedó clausurado, en litigio. Y no ha vuelto a abrirse desde entonces. Las otras grandes escuelas de gladiadores se mudaron dentro de la ciudad. Dos de ellas ocuparon casas de vecindad.
Claudia bostezó. Cayo dormía en su litera.
—En cuanto a la historia del levantamiento, en la que escribió Flacio Monaaia —prosiguió alegremente el capitán—se dice que la escuela de Baciato estaba ubicada en el centro de la ciudad. Ahora llevamos allí a los visitantes. Pero créanme, mi palabra no tiene importancia frente a la palabra del historiador. La escuela de Baciato es fácil de encontrar. Sigan ese sendero al costado del arroyo. Con esta luna se ve tan claro como si fuera de día. Es imposible que no encuentren el circo. El palco de madera lo corona.
Mientras hablaban, pasó por la puerta un grupo de esclavos con espadas y picos. También llevaban una escalera y una canasta de mimbre. Fueron hasta donde se levantaba el gran crucifijo, el primero y más simbólico de los símbolos de castigo, la primera de las seis mil cruces que señalaban la ruta hacia Roma. Al colocar la escalera junto a la cruz, una bandada de cuervos revoloteó graznando.
—Pero ¿qué están haciendo? —preguntó de pronto Claudia.
—Están matando a un perro para que podamos poner a otro perro en su lugar —respondió despreocupadamente el capitán de la guardia—. Por la mañana el superviviente de la
munera sine missione
recibirá los honores a que tiene derecho. Allí morirá el último de los esclavos que estuvo con Espartaco.
Claudia se estremeció.
—Me parece que no tengo deseos de ir con vosotros —le dijo a Craso.
—Si quiere volver a casa, puede hacerlo... ¿Puede ordenar que la acompañen dos de sus hombres? —preguntó al capitán.
Cayo, que roncaba confortablemente, permaneció con ellos. Helena deseaba caminar y Craso asintió y dejó la litera para hacerle compañía. Las literas iban delante, y el gran financiero y general y la joven las siguieron a la luz de la luna. Cuando pasaron frente al crucifijo, los esclavos estaban bajando los restos deshechos, picoteados por los pájaros, ennegrecidos por el sol, del hombre que había muerto allí. Otros esclavos cavaban en la base de la cruz y metían cuñas para ajustaría y mantenerla firme. —¿No hay nada que le desagrade? —preguntó Craso a Helena.
—¿Por qué habría de desagradarme una cosa así? Craso se encogió de hombros.
—No lo he dicho en tono de crítica, como se imaginará. Me parece que es digno de admiración.
—¿El que una mujer no se comporte como mujer?
—Yo acepto el mundo en que vivimos —respondió Craso sin comprometerse— No conozco otro mundo. ¿Y usted?
Helena movió la cabeza sin hablar y siguieron caminando. No había mucha distancia hasta la escuela, y el paisaje, hermoso de día, se convertía a la luz de la luna en un mundo verdaderamente irreal. En ese momento vieron frente a ellos los muros del circo. Craso indicó a los lecticiarios que podían dejar allí las literas y permanecer junto a ellas hasta que regresaran. Luego prosiguió caminando junto a Helena.
Vacío, el lugar resultaba pequeño y sórdido. Gran parte de la verja de hierro que circundaba el campo de ejercicios, había sido robada. Las construcciones de madera estaban ya en mal estado y media pared del circo se había desmoronado. Craso y Helena fueron hasta la pista de arena y desde allí miraron el palco. El lugar parecía reducido y estaba lleno de maleza, pero la arena relucía como plata bajo la luz lunar.
—Oí a mi hermano hablar de esto —dijo Helena—, pero lo describía de tal forma que ahora me resulta insignificante.
Craso intentó relacionar los campos de la muerte, las sangrientas batallas y las interminables y agotadoras campañas con aquella pequeña escuela destartalada, pero no pudo. Para él nada significaba ni nada le inspiraba.
—Quiero subir al palco —dijo Helena.
—Por supuesto. Pero tenga cuidado. La madera puede estar podrida.
Subieron hasta el palco que había sido el orgullo y la felicidad de Baciato. El toldo a rayas colgaba hecho jirones y de entre los restos de los viejos almohadones escaparon algunas ratas. Helena se sentó en uno de los divanes y Craso lo hizo a su lado. Entonces Helena dijo:
—¿No siente usted nada hacia mí?
—Pienso que usted es una joven dama muy hermosa e inteligente —respondió Craso.
—Y yo, gran general —dijo ella en voz baja—, pienso que usted es un cerdo.
Él se inclinó hacia ella y ella le escupió en pleno rostro. Pese a la tenue luz, pudo ver ella cómo se le encendían de ira los ojos.
Éste era el general; ésta era la pasión que nunca se había manifestado en palabras. Él la golpeó y el golpe la arrojó fuera del diván y la hizo caer sobre la podrida empalizada, que se desmoronó bajo su peso. Allí estaba ella, tendida a medias sobre el borde del palco, con la pista de arena seis metros abajo de ella, pero pudo rehacerse y volver a su lugar, y el general no hizo el menor movimiento. Inmediatamente se lanzó sobre él cual si fuera una gata salvaje, arañandolo y mordiéndolo, pero él la sujetó por ambas muñecas y la mantuvo a distancia, mientras con una fría sonrisa le dijo:
—La realidad es diferente, querida. Lo sé.
Una vez hubo pasado el acceso de ira y de furia, Helena se echó a llorar. Lloraba como una niña malcriada, y, mientras ella lloraba, él le hizo el amor. Ni se resistió ni se alegró, y cuando él hubo terminado aquel acto carente de pasión o urgencia, le preguntó a ella: —¿Era eso lo que querías, querida? Ella no respondió, sino que ordenó sus ropas y su cabello, limpió las manchas de lápiz labial que cubrían su rostro e hizo desaparecer las sombras de tinte de los ojos que se habían deslizado por las mejillas. Salió delante de él en dirección a las literas y se introdujo silenciosamente en la suya. Craso prefirió caminar; los lecticiarios volvieron por el sendero a Capua, y Cayo aún dormía. La noche casi había terminado y la luna estaba perdiendo su radiante luminosidad. Una nueva luz asomó sobre la tierra y de pronto una nube gris iba a unir la luz lunar con la claridad del día. Craso, por algún motivo, sintió una renovada vibración de vida y pujanza. Se apoderó de él un sentimiento raramente experimentado, una sensación de vitalidad y fortaleza en tal medida que casi le hacía creer las viejas leyendas según las cuales algunos escasos elegidos de la humanidad son engendrados en mujeres mortales por los dioses. Pensó si no sería posible que él fuera uno de aquellos seres. Bastaba con considerar la forma en que había sido favorecido. ¿Por qué, entonces, no habría de ser uno de tales semidioses?