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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (41 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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Para mantener el orden en el Penjab después del 15 de agosto, Mountbatten decidió crear una fuerza especial de cincuenta mil hombres. Sus miembros procederían de unidades del antiguo Ejército de la India, como los gurkas, a quienes su disciplina y sus orígenes nepaleses ponían a cubierto de las pasiones raciales y religiosas. Llamado «Punjab Boundary Force», este pequeño ejército fue puesto bajo el mando del general inglés T. W.
Pete
Rees. Sus efectivos representaban el doble de los que el gobernador de la provincia había considerado necesarios en caso de partición. Sin embargo, cuando estallase la tormenta, esta fuerza sería arrastrada como una brizna de paja.

La verdad era que nadie —ni Nehru, ni Jinnah, ni el eminente gobernante del Penjab, Sir Evan Jenkins, ni el propio Mountbatten— preveía entonces la amplitud del desastre que se preparaba. Esta ceguera desorientaría a los historiadores y suscitaría numerosos críticas hacia el último virrey de la India.

Hombres tolerantes, carentes de fanatismo religioso, Nehru y Jinnah cometieron el grave error de subestimar el grado de frenesí al que las pasiones religiosas podían empujar a las masas indias. Creían que sus pueblos reaccionarían con la lógica y la tolerancia de que ellos mismos daban pruebas. Ambos pensaban sinceramente en que la partición no provocaría pruebas de fuerza. Se engañaban. Llevados por la euforia de su próxima independencia, confundían sus deseos y la realidad. Y habían hecho compartir su convicción a Mountbatten.

El único dirigente indio que previó la tragedia fue Gandhi. Se sumergía de tal modo en las masas, compartiendo su vida cotidiana y sus sufrimientos, que había adquirido la facultad casi mágica de captar hasta sus más mínimos cambios de humor. Sus íntimos gustaban de compararle con el profeta de una antigua leyenda hindú sentado junto a una hoguera en una glacial noche de invierno y que, de pronto, empieza a tiritar. «Mira afuera —decía el profeta a su discípulo—. En alguna parte, en la oscuridad, hay un pobre hombre a punto de morir de frío». El discípulo miraba en la noche y descubría, en efecto, la presencia de un desgraciado. Tal era —afirmaban sus allegados— el género de intuición que el Mahatma tenía del alma india.

Una musulmana le reprochó un día su hostilidad a la partición.

—Si dos hermanos que viven bajo el mismo techo quisieran separarse y vivir en casas diferentes, ¿os opondríais a ello? —preguntó.

—¡Ah! —suspiró Gandhi—, Si al menos pudiéramos separarnos como hermanos… Por desgracia, no será así. Vamos a desgarrarnos mutuamente en las entrañas mismas de la madre que nos lleva.

La verdadera pesadilla del virrey, en aquellos últimos días en que encarnaba aún el poder imperial de Inglaterra en la India, no era el Penjab. En la fétida y hormigueante maraña de sus barrios de chabolas y de sus bazares, ninguna Policía, por numerosa que fuese, podría mantener el orden. De todos modos, la creación de su ejército para el Penjab había absorbido casi todas las unidades locales consideradas todavía seguras.

«Si hubieran tenido que estallar disturbios en Calcuta —diría un día Mountbatten—, los torrentes de sangre que hubiesen hecho correr habrían hecho que, en comparación, todo lo que pudiera suceder en el Penjab pareciese un lecho de rosas».

Necesitaba encontrar otro medio para mantener la calma en la ciudad. El que eligió descansaba en un envite desesperado, pero el mal era tan grande en Calcuta, y los remedios tan limitados, que sólo un milagro podía salvar la situación. Para contener el frenesí de la ciudad más fanatizada del mundo, decidió recurrir a su «pobre gorrioncillo»: el Mahatma Gandhi.

Le expuso su proyecto a finales de julio. Con su ejército del Penjab podía sostener esta provincia —explicó—, pero sí se producían disturbios en Calcuta, «estamos perdidos. No podré hacer nada. Hay allí una Brigada, pero no le enviaré refuerzos. Si Calcuta se incendia… bien, Calcuta arderá».

—Ése es el resultado de sus concesiones y de las del Congreso a Jinnah —replicó Gandhi.

Quizá, reconoció Mountbatten. Pero ni Gandhi ni nadie habían sido capaces de proponer otra solución. Sin embargo, había algo que Gandhi podía hacer ahora. Su personalidad y su ideal de no violencia podían hacer reinar en Calcuta la paz que las tropas se veían impotentes para imponer. Él, Gandhi, sería el único refuerzo que enviaría a su acorralada Brigada.

—Vaya a Calcuta; usted sólo será allí mi ejército.

El anciano no tenía ninguna intención de ir a Calcuta. Había decidido pasar el día de la independencia rezando, hilando su rueca y ayudando en medio de la aterrorizada minoría hindú en el distrito de Noakhali, en el sur de Bengala, por cuya seguridad había ofrecido su vida durante su peregrinación de penitencia del Año Nuevo. Sin embargo, Mountbatten no sería el único que suplicara a Gandhi que fuera a salvar la paz en los efervescentes barrios de chabolas de Calcuta.

No tardó en elevarse otra voz. Y ésta era del último hombre que se hubiera podido esperar que estuviera al lado de Gandhi. En efecto, el dirigente musulmán Sayyid Suhrawardy representaba la antítesis absoluta de todos los valores que defendía el Mahatma.

Este hombre adiposo, de cuarenta y siete años, era desde hacía años el jefe de los musulmanes de Calcuta. Era el tipo clásico del político corrompido y venal que Gandhi denunciaba. Su filosofía política era sencilla: una vez elegido, no existía razón alguna para que un hombre abandonara jamás su función. Así, Suhrawardy había asegurado su presencia continua en el poder utilizando los fondos públicos para mantener una mafia de activistas encargados de reducir al silencio, a palos o cuchilladas, a sus adversarios políticos.

Durante el hambre que devastó Bengala en 1943, había interceptado y vendido en el mercado negro decenas de toneladas de alimentos destinados a sus compatriotas. Vestía trajes de seda hechos a medida y llevaba zapatos de cocodrilo bicolor. Sus negros cabellos (cuidados todas las mañanas por su peluquero personal) relucían de brillantina. Mientras que Gandhi luchaba desde hacía cuarenta años por extirpar de su ser los últimos vestigios de deseo sexual, Suhrawardy hacía cuestión de honor seducir a todas las bailarinas de cabaret y a todas las prostitutas de altos vuelos de Calcuta. Si Gandhi se permitía a veces los benéficos efectos de un poco de bicarbonato en su agua, el vaso de Suhrawardy solía burbujear sólo de champaña. Mientras los menús del Mahatma se limitaban a unas cuantas cucharadas de puré de lentejas, de soja y de yogur, los de Suhrawardy contenían gruesas lonchas de carne, toda una variedad de especias y de exóticas reposterías, régimen que le había envuelto en un colchón de grasa que contrastaba con la delgadez de sus conciudadanos.

Pero había algo más grave: sus manos estaban manchadas de sangre. Al declarar día festivo la famosa jornada de acción directa organizada por Jinnah; al retener a la Policía; al alentar secretamente a sus partidarios de la Liga musulmana, Suhrawardy, a la sazón Primer Ministro de Bengala, era responsable de las atroces matanzas que asolaron Calcuta en agosto de 1946.

El temor a represalias hindúes le incitaba ahora a pedir socorro a Gandhi.

Precipitándose al ashram de Sodepur —donde el Mahatma hacía escala antes de partir, a la mañana siguiente, para el distrito de Noakhali— le suplicó que no abandonase Calcuta. Sólo él —afirmaba— podía salvar a los musulmanes que vivían en ella y aplacar el huracán de odio y de fuego que amenazaba la ciudad.

—Después de todo —alegó—, los musulmanes tienen tanto derecho como los hindúes a su protección. Siempre ha dicho usted que pertenecía tanto a unos como a otros.

Una de las grandes fuerzas de Gandhi había sido siempre el saber distinguir el bien en un adversario. Percibió en el corazón de Suhrawardy una angustia auténtica.

Si aceptaba permanecer en Calcuta —respondió Gandhi—, solamente podría ser con dos condiciones: En primer lugar, Suhrawardy debería obtener de los musulmanes del distrito de Noakhali la garantía solemne de la seguridad de la población hindú. Si un solo hindú resultara muerto allí, él, Gandhi, no tendría más opción que ayunar hasta la muerte. Con esta sutil transferencia de responsabilidad, el Mahatma hacía a Suhrawardy garante de su propia existencia.

Cuando recibió la garantía pedida, Gandhi formuló su segunda exigencia. Propuso la alianza más incongruente que pudiera imaginarse. Su presencia en Calcuta estaba subordinada a la del dirigente musulmán: Suhrawardy debería instalarse junto a él, día y noche, sin armas y sin protección, en el corazón del poblado de chabolas más sórdido de la ciudad. Allí, los dos hombres ofrecerían juntos su vida en prenda de la paz en Calcuta.

«Me he encontrado inmovilizado aquí —escribió Gandhi después de que Suhrawardy hubo aceptado su trato—, y ahora voy a correr grandes riesgos… El futuro nos reserva sorpresas. ¡Abrid los ojos!»

El calendario de Mountbatten apenas si tenía ya más hojas que una margarita. Estas últimas jornadas del Imperio británico de la India le parecían al virrey —sobrecargado de trabajo— «las más fatigosas de todas». Cada día traía «nuevos problemas que resolver». No eran los menores los que se referían a la organización de las festividades que señalarían la independencia. Los dirigentes del Congreso insistieron en que «hubiera gran fastuosidad», dentro de la grandiosa y antigua tradición del Imperio. El austero rostro del socialismo aparecería más tarde.

El Congreso ordenó para el 15 de agosto el cierre de los mataderos y la organización de sesiones gratuitas de cine en todo el país. La distribución, en las escuelas, de bombones y de una medalla conmemorativa. Pero nada era sencillo. En Lahore, una comunidad oficial anunció que «quedaban suprimidas las fiestas públicas a causa de la turbulenta situación». Los dirigentes del movimiento extremista de los hindúes
Mahasabha
—encarnizados adversarios de la partición— advirtieron a sus militantes que era «imposible alegrarse y participar en las celebraciones del 15 de agosto». Por el contrario, exhortaron a sus tropas a lanzar todas sus fuerzas en la lucha por la reunificación «de la patria mutilada».

Una disputa de protocolo suspendió momentáneamente la preparación de las ceremonias previstas en el Pakistán para el 14 agosto: Jinnah exigía tener precedencia sobre el virrey antes, incluso, de la hora oficial de la independencia. Otros contratiempos esperaban al dirigente musulmán. Se comprobó que estaba cojo uno de los seis caballos del tiro de la carroza que un juego de cara o cruz le había asignado. En su lugar, Mountbatten tuvo que ofrecerle un «Rolls-Royce» descubierto para su primer desfile solemne a través de las calles de Karachi. El propio Jinnah confeccionó la lista de los actos que debían celebrar el nacimiento del Pakistán. Se iniciarían —ordenó— con un almuerzo oficial en su residencia el jueves, 13 de agosto. Un turbado silencio acogió la petición. Uno de sus colaboradores recordaría entonces, discretamente, al hombre que estaba a punto de convertirse en jefe de la primera nación islámica del mundo, que el jueves 13 de agosto caía en la última semana del Ramadán, época en la que todos los musulmanes piadosos del Universo debían ayunar desde la salida hasta la puesta del Sol.

Mientras el virrey y los jefes de los dos nuevos dominios regulaban esta multitud de detalles, tres siglos y medio de colonización británica en la India terminaban en el vibrante entrechocar de millares de vasos y las melancólicas promesas que inspiraban la ginebra y el whisky de los cócteles de despedida. De un extremo a otro de la India, una ronda ininterrumpida de recepciones, de tés, de cenas, de galas, señaló el paso del Imperio a la independencia.

Numerosos ingleses —en particular los que ejercían las funciones comerciales que antaño llevaron a sus antepasados a este país— continuarían viviendo en la India. Mas para otros sesenta mil soldados, funcionarios, inspectores de Policía, ingenieros de ferrocarriles, empleados de telecomunicaciones o guardabosques— había llegado el momento de regresar a la isla que siempre habían llamado «la casa lejana». Para algunos, la transición sería brutal. De la noche a la mañana, trocarían un palacio de gobernador y sus legiones de criados por una casita de campo y una pensión de retiro, que la inflación devoraría rápidamente. A pesar del dicho según el cual la vista más bella de la India era la que se divisaba desde la popa de un paquebote de la
Peninsular and Oriental
al alejarse de Bombay, millares de ingleses, temiendo las restricciones de una Inglaterra socialista, conservaban la nostalgia de sus bellos años indios. La última imagen de la rada de Bombay seria para ellos la más triste de las visiones.

En centenares de villas se procedía a embalar febrilmente los encajes y la plata; las pieles de tigres; los retratos de tíos bigotudos, desaparecidos en el IX de lanceros de Bengala o en el VI Rajput; los cascos de plumas; los muebles pesados y tristes traídos de Inglaterra cuarenta años antes. Un pueblo, cuyo gran error en la India había sido —según Winston Churchill— vivir al margen, se despedía en una explosión de cordialidad. Como si antes de su marcha quisieran rendir homenaje al nuevo orden que les sucedía, los ingleses abrieron de par en par a los indios las puertas de sus clubs y mansiones, permitiendo por primera vez que los saris, las túnicas
sherwani
y los velos de
khadi
se codeasen con la antigua raza imperial. Una extraordinaria atmósfera de simpatía reinaba en estas reuniones. Acontecimiento único: unos colonizadores dejaban a los que habían colonizado con un verdadero fuego de artificio de buena voluntad y de amistad.

Chandri Chowk, el bazar de la Vieja Delhi, hervía de funcionarios ingleses llegados para cambiar su frigorífico, su radio e incluso su automóvil, por tapices de Oriente, colmillos de elefante, objetos de oro o plata o pieles disecadas de tigres y panteras para aquellos que nunca habían podido matarlos en las junglas de la península.

Este pueblo que se iba, dejaba tras sí una fúnebre herencia: los monumentos, las estatuas, los cementerios solitarios donde reposaban cerca de dos millones de ingleses en «esas tumbas errantes» de que habla Oscar Wilde, «al pie de los muros de Delhi» o «en las tierras afganas y junto a las arenas movedizas de las siete bocas del Ganges».

La tierra en que dormían estos testigos del pasado no volvería a ser inglesa, pero la protección de sus despojos quedaría encomendada para siempre a Gran Bretaña. Considerando que «era inimaginable que dejáramos a nuestros muertos en manos extranjeras», el virrey mandó situar la custodia de estas sepulturas bajo la autoridad directa del Gobierno británico. En Inglaterra, el arzobispo de Canterbury organizó incluso una colecta para su sostenimiento
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