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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (72 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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«La Asociación de cocheros de
tongas
», «Los miembros del Sindicato de Ferrocarriles», «Los empleados de Correos y Telégrafos», «Los barrenderos intocables de la Bhangy Colony», «La Liga de Mujeres de Nueva Delhi»…, todo un pueblo acuciado por la urgencia corría hacia la casa en que su Mahatma estaba próximo a morir. La multitud se precipitó por la puerta de la verja, invadió las terrazas, los caminos, el césped, pisoteando los macizos de flores, empujando a los guardianes, inundándolo todo, marea desencadenada de hombres y mujeres que entonaban eslóganes de fraternidad, ofreciendo su vida para salvar la de Gandhi.

Sintiendo que esta emoción popular era la que Gandhi había querido provocar con su ayuno, Nehru se abrió paso para llegar hasta el micrófono situado en el pequeño estrado desde el que el Mahatma se dirigiera hacía poco a sus fieles.

—Hay en la tierra de nuestra patria algo grande y vital capaz de engendrar un Gandhi —exclamó—. Ningún sacrificio es demasiado grande para salvarle, pues sólo él puede conducirnos hacia el verdadero objetivo y no al alba engañosa de nuestras esperanzas.

En medio del entusiasmo general, una nota discordante acogió estas palabras, el grito de protesta de un refugiado. Había brotado de los labios de Madanlal Pahwa en la acera que se extendía ante Birla House. Empujados por una curiosidad morbosa, Madanlal y el posadero Karkaré habían seguido a la multitud que acudía a implorar a Gandhi que pusiera fin a su ayuno, ese mismo Gandhi a quien ellos iban a matar. Incapaz de conservar su sangre fría al escuchar el discurso de Nehru, Madanlal había cometido la increíble imprudencia de manifestar ruidosamente su desacuerdo.

Desesperado, Karkaré vio a dos policías prender a su amigo y llevárselo. «Si el maldito habitante de Birla House sobrevive a su huelga de hambre, este grito va a salvarle quizá de nuestro castigo», pensó con rabia.

Los temores de Karkaré eran infundados. Madanlal fue puesto en libertad minutos después.

Las manifestaciones de refugiados eran cosa corriente en Nueva Delhi durante aquel turbulento período. La Policía ni siquiera se había molestado en interrogar al culpable ni en averiguar su identidad.

Al anochecer, Pyarelal Nayar regresó presuroso a Birla House. Llevaba el único mensaje que aún podía salvar a Gandhi, a quien sus médicos consideraban ya perdido. El Mahatma había delirado durante gran parte de la tarde. Su pulso era débil e irregular. El derrumbamiento de sus funciones vitales parecía generalizarse.

Gandhi dormía cuando Pyarelal Nayar entró en su habitación, en la que reinaba una pesada atmósfera de velatorio. El secretario murmuró unas palabras al oído de su maestro bienamado, pero éste no reaccionó. Tuvo que sacudirle ligeramente por el hombro. Los ojos del Mahatma se abrieron por fin. Pyarelal le mostró con orgullo un documento signado con numerosas firmas. Era la carta dictada por Gandhi y que los miembros del Comité de Paz acababan de firmar, explicó, el compromiso de restaurar la paz, la armonía y la fraternidad entre las comunidades. Gandhi dejó escapar un débil suspiro de satisfacción, pero, en seguida, quiso saber si todos los dirigentes de la ciudad habían refrendado esta resolución. Pyarelal vaciló y, luego, terminó confesando que faltaban todavía dos firmas, las de los representantes locales del
Hindu Mahasabha
y del R.S.S.S., las organizaciones extremistas dirigidas por sus más implacables adversarios.

—Van a firmar mañana —aseguró Pyarelal—, sus colegas se han constituido en fiadores de su conformidad a las condiciones de la carta.

Pyarelal suplicó a Gandhi que cesara su ayuno en ese mismo instante e ingiriera algo que pudiera sostenerle durante la noche. Gandhi meneó suavemente la cabeza. Luego, se volvió hacia su secretario.

—No —murmuró—, no debe hacerse nada con prisas. El corazón de piedra más duro debe fundirse antes de que yo renuncie a mi sacrificio.

El timbre del teléfono interrumpió de pronto la reunión del Comité de Paz que se celebraba en el despacho del doctor Rajendra Prasad, presidente del partido del Congreso. La llamada procedía de Birla House. Al otro lado del hilo, una voz anunciaba que el estado del Mahatma había empeorado bruscamente. Si la resolución aceptando sus siete condiciones, debidamente firmada esta vez por todos los dirigentes sin excepción, no era llevada con urgencia, corría el riesgo de llegar demasiado tarde. Eran las once de la mañana del domingo 18 de enero de 1947. Gandhi estaba a punto de caer definitivamente en coma.

Con el rostro descompuesto, el presidente del Congreso comunicó la noticia de sus visitantes y les apremió a estampar en el acto las dos firmas que todavía faltaban para ratificar la carta que exigía Gandhi. Luego, les rogó que le acompañaran todos inmediatamente a Birla House.

Gandhi yacía inconsciente, rodeado de varios íntimos que le velaban como enfermeros cuidando a un agonizante. Como el día anterior, Pyarelal intentó avisar al Mahatma llamándole suavemente y, luego, le acarició la frente. Pero Gandhi no reaccionó.

Manu llevó entonces una compresa que le pasó delicadamente por la cara. A la sensación de frescura, Gandhi se estremeció y abrió los ojos. Viendo toda aquella gente junto a su cabecera, esbozó una débil sonrisa. Había realizado uno de los milagros de que solamente él era capaz. Ríos de sangre y de antagonismos tan viejos como la India separaban a los hombres reunidos en su habitación. Los turbantes azules de los sikhs de la secta militante Akali se mezclaban con los feces de los musulmanes vestidos con túnicas blancas; los trajes cortados en Londres de los parsis y los cristianos alternaban con las ropas amarillas de los
sadhu
, los
dothi
de los militantes del congreso, con los de los representantes de los barrenderos-basureros intocables de la Bhangi Colony. Estaban también el dirigente de los extremistas del
Hindu Mahasabha
e, incluso, el misterioso representante de la cofradía de fanáticos hindúes que era el R.S.S.S., codeándose tranquilamente con el alto comisario del Pakistán.

El doctor Rajendra Prasad se inclinó a los pies de Gandhi para anunciarle que su carta de siete puntos contenía ya todas las firmas exigidas y que era deseo ardiente y unánimemente compartido que pusiera fin a su ayuno. Seguidamente, todos los demás confirmaron personalmente su compromiso.

Una expresión de serenidad invadió entonces el rostro del Mahatma. Hizo seña de que quería hablar. Manu pegó el oído junto a sus labios y anotó sus palabras en un cuaderno. Pyarelal Nayar lo leyó en voz alta. Ciertamente, le habían dado todo lo que había pedido, declaraba Gandhi, pero él no estaba todavía dispuesto a consentir en romper su huelga de hambre. Les pedía ahora que trataran de lograr en la India entera lo que habían logrado en Nueva Delhi. Si se comprometían a mantener la paz en Nueva Delhi, permaneciendo indiferentes a la violencia en otros lugares, su garantía no tendría ningún valor, y, por consiguiente, él cometería un error enorme renunciando a su sacrificio.

Hasta en el umbral mismo de la muerte, el tiránico profeta de la fraternidad se proponía continuar dirigiendo el juego y obligar a quienes le rodeaban a aceptar su voluntad.

Agotado, Gandhi tuvo que reponer sus fuerzas antes de confiar a Manu la continuación de su pensamiento. Dominado por la emoción, Pyarelal Nayar fue incapaz de proseguir la lectura de las notas que le pasaba la muchacha. Rogó a su hermana Sushila que le sustituyera.

«Nada sería tan necio —leyó ésta— como creer que la India pertenece exclusivamente a los hindúes y el Pakistán sólo a los musulmanes. Puede parecer difícil transformar la conciencia de todos los habitantes de la India y del Pakistán, pero, si ponemos todo nuestro corazón en la consecución de una tarea, ésta debe realizarse.

»Si, después de haber oído todo esto, me pedís todavía que cese mi ayuno, lo haré. Pero, si la India no cambia para mejor, todas vuestras promesas no habrán sido más que una farsa. Y sólo me quedará morir».

Un estremecimiento de alivio recorrió la estancia.

Uno tras otro, fueron todos a inclinarse junto a Gandhi para asegurarle que había comprendido bien toda la significación de su mensaje. El responsable del R.S.S.S. —la organización a la que había prestado juramento de fidelidad el comando llegado a Nueva Delhi para matar a Gandhi— añadió su voz a la de los demás responsables. «Sí —prometió—, juramos realizar plenamente lo que nos habéis pedido». Cuando hubo sido pronunciada la última protesta de buena fe, Gandhi hizo seña a Manu de que se le acercara. «Acepto romper mi ayuno, hágase la voluntad de Dios», garrapateó la muchacha en su cuaderno. Un grito de alegría brotó de sus labios para transmitir la decisión tanto tiempo esperada.

Inmediatamente, se desencadenó en la habitación un loco entusiasmo. Cuando se restableció la calma, Gandhi invitó a todos los visitantes a unirse en oración recitando juntos un
mantra
búdico y, luego, versículos del
Gita
, del Corán y del Evangelio, la oración de Zoroastro y, por último, un himno al gran
guru
sikh Govind Singh, cuya fiesta se celebraba ese día. Los ojos de Gandhi estaban cerrados, pero su rostro tenía una expresión tal de serenidad que parecía, escribiría Manu, «iluminado por el resplandor de la redención».

Abriéndose paso a través de la muchedumbre de periodistas y fotógrafos que habían invadido la casa al conocerse la noticia del fin del ayuno, la joven Abha llevó un vaso de zumo de naranja con un poco de glucosa. El musulmán Maulana Azad, ministro del Gobierno indio, y Jawaharlal Nehru, penetrados ambos del momento, tomaron el vaso y, uno después de otro, lo acercaron a los labios de Gandhi. Una ráfaga de relámpagos de magnesio iluminó la habitación cuando el Mahatma bebió el primer trago. Eran las 12,54 del domingo 18 de enero de 1948. Tras haber resistido durante 121 horas y 30 minutos con agua tibia y bicarbonato, Mohandas Gandhi, de setenta y ocho años, aceptaba su primer alimento.

Un inmenso clamor se elevó de la multitud que se apiñaba en el exterior cuando llegó la confirmación del fin del sacrificio de
Bapu
. Las mujeres de la casa llevaron bandejas cargadas con rodajas de naranja. Consagrados por el Mahatma, estos frutos se convertían en
prasad
, «presentes de Dios». Con los ojos brillantes de gratitud, ofrecieron a la multitud sus montañas de rajas de naranja, ofrendas rituales de la gigantesca comunión mística que reunía a aquel mosaico humano.

Esta delirante alegría dejó a Gandhi en un estado de agotamiento tal que los médicos hicieron desalojar su habitación. Sólo un hombre quedó junto a él. Con el rostro transfigurado de felicidad, Jawaharlal Nehru se sentó en el suelo al lado de su viejo
guru
. Tras unos instantes de meditación, le confió un secreto que no había dicho a nadie, ni siquiera a su hija.

Desde el día anterior, también él había empezado a ayunar para compartir el sacrificio de su padre espiritual. Gandhi se sintió muy conmovido. Una vez que se hubo marchado, mandó que se le llevara este breve mensaje:

«Ahora puedes dejar de ayunar. Que vivas muchos años y continúes siendo “Jawahar”, la joya de la India. Con la bendición de
Bapu»
.

Con el rostro oculto bajo el velo del
parda
, un centenar de mujeres musulmanas se presentaron a primera hora de la tarde en la puerta de Birla House. Aunque los médicos habían prohibido toda visita, Gandhi insistió en recibir a un pequeño grupo de ellas. Su portavoz le reveló que todas habían iniciado hacía cinco días una huelga de hambre y rezado por su vida en la intimidad de sus hogares. Gandhi juntó las manos en señal de gratitud, pero no pudo ocultar su contrariedad.

—Vosotras no lleváis vuestro velo en vuestras casas, en presencia de vuestros padres y vuestros hermanos —observó—, entonces, ¿por qué lo conserváis en mi presencia?

Con unánime gesto, las musulmanas dejaron caer al suelo el paño negro que las protegía de las miradas del mundo.

«No es la primera vez que el velo cae ante mí —observaría Gandhi poco más tarde—. Eso demuestra lo que el verdadero amor puede conseguir».

Reconfortado su cuerpo por la glucosa, como lo había sido su alma por el triunfo, Gandhi recuperó de pronto un nuevo vigor para dirigirse a los innumerables fieles apiñados en el césped con el fin de participar en la oración de la tarde.

—En toda mi vida, jamás podré olvidar el afecto que todos me habéis testimoniado —dijo—. No establezcáis diferencias entre vuestra ciudad y el resto del país. Es preciso que la paz vuelva a la India y al Pakistán entero (…). Si recordamos que la vida es una, entonces no habrá ninguna razón para que nos tratemos los unos y los otros como enemigos (…). Que cada hindú estudie el Corán, y que los musulmanes reflexionen sobre el significado del
Gita
y del Granth Sahib de los sikhs. Del mismo modo que respetamos nuestra religión, debemos respetar la de los demás. Lo que es verdadero, es verdadero, esté escrito en sánscrito, en urdu, en persa o en cualquier otra lengua (…).

»Que Dios nos dé la razón, así como el mundo entero —concluyó—. Que Él nos haga más sabios y nos aproxime a sí, a fin de que la India y el Universo conozcan la felicidad.

Su
darsan
dio lugar esa tarde a un espectáculo extraordinariamente conmovedor.

Envuelto en un mantón y sostenido por cojines, Gandhi había sido instalado en la terraza ante su habitación. Para que pudieran «verle» todos los que se encontraban en la inmensa multitud, cuatro discípulos allegados le levantaron por encima de las cabezas. Como un boxeador victorioso, el Mahatma, radiante, saludó alegremente a la jubilosa multitud.

Tres horas más tarde, mientras Nueva Delhi en fiestas celebraba el fin de su ayuno, Gandhi tomó su primera comida desde hacía seis días: un vaso de leche de cabra y cuatro naranjas. Cuando hubo terminado, pidió su rueca. Ninguna protesta de sus médicos pudo disuadirle de hilar. Con las débiles fuerzas que retornaban a su cuerpo, sus febriles dedos impulsaron la pequeña rueda.

—El pan obtenido sin trabajo es pan robado —explicó—; puesto que he vuelto a tomar alimentos, debo trabajar.

XVIII

UNA BOMBA EN BIRLA HOUSE

H
acía años que sus íntimos no veían al Mahatma tan alegre, tan rebosante de fervor y entusiasmo. El feliz desenlace de su sacrificio parecía haberle abierto «un horizonte de sueños y esperanzas sin límites». Desde su Marcha de la Sal de 1929, nunca había galvanizado a tantos hombres ni se había granjeado tantas simpatías.

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