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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (36 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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«No voy a necesitar un bisturí del cirujano para disecar el Penjab y Bengala, sino el hacha de un carnicero», se inquietaba Sir Cyril Radcliffe mientras Louis Mountbatten le precisaba los términos de su misión a su llegada a Nueva Delhi. Ante el eminente jurista que la partición de la India había arrancado de un despacho londinense, el virrey fue categórico: el trazado de la división debía estar preparado en el plazo de seis semanas. Lo más tarde, el 14 de agosto de 1947.

A menos de veinte kilómetros del palacio de virrey comenzaban las primeras llanuras de una de las dos grandes provincias que la mano de Cyril Radcliffe iba a despedazar irremediablemente: el Penjab. Jamás, «el granero de la India» había prometido cosechas tan abundantes como las que maduraban en sus dorados campos de trigo y de cebada, en sus ondulantes extensiones de maíz, de mijo y de caña de azúcar. Con su traqueteante paso, ya los bueyes avanzaban en largas caravanas por los polvorientos caminos, uncidos a los carros en que se amontonaban los primeros frutos de la tierra india más rica.

Los pueblos hacia los que se dirigían se asemejaban unos a otros. Recubierto por un musgo verdoso, se encontraba primero el aguazal adonde las mujeres iban a lavar la ropa y los hombres sus animales de tiro; luego, la maraña de casas de barro, con sus patinillos en que hormigueaban al sol perros, cabras, búfalos, vacas y toda una chiquillería con los pies descalzos y con los ojos pintados de
khol
; grandes búfalos arrastraban en lenta rotación pesadas muelas de piedra que trituraban el trigo y el maíz; las mujeres aplastaban en tiras el estiércol fresco y la paja que, una vez secos, servirían de combustible a sus hogares.

El corazón del Penjab era la antigua capital del Imperio de las Mil y Una Noches, Lahore, la predilecta de los reyes mogoles. La habían mimado y engalanado con una floración de monumentos y de tesoros: mezquita imperial de Aurangzeb, la mayor de Asia, con porcelanas que brillan como talismanes bajo el polvo de los siglos; cenotafio de mármol de Jehangir, adornado con los noventa y nueve nombres de Alá; murallas de greda rosa del apasionante fuerte de Akbar, con sus terrazas llenas de mosaicos y de incrustaciones preciosas; mausoleos de Noor Jahan, la princesa cautiva que se desposó con su carcelero y se hizo emperatriz, y de Anarkali, «Flor de Granada», perla de harén de Akbar, enterrada viva por haber sonreído a su hijo; fuentes diáfanas de los fragantes jardines de Shalimar. La ciudad entera vibraba con las nostalgias de un glorioso pasado.

Más cosmopolita que Nueva Delhi, más aristocrática que Bombay, más altiva que Calcuta, Lahore era para muchos la ciudad más seductora de la India. Su corazón era el Mall, una amplia avenida bordeada de cafés, de bares, de tiendas, de restaurantes y de teatros. Sus casas de placer eran las más refinadas de la península, y la ciudad gozaba desde hacía tiempo de la reputación de ser el París de Oriente.

El vestido tradicional era el
khazanchi
, esa graciosa túnica de seda que ciertas indias prefieren al sari, cuyos pliegues caen sobre largos bombachos ajustados a los tobillos, semejantes a los que llevaban las moradoras de los harenes de los emperadores mogoles. Pero, en este indiscutido centro de la elegancia, las mujeres de la sociedad gustaban vestir como cortesanas francesas del siglo XVII, las muchachas como maniquíes de la Rue de la Paix, los estudiantes como los protagonistas de las películas de René Clair, y los actores como los galanes del cine mudo.

Los ingleses habían establecido en Lahore las mejores instituciones, en las que formaban a la élite de las nuevas generaciones indias. Con los campanarios góticos de sus capillas, sus terrenos de cricket, estos colegios eran las réplicas exactas de sus modelos británicos trasplantadas a las ardientes llanuras del Penjab. En ellos, maestros de cuello duro enseñaban el griego y el latín a indios con chaqueta de franela cuyas gorras lucían nobles divisas: «La luz del cielo es vuestro guía», o «El valor del saber». Amarillentas fotografías cubrían los pasillos, mostrando a los equipos de rugby, de cricket y de hockey, hileras de muchachos de rostros oscuros bajo gorras redondas, agarrando orgullosamente los palos de hockey o las mazas de cricket. Hindúes, musulmanes o sikhs, estos jóvenes habían cantado juntos en la capilla los himnos marciales de una Inglaterra cristiana, aprendido de memoria las obras de los poetas y los novelistas británicos, curtido sus cuerpos en los campos de deporte a la conquista de las viriles virtudes de los dueños de la India, a los que ahora reclamaban las llaves de su patria.

Lahore era, ante todo, una ciudad tolerante. Las distinciones religiosas entre sus habitantes —seiscientos mil musulmanes, quinientos mil hindúes y cien mil sikhs— se manifestaban en ella menos que en ningún otro lugar de la India. En las pistas de baile del
Gymkhana Club
y del
Cosmopolitan Club
, se reducían a menudo al grosor de un sari mientras sikhs, musulmanes, hindúes, cristianos y parsis giraban juntos al ritmo de un tango o un fox-trot. Se mezclaban sin discriminaciones en las recepciones, cenas y bailes de la alta sociedad, y las suntuosas villas de los barrios residenciales pertenecían indiferentemente a los miembros de todas las comunidades.

Pero este idílico cuadro era un sueño que comenzaba a desvanecerse. Desde enero de 1947, los agitadores de la Liga musulmana celebraban reuniones secretas en los barrios habitados principalmente por musulmanes. Blandiendo fotografías de cráneos y de osarios, exhibiendo a veces a un superviviente horriblemente mutilado, acusaban a los hindúes de todas las atrocidades perpetradas en otros lugares, atizando el fuego del odio racial y religioso.

Un primer brote de violencia se produjo a principios de marzo cuando, al grito de
Pakistan Murdabad
, «¡Muera Pakistán!», un dirigente sikh cortó a hachazos el mástil a cuyo extremo ondeaba la bandera de la Liga musulmana. Sangrientas represalias respondieron a este desafío, causando más de tres mil víctimas, en su mayoría sikhs. Al sobrevolar una serie de aldeas devastadas, el general Sir Frank Messervy, comandante en jefe de la zona Norte del Ejército de la India, había quedado aterrado por las hileras de cadáveres, «alineados como faisanes después de una cacería».

La violencia había alcanzado las calles de Lahore cuando llegó a la ciudad la persona que, con un trazo de lápiz, iba a decidir su destino. Con la cabeza llena de todos los relatos oídos en Inglaterra sobre la deslumbrante ciudad, su brillante temporada de Navidad, sus bailes, su fiesta del caballo, su fastuosa vida mundana, Sir Cyril Radcliffe no encontró apenas ecos de todo aquello. En la capital del Penjab no descubrió más que calor, polvo, disturbios e incendios. Cien mil habitantes habían huido ya. Pese al intolerable calor, los demás habían renunciado a la vieja costumbre penjabí de dormir en las terrazas al aire libre. El peligro de que surgiera un cuchillo de entre las tinieblas se había tornado demasiado grande.

El sector más agitado de Lahore se encontraba en el interior de un cinturón de piedra de doce kilómetros, las antiguas murallas de Akbar que cobijaban una de las más densas concentraciones humanas. Trescientos mil musulmanes y cien mil hindúes y sikhs bullían allí en un laberinto de callejas, de
suks
, de tiendas, de talleres, de templos, de mezquitas y de casuchas miserables. Todos los olores, todos los ruidos, todos los gritos del Asia de los bazares envolvían este hormiguero en perpetuo movimiento. Con bandejas de cobre en equilibrio sobre la cabeza, vendedores ambulantes se deslizaban por todas partes, ofreciendo pirámides de frutas y golosinas orientales:
halva y barji
, buñuelos con pimientos, naranjas, papayas, plátanos, mangos, uvas y dátiles, con frecuencia negros de moscas. Con las pupilas blanqueadas por el velo del tracoma, los niños trituraban tallos de caña de azúcar en rústicas prensas y ofrecían el jugo a los transeúntes.

Las callejuelas de esta vieja ciudad componían un rompecabezas bizantino de tenderetes y talleres elevados medio metro por encima del suelo para protegerlos contra el monzón. Misteriosas fronteras compartimentaban en corporaciones rígidas esta confusión de barracas. Había la calle de los joyeros con sus relumbrantes muestras de brazaletes de oro, que constituían el adorno tradicional de muchos hindúes; la calle de los perfumistas, con sus bosques de varillas de incienso y sus viejos jarrones de China llenos de exóticas esencias que se mezclaban a gusto del cliente; mostradores centelleantes de babuchas bordadas de lentejuelas y cuya curvada punta recordaba una góndola; artesanos que exhibían una profusión de barnizados objetos incrustados de mosaicos, cajas de laca graciosamente realzadas con dibujos de colores, cofrecitos de madera de sándalo con tapas taraceadas de delicados motivos en panes de oro y marfil.

Había tiendas de armas, en las que abundaban los fusiles, las lanzas y los kirpans, el sable ritual de los sikhs. Había vendedores de flores, casi ocultos tras montañas de rosas y de jazmines que sus hijos ensartaban en un bramante como las perlas de un collar; más coloristas aún y llenos de aromas, las tablas de especias y los cestos de los herbolarios, la variedad de cuyas plantas medicinales podía curar a los enfermos de gota, así como picores, ahogos y anemias. Había vendedores de té que ofrecían una docena de hojas diferentes, desde un color negro como la tinta hasta el verde pálido de las aceitunas. Había mercaderes de telas, descalzos y sentados en cucli llas, sobre esterillas, como budas, en medio de los brillantes reflejos de su mercancía. Algunos solamente vendían arreos de matrimonio: sus mostradores rebosaban entonces de turbantes cubiertos de perlas doradas, de túnicas y de vestidos incrustados de vidrios de colores, las esmeraldas y los rubíes de los pobres.

Todo el Oriente de los fantásticos relatos desfilaba como en un grandioso espectáculo. Musulmanas ocultas bajo sus
burqa
, al acecho sus ojos tras la estrecha visera del velo, se deslizaban, como religiosas a la hora de vísperas, en el estruendoso torbellino de las tongas, los carritos, las bicicletas y los charabanes.

Desde el balcón finamente calado de una casa del barrio hindú, el hombre más rico de la vieja Lahore contemplaba con satisfacción esta bulliciosa agitación. La cuarta parte, o casi, de los granjeros del Penjab estaban presos de por vida en sus doradas redes. El viejo Bulagi Shah era el usurero más próspero de la provincia.

Las primeras víctimas del odio racial yacían ahora bajo sus ventanas, víctimas absurdas, matadas al azar porque llevaban un turbante sikh o un caftán musulmán.

Y, sin embargo, a pesar del odio y del miedo, continuaban produciéndose escenas de fraternidad. Por la noche, en los clubs, alrededor de los bares, hindúes y musulmanes de la alta burguesía intercambiaban apasionadas promesas. Si nuestra ciudad queda en territorio indio, os protegeremos, juraban los hindúes a sus amigos musulmanes en el caso de que la partición condujera a la situación inversa.

El inglés de quien dependía la futura nacionalidad de Lahore llegaba en medio de un tal desencadenamiento de violencias que el gobernador del Penjab no se atrevió a ofrecerle la hospitalidad de su residencia. Sir Cyril Radcliffe se instaló, como cualquier viajante de comercio, en el hotel «Faletti», fundado en 1860 por un napolitano enamorado de una cortesana local. Puso en juego toda su fuerza de convicción para obtener la colaboración de los jueces de la comisión de límites —dos musulmanes, un hindú y un sikh— que debían asistirle. Pero estos cuatro magistrados compartían las pasiones banderiles de sus compatriotas. Radcliffe comprendió que por sí solo debería llevar a cabo su abrumadora misión. Su llegada a Lahore había causado tal sensación que una escolta de inspectores tuvo que velar noche y día por su seguridad. Cada vez que salía del hotel, una multitud de indios vibrantes de desesperación se abatía sobre él al mismo tiempo que el infernal calor. Ante la idea de ver súbitamente destruidos por el trazado de su lápiz los frutos de toda una vida de trabajo, estaban dispuestos a ofrecerle cualquier cosa para obtener una frontera favorable a su comunidad.

Por la noche, a fin de escapar a estas patéticas gestiones, Radcliffe se refugiaba en el último bastión «sólo para europeos», el
Punjab Club
. Allí, saboreando un
whisky and soda
, sobre el césped, mientras criados vestidos con túnicas blancas pasaban en la sombra como fantasmas, el jurista inglés que lo ignoraba todo acerca de la India se preguntaba dónde, más allá de este jardín, en la ciudad enfebrecida de odio, existía la posibilidad de encontrar huellas del idílico Lahore de la leyenda. Por desgracia, actualmente la ciudad no era más que los ruidos y las sombrías visiones que le asaltaban por encima de las cercas del
Punjab Club
: los ramilletes de chispas de un bazar en llamas, los desgarradores gemidos de las sirenas de las ambulancias, los gritos de guerra de los adversarios, los
Sat Sri Aka!
de los sikhs, los
Allah Akbar!
de los musulmanes, el siniestro tam-tam de los fanáticos extremistas hindúes martilleando la noche hostil.

A cincuenta kilómetros al este de Lahore se yerguen los muros de la segunda gran ciudad del Penjab, Amritsar, cuyas callejas rodean al santuario más sagrado del sikhismo. Elevado en medio de las espejeantes aguas de un amplio estanque ritual, salvado por un puente, el Templo de Oro es un edificio de mármol blanco centelleante de adornos de cobre, plata y oro. La cúpula, enteramente recubierta de panes de oro, cobija el ejemplar manuscrito original del libro santo de los sikhs, el
Granth Sahib
, cuyas páginas envueltas en seda son cubiertas todas las mañanas con flores frescas y oreadas día y noche con un abanico de cola de yak. Sólo una escoba de plumas de pavo real es bastante noble para quitar el polvo a este lugar tan venerado.

En 1947, los seis millones de sikhs, para quienes este templo era el sanctasanctórum, practicaban con fervor una de las grandes religiones nacidas en esta tierra india habitada por Dios. Con sus luengas barbas y sus florecientes bigotes, su cabellera que no cortaban jamás y anudaban en moño bajo turbantes de todos los colores, con su porte altivo y su imponente estatura, no representaban sino un uno y medio por ciento de la población de la India, pero constituían —lo mismo que en la actualidad— la comunidad más vigorosa, la más unida, la más marcial.

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