Espejismo (11 page)

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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantasia

BOOK: Espejismo
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Kyre tenía hambre, en realidad… Alargó la mano y probó el pescado. Le pareció sabroso y comió más, sirviéndose con los dedos.

—Antes de que nos interrumpieran —dijo DiMag—, hablábamos de un trato.

Sus ojos se encontraron brevemente, y Kyre replicó:

—Todavía no sé qué puedo ofreceros yo, señor.

—Puede que tú no lo sepas, pero yo sí. Y estoy dispuesto a ayudarte, Kyre. Hasta ahora, mi esposa se ha negado a contestar a todas tus preguntas acerca de ti mismo y de por qué estás aquí. Yo, sin embargo, estoy preparado para responder a ellas, si bien quiero algo a cambio.

Era la ocasión que Kyre había esperado, pero le invadía la desconfianza. El ofrecimiento de DiMag parecía sincero, pero… el príncipe podía resultar más sinuoso de lo que quería dar a entender.

—¿Cuál es vuestro precio? —preguntó.

—Que, a la vez que cooperas con todos los de esta extraña ciudad nuestra, cooperes conmigo. No con Simorh, ni con Vaoran, sino
conmigo
. Quiero tu lealtad —dijo con tenue sonrisa.

DiMag parecía sincero. No obstante, podía existir un motivo oculto detrás de sus palabras. A juzgar por lo poco que había dicho el príncipe, a Haven y a su gobernante no les iban nada bien las cosas, y Kyre no puso en duda que su excéntrico anfitrión tenía sus razones particulares e insondables para cerrar un trato aparentemente tan lógico. No tenía el menor interés en hacer promesa de fidelidad a ninguno de los vecinos de Haven, pero DiMag, y sólo él —exceptuando a la pequeña Gamora— parecía dispuesto a tratarle como una persona, y no como una sombra; como a un invitado, más que como a un prisionero. y Kyre apreciaba cada vez más ese gesto.

Por eso asintió y dijo:

—Está bien. Acepto.

DiMag se colocó la mano abierta bajo la barbilla y estudió a Kyre por encima de ella.

—Voy a decirte, Lobo del Sol, que considero reconfortante tu actitud. No quieres ser untuoso, y tampoco buscas rebajarte delante de mí. Detecto en ti una honestidad que, hoy día, es virtud rara en Haven. No pretenderé que te he tomado afecto —agregó, entornando sus ojos castaños—. No soy tan tonto como para cometer semejante error, cuando apenas nos conocemos, y, teniendo en cuenta el propósito con que fuiste traído hasta aquí, debería odiarte y despreciarte. Quizá llegue a sentir odio hacia ti. No lo sé. Es un riesgo con el que tendrás que vivir. Y ese riesgo
existe
—continuó, inclinándose hacia Kyre—. Aunque oigas comentar lo contrario, quien manda aquí soy yo… De cualquier forma, por ahora me concedo el capricho de tratarte como a un amigo, más o menos. Cuando lleves algún tiempo en Haven, te darás cuenta de que eso es una rara concesión…

Había sido un discurso extraordinario, y Kyre no supo qué contestar. Al ver que la amenaza contenida en sus palabras no provocaba reacción, DiMag se relajó un poco.

—No perdamos más tiempo —dijo, al mismo tiempo que tomaba de la bandeja un trozo de grisáceo pan ázimo y lo mordía— .Mira… Para demostrarte mi buena voluntad, te pido que me formules una pregunta. La que quieras. Si puedo, responderé a ella.

Kyre no había esperado tal cambio de táctica, y quedó indeciso. ¡Tenía tantas preguntas que hacer, y ansiaba escuchar tantas respuestas! Inesperadamente oyó decir a su propia voz:

—¿De qué color son mis ojos?

DiMag le miró, estupefacto.

—Es una pregunta fácil de contestar —dijo con voz tranquila, al cabo de unos momentos—. Sin embargo, no acierto a comprender por qué la has formulado. ¿Cómo sabes tan poco acerca de ti mismo?

Kyre se ruborizó.

—Vuestra esposa, la princesa Simorh, dio órdenes de que no viese reflejada mi imagen. Fue inflexible.

—¿Sí, verdad? Tal vez empiece yo a entender más de lo que ella quisiera…

DiMag movió la cabeza lentamente, en sentido afirmativo, con expresión meditabunda, y cruzó la estancia hasta llegar a un rincón donde había un montón de los más variados objetos, que parecían dejados allí al azar. El príncipe rebuscó entre ellos y sacó, por fin, una cosa ovalada y sin duda, pesada. Kyre se dio cuenta, entonces, de que era un escudo recubierto de bronce. La superficie, muy deslustrada, demostraba que el escudo había estado largos años sin usar, pero aun así el metal ligeramente batido conservaba el lustre suficiente para que Kyre viera su rostro en él.

—¡Toma! —dijo el príncipe, a la par que sostenía el escudo y daba un paso atrás—. No es el espejo ideal, pero te bastará. ¡Satisface tu curiosidad, Lobo del Sol!

Kyre se acercó despacio. Ahora que por fin iba a verse, sintió que el corazón le palpitaba con fuerza, y tuvo que vencer el impulso de cerrar los ojos.

Llegó hasta el escudo, se detuvo, miró… Desde la casi opaca superficie de bronce le contemplaba una cara enérgica y huesuda, de ojos separados y algo oblicuos, anchos pómulos, boca grande y potentes mandíbulas. El pelo le caía generoso y pesado sobre los hombros, y estaba muy despeinado. Las cicatrices producidas por los plateados látigos de Simorh surcaban todavía su tez, pero ya desaparecerían. No resultaba tan horrible como había temido. En realidad encontró en sus facciones una lejana semejanza con las de DiMag, y también con las de otras personas que había visto en Haven, como si en un remoto pasado hubiese existido un parentesco.

Se volvió rápidamente para mirar al príncipe, que le observaba con limitado interés. DiMag esbozó una pequeña sonrisa.

—El bronce desfigura los colores, ¿sabes? Para responder a tu pregunta, te diré que tienes los ojos verdes, cosa muy poco frecuente en Haven. Me figuro que la princesa no quiso que los tuvieras así, del mismo modo que hubiera preferido que no fueses pelirrojo. ¿Te parece eso significativo?

Kyre empezaba a sentirse incómodo.

—¿Por qué habría de parecérmelo?

—Y ahora llegamos al meollo del asunto. Me pregunto si… —pero entonces meneó la cabeza—. No. Lo dejaremos para otra ocasión. De cualquier modo, Simorh no suele cometer equivocaciones. A mí puede molestarme su poder y la forma en que lo utiliza, pero no sería justo negar su eficacia… en ciertos terrenos.

DiMag se levantó con esfuerzo y se encaminó de nuevo hacia la ventana. Estaba inquieto, y su talante contagiaba la tensión al ambiente.

—¿Sabes dónde descubrió el encantamiento con que te creó? ¿Te gustaría averiguarlo?

Kyre no contestó, porque la sola idea le daba náuseas, y el príncipe continuó con cierto acento malicioso:

—Lo encontró en un manuscrito medio podrido, que nadie debía de haber leído durante siglos. Eso es lo que tú eres, Lobo del Sol —añadió, mirando al joven—. Pergamino enmohecido y tinta descolorida… Un embrollo de palabras, medio en una lengua y medio en otra. Al menos, eso es lo que Simorh supone.

—¿Y vos, príncipe DiMag? ¿Qué opináis vos?

El soberano había regresado junto al lecho, pero se detuvo y miró con fijeza al otro hombre.

—No lo sé —admitió—. Sospecho que hay más en ti de lo que se nota a primera vista, aunque ignoro por qué sospecho tal cosa. Si supusiera que estabas informado, podría decidir que te torturaran hasta que soltases lo que sabes… Pero eres todavía más ignorante que yo, y desde luego mucho más ignorante que Simorh.

Tal vez viera entonces un peligroso resplandor en los ojos de Kyre, porque dio un rápido —pero al mismo tiempo calculado— paso hacia atrás.

—Un cero no tiene voluntad ni mente propia, y no desafía a su creadora pretendiendo ser lo que ésta no ha previsto. Dime, Lobo del Sol: ¿tienes alguna creencia religiosa?

De nuevo el súbito y astuto cambio de tema, como si la estrategia favorita de DiMag fuesen los ataques oblicuos y oscuros. Kyre frunció el entrecejo.

—¿Una creencia religiosa…?

—Sí. Antes teníamos unos dioses. Por lo menos, así lo explica la historia, pero los perdimos. Si existían de verdad, probablemente nos abandonaron al iniciar nosotros el largo descenso que nos condujo hasta donde estamos hoy, y ahora ni siquiera somos capaces de recordar sus nombres.

Vio la sorprendida expresión de Kyre y añadió:

—Sí… Nuestro territorio florecía, largo tiempo atrás. En la actualidad, en cambio, si te alejas de la ciudad en dirección al interior, sólo encontrarás unas cuantas granjas solitarias y alguna que otra aldea minera, todo ello muy pobre. Aún han de entregamos un diezmo de su producción y de sus minerales, a cambio de nuestra protección… porque es lo que importa hoy…, y aún hay quien viene a Haven para comerciar. El acuerdo sirve, simplemente, para mantenemos, pero no fue siempre así —dijo el príncipe con cínica sonrisa—. Hace siglos, Haven era una gran potencia. Teníamos una enorme influencia sobre todo el país, y todo era prosperidad. Creábamos, comerciábamos, cultivábamos el arte y la música, la poesía, la arquitectura y la filosofía. Al menos, eso es lo que dicen las crónicas, aunque no sé si pasan de ser las fantasías de unos cuantos soñadores borrachos. El único hecho que no admite duda es que ahora sólo existe Haven, o lo que queda de ella. Y los días de Haven están contados, Kyre…

—La arena… —dijo éste, descubriendo la venenosa amargura que había en la voz de DiMag—. Vuestra esposa comentó que la marea había subido dos veces, en una noche sin reflujo, y que la arena arrastrada por las olas enterró media ciudad.

—¿Te contó eso? —preguntó el príncipe, interesado—. ¿Y te dijo también a qué se debió el desastre?

—No.

—No, claro. No debió querer que conocieses esa realidad.

DiMag reanudó sus pasos, y Kyre observó con desconcertada fascinación su tenaz forma de avanzar.

—Sucedió a causa de la brujería, Lobo del Sol. No de la de Simorh, sino por culpa de unos poderes infames, corruptos y diabólicos, y el único fin de quienes los manejan es la destrucción de Haven y de todo lo que hay en ella.

De repente, DiMag se interrumpió, quizá por darse cuenta de que perdía el control de sus palabras. Respiró profundamente y, luego, exhaló el aire con brusquedad.

—No negaré que la destreza de Simorh es formidable, pero en comparación con esos torvos y perversos demonios del mar, resulta tan indefensa como una niña. Los seres de las aguas extraen su fuerza de la Hechicera, esa engreída monstruosidad que flota en el cielo cuando el Sol se ha puesto, y que reina sobre los vientos y las mareas. De vez en cuando se produce una conjunción, que nosotros llamamos Noche de Muerte… Eso significa que la Hechicera se levanta directamente sobre el mar y arroja un rayo de luz a través de la bahía, hasta las mismas puertas de Haven. Cuando esto sucede, el poder de nuestros enemigos llega a su punto máximo, y nosotros no podemos contra ellos.

»La última Noche de Muerte se produjo hace nueve años, cuando la marea subió dos veces seguidas, sin que hubiera reflujo. Los demonios del mar llegaron con la marea y, aunque luchamos por rechazarles, fracasamos. Nuestro ejército cabalgó a través de la arena y se enfrentó con ellos a su salida de las aguas… Mi esposa estaba en su torre —añadió, apretando las manos contra el antepecho de la ventana, de modo que los nudillos se le pusieron blancos mientras miraba al nebuloso exterior—, y desde allí pudo presenciar la batalla. Nuestra hija dormía en su cuna, en la habitación de abajo, y la princesa empleó todos sus poderes para mantener a salvo la ciudad y nuestro ejército, pero no fue suficiente. Lo que hizo, por poco convierte en polvo la sangre de sus venas. Tardó un año en poder hablar de nuevo, pero aun así no había hecho bastante. Quizá le hubiese valido más morir.

—¿Y vos? —dijo Kyre, suponiendo que conocía la respuesta—. ¿Caísteis herido?

—Si prefieres llamarlo así… Una lanza en la pierna es una cosa, y otra muy distinta es una lanza embrujada, blandida por una mano que debería haber llevado muerta cincuenta años. Lógicamente, la herida tendría que haber sanado. Eso me dijeron todos los médicos. Pero no fue así. Ni siquiera los hechizos de Simorh lograrán volver a poner en condiciones mi pierna herida.

Unas criaturas del mar…, enemigos que extraían su fuerza de la lúgubre Luna…, el prisionero muerto en el Salón del Trono…, el odio feroz de Gamora hacia los seres de las aguas…

De súbito, a la mente de Kyre acudió la imagen de la muchacha de la playa.

DiMag descubrió su cambio de expresión: el desánimo y la confusión que el joven no había sido capaz de disimular a tiempo. Los ojos del soberano se entrecerraron.

—¿Qué te ocurre?

—Yo… —contestó Kyre, y tragó saliva—. Habéis hablado de demonios del mar. ¿Tienen… tienen aspecto humano?

—Viste con tus propios ojos a la criatura que teníamos en el Salón del Trono. Son lo suficiente humanos para morir como cualquiera de nosotros. ¿Por qué lo preguntas?

—Esta noche, en la orilla, he visto a una chica…

—¿Dónde? —inquirió enseguida DiMag, crispando los puños.

—A poca distancia de las ruinas.

En la habitación sólo se percibía la respiración del príncipe.

—¿Qué aspecto tenía?

—Creo que era joven… Tenía los cabellos negros y muy relucientes, casi… —Kyre luchó por hallar la palabra justa, pero no dio con ella—. La cara me pareció blanca, mortalmente blanca. Los
ojos
resultaban extraños. Y…

—¿Era morena, dices? ¿Estás seguro? ¿No tenía el pelo plateado?

Una luz febril iluminó los
ojos
de DiMag.

—No —respondió Kyre, con un movimiento de cabeza—. El pelo de la muchacha era negro.

—Entonces no era Calthar…

—¿Calthar?

El rostro del príncipe resultaba ahora agresivo.

—Calthar es la fuente de poder de los seres del mar. Es un vampiro, una devoradora de almas. No existe nada más corrupto. La raza de demonios extrae su inspiración de ella, como un niño chupa la leche de la madre. Pero no era Calthar la que tú has visto…

—Sin embargo, procedía del mar —señaló Kyre, intranquilo.

—¡Sí, claro! No pongo en duda que esa criatura era uno los emisarios de Calthar, la que significa que ese monstruo se mueve de nuevo. Ya tenemos encima otra Noche de Muerte —dijo DiMag con un estremecimiento—. Nuestros astrónomos la habían previsto, y la que tú has visto en la orilla sólo viene a confirmar sus predicciones.

Kyre tuvo la sensación de que una mano helada le estrujaba la boca del estómago, y llevado por una terrible sospecha preguntó:

—¿Y eso qué tiene que ver conmigo?

—Mucho —repuso DiMag suavemente—. Es el motivo por el que Simorh te trajo a nuestro mundo… Cuando se repita la Noche de Muerte, tú deberás ser el paladín de Haven —añadió el soberano, mirando a Kyre con una mezcla de fatiga y compasión.

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