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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (39 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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Cuando hubo terminado su discurso, Mountbatten invitó a su auditorio a formularle preguntas. Quedó estupefacto ante algunas de ellas. Las preocupaciones de algunos príncipes eran tan ridiculas en aquella hora capital de su destino que el virrey se preguntó si aquellos hombres y sus primeros ministros se daban verdaderamente cuenta de la situación. La principal inquietud de uno de ellos era saber si podría conservar su derecho exclusivo a cazar el tigre en su Estado. El
diwan
de otro príncipe —al cual no se le había ocurrido en aquellos momentos críticos nada mejor que irse a Europa a recorrer los casinos y las salas de fiestas— declaró no saber qué decisión tomar en ausencia de su señor.

Mountbatten reflexionó unos instantes y, luego, tomó de la mesa la gran bola de vidrio que servía de pisapapeles. Asumiendo el inspirado aire de un mago oriental en comunicación con el más allá, la hizo girar en sus manos y anunció:

—Voy a consultar mi bola de cristal y darles la respuesta.

Frunciendo el ceño, clavó en el objeto una mirada cargada de misterio. Durante diez largos segundos, un opresor silencio, sólo turbado por la respiración de los príncipes más corpulentos, inmovilizó a los concurrentes. Las prácticas ocultas no eran tomadas nunca a la ligera en la India, sobre todo por los maharajás.

—¡Ah! —murmuró al fin Mountbatten con la dramática expresión de un espíritu emergiendo de algún viaje celeste—, veo a vuestro soberano. Está sentado a la mesa del comandante de su paquebote. Os dice… Os dice: «Firmad el Acta de Adhesión».

La noche siguiente, un solemne banquete reunió por última vez a un virrey de la India y a los descendientes de las generaciones de maharajás y nababs que habian sido los pilares más sólidos del Imperio británico de la India. Profundamente emocionado por la tristeza de las circunstancias, Louis Mountbatten invitó a los más fieles y antiguos aliados del rey-emperador a pronunciar un brindis de despedida a su soberano.

—Estáis en vísperas de enfrentaros a una revolución —les declaró—. En muy breve plazo, vais a perder vuestra soberanía. Es inevitable. Os exhorto a que no os comportéis como los aristócratas franceses después de la Revolución francesa. No volváis la espalda a la India que va a nacer el 14 de agosto: esa India os necesitará.

Esa India, en efecto, necesitaría administradores competentes, embajadores capaces de representarla, abogados, médicos, técnicos, oficiales susceptibles de sustituir a los ingleses al frente del Ejército. Los príncipes podrían elegir entre un dorado retiro en los campos de polo y las playas de la Rivera, o ponerse al servicio de la nación que iba a nacer e integrarse en su élite. El virrey no tenía ninguna duda sobre la elección que debían realizar.

—¡Desposaos con la nueva India! —suplicó.

Repleto de cañas de pescar, de nasas y de quijotes, el
break
avanzaba por entre las piedras y los baches del camino que corría a lo largo del Trika, un torrente de Cachemira. Con sus labios fruncidos, sus huidizos ojos, su barbilla cuyos contornos se perdían en pliegues de carne, el rostro del conductor reflejaba exactamente su carácter. Era un hombre débil, irresoluto, a quien sus perversiones y su afición a las orgías habían valido una reputación de Borgia himalayo. Pero Hari Singh, maharajá de Cachemira, el «M. A.» cuyas desgraciadas aventuras habían regocijado a los lectores de la Prensa sensacionalista de preguerra era también un personaje clave del drama indio. Era el soberano hindú heredero de un reino cuya importancia estratégica era capital, vasta encrucijada apenas poblada donde India, China, el Tibet y el Pakistán estaban fatalmente destinados a enfrentarse un día.

Esta mañana, un visitante particularmente distinguido estaba sentado al lado de Hari Singh. Lord Mountbatten conocía al monarca desde que habían galopado juntos por el terreno de polo de Jammu durante el viaje a la India del príncipe de Gales en 1921. Había decidido esta visita para forzar a Hari Singh a pronunciarse sobre el futuro de su reino.

El virrey, sin embargo, no se proponía hacer caer en el cesto del indio Patel la manzana de Cachemira. El buen sentido parecía exigir la integración de Cachemira en el Pakistán. El 77 % de sus habitantes eran musulmanes. Era uno de los cinco territorios que el estudiante Rahmat Ali había reunido en su «sueño imposible». La «K» de Pakistán venía del nombre inglés
Kashmir
.

El virrey aceptaba esta lógica. Había incluso dado al maharajá la garantía de que los jefes del Congreso no presentarían objeciones si decidía unir su suerte a la del Pakistán, en razón de su situación geográfica y de la aplastante mayoría de sus súbditos musulmanes. Jinnah le había prometido, además, asegurar al príncipe hindú la mejor acogida y un puesto de honor en su nuevo Estado.

—Pero yo no quiero, con ningún pretexto, entregar Cachemira al Pakistán —replicó el maharajá.

—Entonces, elija la India —arguyó el virrey—. Yo me encargaré personalmente de que le sea enviada sin demora una División de infantería india para ayudarle a preservar la integridad de sus fronteras en caso de agresión paquistaní.

—Tampoco quiero entregar mi reino a la India —replicó el príncipe—. Quiero hacerme independiente.

—Lamento decírselo, pero eso no es posible —explotó el virrey—. Su país está totalmente rodeado: es demasiado extenso y su población demasiado débil. Tendrá usted por vecinos dos países antagonistas. Para ellos será permanentemente una posible presa que disputar, y acabará por convertirse en el campo de batalla sobre el que se enfrentarán hindúes y musulmanes. Eso es lo que le espera. Perderá usted su trono y, quizá, su vida si no tiene cuidado.

El maharajá meneó la cabeza y mantuvo un enfurruñado silencio hasta la llegada al coto de pesca.

Mountbatten volvió a la carga sin descanso. El tercer día notó que la determinación de su viejo amigo empezaba a flaquear. Explotando este primer éxito, sugirió al monarca que organizase una entrevista con su Primer Ministro para elaborar un acuerdo de principio sobre su intención de renunciar a toda veleidad de independencia y su deseo de asociar la suerte de su reino a uno u otro de los nuevos Estados.

—Es una buena idea —reconoció el príncipe—. Volvamos a vernos mañana.

Pero esta manzana iba a permanecer firmemente unida a su árbol. Al día siguiente por la mañana, acudió un ayudante de campo para avisar al virrey de que Su Alteza padecía un trastorno intestinal que le impedía participar en la reunión prevista. Mountbatten no dudaba de que se trataba de una enfermedad diplomática. No volvería a ver más a Hari Singh. Esta «indigestión» señalaba el principio de una tragedia que envenenaría las relaciones entre la India y el Pakistán.

El virrey tuvo más suerte con los demás soberanos indios. Para algunos, estampar su firma al pie del Acta de Adhesión fue una operación dolorosa. Al hacerlo, un rajá del centro de la India murió a consecuencia de un ataque cardíaco. Con lágrimas en los ojos, el maharajá de Dholpur declaró a Mountbatten: «Este texto rompe una alianza que unía a mis antepasados y a los de vuestro rey desde 1765». El maharajá de Baroda, uno de cuyos antepasados había intentado matar a un residente británico con polvo de diamante, se desplomó llorando como un niño, el rajá de un pequeñísimo Estado vaciló durante varios días, porque aún creía en la naturaleza divina de su soberanía. Los ocho príncipes del Penjab estamparon juntos su rúbrica en el transcurso de una ceremonia organizada en la sala de banquetes del palacio del maharajá de Patiala, donde Sir Bhupinder
el Magnífico
, había ofrecido las fiestas más suntuosas de la India.

Esta vez, recuerda un testigo, «el ambiente era tan lúgubre que uno hubiera podido creerse en una cremación».

Un grupo de príncipes se obstinó en rechazar todas las exhortaciones de Mountbatten. El maharajá de Udaipur —el que la leyenda hacía descender del Sol— intentó formar, con varios de sus colegas, una federación de reinos independientes. Instigado por su Primer Ministro, el maharajá de Travancore, un Estado del Sur dotado de un puerto y de ricos yacimientos de uranio, afirmó su voluntad de independencia.

Las presiones destinadas a reducir a estos últimos rebeldes se fueron endureciendo a medida que se aproximaba el 15 de agosto. Vallabhbhai Patel hizo organizar manifestaciones en los Estados principescos en que existían secciones del partido del Congreso. Un maharajá de Orissa fue sitiado en su palacio por una multitud que se negó a dejarle salir mientras no firmara su sumisión. El Primer Ministro de Travancore fue apuñalado. Turbado, el soberano envió inmediatamente por telegrama su conformidad a Nueva Delhi.

Ninguna decisión fue tan agitada como la del joven maharajá de Jodhpur, cuyo bisabuelo había introducido en Europa los calzones que llevan su nombre. Consciente de que su reputación de extravagancia no podría atraerle la simpatía del futuro Estado socialista indio, el príncipe organizó una entrevista secreta con el soberano de Jaisalmer y Jinnah para saber qué recibimiento les dispensaría el dirigente musulmán en el caso de que decidieran integrar sus reinos hindúes en el Pakistán.

Encantado por la idea de privar a sus rivales del Congreso indio de dos importantes principados, Jinnah tendió al instante una hoja en blanco al maharajá de Jodhpur.

—No tienen más que escribir aquí sus condiciones —declaró—, y firmaré.

Cogidos por sorpresa, los dos visitantes pidieron tiempo para reflexionar. De regreso a su hotel, encontraron a V. P. Menon, que les estaba esperando. El colaborador indio que en Simla redactó un nuevo plan de partición par el virrey se había convertido en la eminencia gris de Vallabhbhai Patel en el Ministerio de Estados principescos. Misteriosamente informado de un paso que amenazaba arrastrar a otros Estados del Rajastán a la órbita del Pakistán, Menon anunció al maharajá de Jodhpur que Mountbatten deseaba verle urgentemente.

Al llegar al palacio, Menon dejó al príncipe en una antecámara y se precipitó por los pasillos en busca del virrey, que ignoraba por completo esta visita. Acabó encontrándole en el cuarto de baño y le imploró que fuera a sermonear al recalcitrante soberano. Mountbatten logró convencer al joven príncipe de que cometería una locura arrojando su reino hindú en las manos de Jinnah. Si renunciaba a este proyecto, le prometía obtener la indulgencia de Patel para sus pasadas excentricidades.

No bien había emprendido de nuevo el virrey el camino hacia sus aposentos, cuando el príncipe encañonó con un revólver al pobre y aterrorizado Menon y exclamó: «No me someteré a sus amenazas». Alertado por su destemplada voz, Mountbatten volvió sobre sus pasos, desarmó al impetuoso soberano y confiscó la pistola. Tres días más tarde, el maharajá estampó su rúbrica al pie del Acta de Adhesión. Luego, dominado por un súbito deseo de borrar este cruel momento, decidió enterrar su pasado dando una fiesta cuyo invitado de honor sería Menon. Durante todo el día, atiborró de whisky y champaña al sobrio y vegetariano funcionario, después de lo cual hizo servir un suntuoso banquete con asados, caza, orquesta y bailarinas. La velada fue una pesadilla para el pobre Menon. Sin embargo, todavía faltaba lo peor.

Arrojando su turbante al suelo en un ataque de etilismo, el maharajá despidió a músicos y bailarinas y anunció que iba a llevar a Menon a Nueva Delhi en su avión personal. Despegó como un cohete y sometió a su pasajero, muy castigado ya por el alcohol y los manjares, a las más terribles acrobacias, antes de dejarle en buen puerto. Con el rostro verdoso y vomitando, Menon se tambaleaba al salir del avión, pero sus temblorosos dedos sostenían el documento que hacía caer una manzana más en el cesto de Patel.

Pese a las tergiversaciones de un último grupo de irreductibles, el virrey iba a poder hacer honor a su contrato con Vallabhbhai Patel antes del 15 de agosto. El cesto que iba a ofrecerle con motivo de la independencia de la India rebosaba de manzanas. Aparte cinco príncipes —cuyos territorios debían quedar en el interior del Pakistán después de la partición y que, por tanto, se unieron a Jinnah—, Mountbatten había obtenido la adhesión de casi todos los demás de la nueva India. No había más que tres excepciones, pero eran de envergadura.

Instigado por una caterva de fanáticos musulmanes enloquecidos ante la idea de perder sus privilegios en una India hindú, el soberano del Estado más extenso y poblado de la península había rechazado todas las exhortaciones de Mountbatten. Rehusando someterse a la hegemonía de la nueva India, el nizam de Hyderabad intentó desesperadamente obtener de Gran Bretaña el reconocimiento de la condición de dominio independiente. Desde su palacio —abarrotado de joyas, de piedras preciosas y de fajos de billetes de Banco envueltos en periódicos viejos—, el monarca no había dejado de gemir que se veía «abandonado por su más antiguo aliado» y deplorar que quedaran rotos «los lazos de prolongada devoción» que le unían al rey-emperador.

Cachemira rehusaba también someterse. En cuanto al tercer príncipe, las razones que le habían inducido a mantenerse inflexible eran de orden muy distinto. Convencido por un agente de Jinnah de que el primer acto de la India independiente sería envenenar a sus amados perros, el nabab de Junagadh había decidido proclamar la unión al Pakistán de su pequeño reino, situado, no obstante, en pleno territorio indio.

—Señores, les presento al inspector Savage, de la Brigada de Investigación Criminal del Penjab —anunció Mountbatten a los dirigentes musulmanes que había retenido en su despacho aquel 5 de agosto—. Creo que les interesará lo que tiene que decirles.

Jinnah y su brazo derecho, Liaquat Ali Khan, parecieron tanto más atentos cuanto que la organización a que pertenecía el policía británico tenía fama de ser el mejor servicio de información existente en la India.

Savage carraspeó nerviosamente y empezó a hablar. La información que se disponía a revelar había sido obtenida merced a una serie de interrogatorios de criminales detenidos en el Penjab. Estaba considerada tan confidencial, que se le había rogado que se la aprendiera de memoria antes de su salida de Lahore.

Un grupo de extremistas sikhs —reveló Savage— acababa de asociarse con la organización más nacionalista de la India: los fanáticos hindúes del
Rashtriya Swayam Sewak Sangh
(el famoso R.S.S.S.). A su frente se encontraba Tara Singh, el maestro de escuela maternal que, en el mes de junio, había llamado a sus partidarios a sumergir al país en un baño de sangre. Ambos grupos habían convenido aunar sus energías y recursos para llevar a cabo dos acciones terroristas.

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