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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (75 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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XIX

«HAY QUE MATAR A GANDHI ANTES DE QUE NOS DETENGA LA POLICÍA»

G
opal Godsé estuvo a punto de atragantarse. Con las manos esposadas, la cabeza cubierta por una capucha y rodeado de policías, un hombre avanzaba hacia la cantina en que desayunaba con Karkaré, haciendo tiempo hasta la hora de salida del tren. Aterrado, reconoció el traje azul que su amigo Madanlal Pahwa se había puesto la víspera para matar a Gandhi.

Madanlal seguía acercándose. Desde el amanecer, los policías le habían llevado en cinco ocasiones a los andenes de la estación para hacerle examinar a todos los viajeros que salían de la ciudad, con la esperanza de atrapar a sus cómplices. Respirando con dificultad bajo la tela, con la mente en blanco y los ojos nublados por la fatiga, miraba fijamente a todo el mundo. De pronto, se estremeció imperceptiblemente. Acababa de ver a sus amigos. Fingiendo un acceso de tos para disimular continuó su marcha por el andén. Los dos últimos conjurados que se encontraban todavía en Nueva Delhi iban a poder escapar a la trampa.

La preocupación inmediata de la Policía tras la explosión de la bomba fue la de garantizar la seguridad de Gandhi. Aunque su jefe D. J. Sanjevi se había hecho cargo de la investigación criminal, la responsabilidad de la seguridad del Mahatma incumbía a su adjunto D. W. Mehra. Todavía con gripe, arropado en un grueso gabán, tiritando de fiebre, Mehra se presentó en Birla House.

—¡Mubarakbad
, dos veces buena suerte! —exclamó prosternándose ante el Mahatma.

—¿Por qué «dos veces»? —se asombró Gandhi.

—La primera porque, con vuestro ayuno, habéis logrado lo que no había podido hacer mi Policía: habéis restablecido la paz en Nueva Delhi. La segunda, porque habéis salido ileso del atentado.

—Hermano mío —replicó Gandhi con maliciosa sonrisa—, mi vida está en las manos de Dios.

Para Mehra, la vida de Gandhi estaba en sus propias manos. Le explicó que el criminal que había intentado matarle tenía cómplices que era muy posible trataran de repetir el intento. Por ello, solicitaba autorización para reforzar la guardia de Birla House y hacer registrar a todas las personas sospechosas que acudieran a las reuniones de oración.

—No aceptaré jamás —exclamó Gandhi fuera de sí—. ¿Registra usted a los fieles que van a orar a un templo o una capilla?

—En un templo nadie es un blanco para la bala de un asesino —alegó Mehra.

—Rama es mi única protección —repitió Gandhi—. Si él quiere poner fin a mi vida, nadie podrá salvarme, aunque me hiciera usted custodiar por un millón de sus hombres. Los dirigentes de este país no creen en mi no violencia: imaginan que son indispensables vuestros guardaespaldas. Le repito que mi única protección es Rama, y usted no profanará con fuerzas de Policía mis reuniones de oración ni impedirá a la gente asistir a ellas. Si lo hace, abandonaré Delhi y le haré a usted públicamente responsable de mi marcha.

Mehra estaba consternado. Conocía a Gandhi lo suficiente como para saber que no cambiaría de opinión. Era preciso encontrar un medio de protegerle aun contra su voluntad.

—¿Me permitiréis al menos acudir todos los días a vuestra oración? —preguntó.

—A título personal, siempre será usted bien venido.

Poco antes de las cinco de la tarde, Mehra estaba de regreso en Birla House, esta vez vestido de paisano. Había hecho aumentar los efectivos de seguridad de 5 a 36 hombres, en su mayoría inspectores de paisano encargados de mezclarse con los asistentes. Por su parte, Mehra llevaba bajo su gabán un «Webber & Scott» de nueve milímetros con una bala en la recámara. Había servido en la frontera indoafghana. Especialista en la guerra de guerrillas, podía desenfundar y meter tres balas en el ojo de un búfalo a diez metros de distancia y en menos de diez segundos. Cuando el Mahatma se dispuso a salir de la habitación, el policía se puso a su lado. Se proponía seguir haciéndolo todas las tardes mientras el Mahatma estuviera en Nueva Delhi.

Demasiado débil todavía para caminar, Gandhi tuvo que ser llevado hasta el lugar de la oración. Sus primeras palabras fueron para el joven refugiado que había jurado vengar los sufrimientos que la partición había infligido en los suyos.

—No condenéis ni odiéis al desdichado que hizo estallar esa bomba —dijo—. No tenemos derecho a castigar a uno de nuestros hermanos porque consideremos que ha hecho mal.

Para Sanjevi, el jefe de la Policía que había querido tomar a su cargo la investigación, una cosa era segura. La conspiración se había tramado en la región de Bombay. Madanlal Pahwa reveló, en efecto, que todos sus cómplices eran originarios de la provincia de Maharashtra. Él mismo había venido de Bombay. Sanjevi alertó, pues, a su homólogo local. Le envió, incluso, por avión a dos inspectores de su Brigada de Investigación Criminal con la misión de comunicarle la
totalidad
de las informaciones recogidas en Nueva Delhi. Mas, por una razón inexplicable que sería la primera incoherencia de esta extraña investigación, los dos inspectores omitieron llevar el único documento susceptible de poner inmediatamente a los policías de Bombay sobre la pista de los asesinos: la declaración de Madanlal Pahwa obtenida y mecanografiada el día anterior. Solamente llevaban una pequeña ficha en la que se resumían algunas indicaciones, así el nombre de Karkaré deletreado erróneamente como «Kirkré». Esta ficha no mencionaba para nada la información más importante: la aproximativa identificación del periódico que Godsé y Apté dirigían en Poona.

El policía de Bombay ante quien se presentaron los dos enviados de Sanjevi poseía ya una información más útil por sí sola que los escasos datos consignados en la ficha.

A sus treinta y dos años, Jamshid Nagarvalla era el número dos de la Brigada de Investigación Criminal de Bombay. No se le había encomendado, sin embargo, el asunto en atención a sus cualidades de fino sabueso. Pero la elección revelaba el constante dilema a que se veía enfrentada la Policía india. Si confiar la investigación a un musulmán habría sido sacrilegio, encargársela a un hindú suponía correr el riesgo de permitir que un adversario oculto del Mahatma impidiera la captura de los conjurados. Nagarvalla no era ni lo uno ni lo otro: era un parsi.

Al designarlo, el ministro del Interior de la provincia de Bombay le había comunicado una información, sobre las actividades de cierto número de extremistas de la región. Nagarvalla encontró en ella el nombre del posadero Karkaré. Convencido de que la pista de ese Karkaré pasaba fatalmente por la discreta villa del fanático mesías del hinduismo, Nagarvalla había pedido autorización para detener a Savarkar. Partiendo de él, esperaba desvelar los hilos de la conspiración.

—¿Se ha vuelto usted loco? —se había indignado el ministro—. ¿Quiere prender fuego a la provincia entera?

No pudiendo entregar a los carceleros de la prisión municipal al instigador probable del crimen, Nagarvalla decidió someterlo a la atención de una brillante organización creada por los ingleses que constituía el orgullo de la Oficina de Investigación Criminal de Bombay: la brigada de confidentes. Formada por 150 hombres y mujeres cuyas identidades solamente eran conocidas por su jefe, se componía de ciegos, lisiados, mendigos, mujeres musulmanas veladas, vendedores ambulantes de frutas, barrenderos. Desde hacía más de un cuarto de siglo, esta corte de los milagros había vigilados a los agitadores políticos y a toda el hampa de Bombay. Nadie, se decía, podía escapar a su vigilancia. La primera decisión de Jamshid Nagarvalla fue asignarle un nuevo objetivo: la casa de Savarkar.

La investigación del comisario parsi comenzó bajo los mejores auspicios. A las pocas horas, averiguaba que un tal Badgé, pequeño traficante de armas de Poona, se hallaba implicado en la conspiración destinada a suprimir al Mahatma.

Alertada inmediatamente, la Policía de Poona comunicó que se ignoraba el paradero de Badgé y que, probablemente, se hallaba oculto «en los bosques que circundan la ciudad», Nagarvalla cometió el error de creer bajo palabra a sus colegas de Poona. Incompetencia o engaño deliberado, su informe no reflejaba la realidad. Menos de cuarenta y ocho horas después del atentado de Birla House, el falso
sadhu
estaba, en efecto, de regreso en su casa, donde reanudaba tranquilamente sus ocupaciones, «tejiendo» en su trastienda los chalecos blindados de los que tan orgullosos se sentía.

Pero esto no era más que el comienzo de las sorprendentes anomalías de esta investigación. A su regreso a Nueva Delhi, los dos inspectores enviados a Bombay por Sanjevi redactaron un sorprendente informe de su misión. Hemos «recomendado a nuestros colegas de Bombay la urgente búsqueda del director de un periódico llamado
Rashtryia
», afirmaron. Para respaldar esta declaración, habían adjuntado a su informe un extracto de la primera declaración de Madanlal Pahwa relativa a los lazos que unían a dos de sus cómplices en este periódico. Aseguraban haber presentado este documento al comisario Nagarvalla. Era falso. Por una misteriosa razón, los inspectores de Nueva Delhi no habían transmitido la única información que habría permitido a los policías de Bombay ponerse inmediatamente a seguir la pista de los culpables.

La investigación evolucionó espectacularmente el tercer día, cuando Madanlal Pahwa aceptó, al fin, decirles todo. Su confesión se prolongó durante cuarenta y ocho horas y ocupó 54 páginas mecanografiadas, que firmó a las nueve y media de la noche del 24 de enero. El documento fue triunfalmente llevado a Sanjevi. Esta vez, Madanlal no había ocultado nada
[44]
. Reveló que el famoso periódico
Rashtryia
, cuyo nombre mencionó la tarde del atentado, se llamaba en realidad
Hindu Rashtra
y, detalle primordial, que se publicaba en Poona. Para el jefe de la Policía de Nueva Delhi era ahora un juego de niños identificar a Nathuram Godsé y Narayan Apté. Le bastaba con ordenar que se consultara en la biblioteca del Ministerio de Información o del Interior el
Anuario de Prensa de la Provincia de Bombay
. En la letra H, podía leerse:

«Hindu Rashtra
, diario publicado en maratha en Poona. Propietario: V. D. Savarkar. Director: N. V. Godsé. Administrador: N. D. Apté».

La prueba definitiva de que ese «N. V. Godsé» era uno de los cómplices fue aportada pocas horas después bajo la forma de una camisa blanca, un chaleco de algodón y un
dhoti
. Estas prendas habían sido entregadas para lavar en la mañana del 20 de enero por uno de los ocupantes de la habitación 40 del hotel «Marina». Nadie se había presentado a reclamarlas. En cada una de las prendas, las tres iniciales N. V. G. corroboraban la identidad de su propietario, Nathuram Vinayak Godsé.

Nadie explicaría jamás la sorprendente manera en que el jefe de la Policía de Nueva Delhi conduciría en lo sucesivo la investigación. En cuatro días escasos, sus hombres habían reunido informaciones que permitían establecer sin ningún género de duda la identidad de, por lo menos, cuatro de los conjurados. No sólo no hizo nada por detenerlos, sino que, incluso, omitió transmitir las vitales informaciones que poseía a su colega de Bombay, en cuya jurisdicción se encontraba Poona. Ahora bien, todas las pistas de los culpables convergían hacia esta ciudad. Los archivos de la Brigada de Investigación Criminal local contenían, además, todo lo que los investigadores podían querer saber todavía acerca de ellos: nombres, domicilios, profesiones, carreras, opiniones y lazos políticos, incluida la historia de su asociación con Savarkar. Los expedientes de algunos de ellos, cuyas fichas precisaban «puede ser peligroso», contenían, incluso, documentos que, presentados a los 36 policías de paisano que montaban guardia alrededor de Gandhi en Birla House, habrían podido salvar por sí solos la vida del Mahatma: las fotografías antropométricas de Narayan Apté y de Vishnu Karkaré.

Pero había algo más asombroso aún. El jefe de esta Brigada de Investigación Criminal de Poona, inspector general U. H. Rana, se encontraba en Nueva Delhi en la mañana del 25 de enero, cuando Sanjevi fue informado de las confesiones de Madanlal. Los dos policías analizaron juntos, página por página, su declaración. Cada línea habría tenido que hacer dar un salto al inspector de Poona. La existencia del periódico
Hindu Rashtra
tenía que serle tan familiar como la del
Times of India
, al igual que los nombres de sus directores: era él, en efecto, quien había anulado la vigilancia policial a que se les sometió con motivo de la suspensión provisional de su periódico en el mes de julio anterior. Pues bien, ni siquiera se tomó la molestia de telefonear a sus subordinados para hacerlos detener inmediatamente. Tampoco se precipitó al primer avión. U. H. Rana se mareaba en los viajes aéreos. Regresó a Poona en tren. Y no en un rápido, sino en un correo, que tardó más de treinta y seis horas en recorrer el trayecto.

¿Qué explicación buscar a esta general e increíble negligencia? Quizá la convicción de que, tras su fracaso del 20 de enero, los asesinos no volverían al lugar de su crimen. Los policías se equivocaban
[45]
.

En la penumbra del atardecer del domingo 25 de enero, tres de los conjurados se hallaban sentados, en un extremo del andén de la pequeña estación de Thana, en las afueras de Bombay.

Convencido de que se había organizado una gigantesca caza del hombre a través de toda la India, obsesionado por el temor a caer en cualquier momento en las redes de la Policía, Nathuram Godsé había reunido urgentemente a dos de sus cómplices para anunciarles una importante noticia.

—Hemos fracasado el 20 de enero porque éramos demasiado numerosos —declaró a su socio Apté y al posadero Karkaré—. No hay más que una forma de suprimir a Gandhi: es preciso que se encargue de ello uno solo de nosotros. Seré yo.

Precisó que nadie le había impuesto esta decisión.

—Hacer el sacrificio de la propia vida no es una decisión que pueda imponerse.

Sus dos compañeros le miraron estupefactos. Este tímido muchacho que nunca había logrado nada en la vida, este muchacho incapaz de conservar un empleo, este personaje insólito, este apasionado del café que odiaba a las mujeres, este fanático al que una simple jaqueca podía aniquilar, parecía transfigurado. Irradiaba una serenidad que no le habían conocido jamás. Su voz era tranquila y reposada. El hombre que, siendo adolescente, descifraba los símbolos en el aceite y el hollín en el transcurso de extrañas ceremonias tántricas, parecía haber encontrado por fin el verdadero sentido de su vida. Nathuram Godsé iba a desempeñar el papel a que le habían destinado inconscientemente sus inflamadas arengas desde el agitado verano de la partición. La India amputada, la India violada, exigía un brazo vengador. Un sable purificador capaz de desembarazarse de quienes constituían un obstáculo a la resurrección militante del pueblo hindú. Nathuram Godsé sería la Némesis de la India.

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