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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (44 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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—Excelencia, los conspiradores están preparados para pasar a la acción.

El inglés que hacía esta revelación al virrey en la pista del aeródromo de Karachi, era el jefe del C.I.D:, la oficina de investigación criminal. Mountbatten se lo llevó inmediatamente aparte, alejándose de las personalidades llegadas a recibirle.

Todos los datos que poseía —precisó el inspector— confirmaban el informe que Mountbatten había recibido en Nueva Delhi: por lo menos una bomba, y probablemente varias, debían ser lanzadas contra el automóvil descubierto en el que Jinnah y él iban a recorrer las calles de Karachi en la mañana del día siguiente, jueves, 14 de agosto. Pese a los intensos esfuerzos realizados, no se había conseguido apresar a uno solo de los fanáticos hindúes que el R.S.S.S. habían introducido en la ciudad para cometer el atentado.

Con gran irritación por parte de su marido, Edwina se había deslizado tras él y sorprendido la confidencia.

—Yo te acompañaré en el coche —anunció.

—Ni hablar —replicó vivamente Mountbatten—. No hay ninguna razón para que resultemos despedazados los dos.

Sin prestar atención a este cambio de palabras, el inspector continuó:

—Jinnah insiste en exigir un automóvil descubierto. Ante la lenta marcha del cortejo oficial, nuestros medios para protegerles serán muy limitados.

Según él, sólo había una manera de evitar una catástrofe.

—Excelencia —suplicó—, es absolutamente necesario que convenzáis a Jinnah para que desista de su desfile.

En aquella mañana del jueves 14 de agosto, pocas horas después de que una encolerizada multitud hubiera apedreado al indio más ilustre del siglo, a 3.000 km de Calcuta, en la ciudad de Karachi, el principal adversario político de Gandhi se disponía a saborear su victoria.

Mohammed Ali Jinnah había vencido al desesperado anciano de la ruinosa casa de Beliaghata Road. A pesar de Gandhi; a pesar de todos los imperativos de la razón y de la lógica; a pesar, sobre todo, del mal implacable que devoraba sus pulmones, Jinnah había dividido la India. Dentro de unos instantes, un austero edificio de Karachi iba a cobijar el nacimiento de la nación musulmana mayor del mundo. Congregados en los bancos del hemiciclo en forma de concha, se encontraban los representantes de los setenta millones de ciudadanos a los cuales Jinnah había dado un país.

¡Pintoresca asamblea! Robustos penjabíes con gorro de astrakán gris y largos
sherwani
blancos abotonados hasta el cuello como sotanas; imponentes pathans: wazirs, mahsuds o afridis, con sus grandes turbantes verde y oro y sus apergaminados rostros cruzados por soberbios bigotes; pequeños bengalíes de piel negra, representantes de una provincia lejana que Jinnah no había visitado nunca y de un pueblo del que desconfiaba; viejos jefes de tribus baluches, mujeres del valle del Indo, velada la cabeza con el
burqa
de raso calado, mujeres del Penjab con
salwar
salpicado de lentejuelas de oro sobre amplios calzones bombachos.

Junto a Jinnah estaba sentado el inglés al que había arrancado su Estado. Para esta primera ceremonia de un calendario de fiestas que, en treinta y seis horas, iba a poner fin a tres siglos y medio de presencia británica, Mountbatten se había puesto su espléndido uniforme de almirante, relumbrante de condecoraciones.

El último virrey de la India se puso en pie para transmitir los buenos deseos del rey de Gran Bretaña hacia el más joven de sus dominios. Luego, celebrando un acontencimiento que había hecho todo lo posible por evitar, exclamó:

—El nacimiento del Pakistán es un gran momento. A veces, la Historia parece avanzar a la velocidad infinitamente lenta de un glaciar, mientras que en ocasiones se precipita con la rapidez de un torrente. Hoy, en esta parte del mundo, nuestros esfuerzos conjugados, haciendo fundirse el hielo y apartado los obstáculos, nos han llevado al centro de la corriente. No es hora ya de mirar atrás. Sólo es hora de mirar adelante.

Volviéndose entonces hacia Jinnah, cuyo rostro delataba menos emoción que una máscara mortuoria, Mountbatten rindió homenaje al padre del Pakistán.

—Nuestras estrechas relaciones —declaró—, la confianza y la comprensión mutuas que de ella han derivado, constituyen, en mi opinión, la mejor garantía de nuestras futuras relaciones.

Mientras pronunciaba estos cumplidos de rigor, Mountbatten no podía por menos de pensar que, dentro de unos momentos, iba a arriesgar su vida a causa de la obstinación del hombre al que iban destinados. El virrey no había tenido más éxito en su empeño de persuadir a Jinnah para que renunciase a su peligroso desfile, que en el de hacerle abandonar su sueño de crear el Pakistán.

Anular la procesión o cruzar la capital a toda velocidad en un coche cerrado le había parecido indigno al primer jefe de Estado del Pakistán. Jinnah se negó a dejar que se despreciara así el nacimiento de la nación por la que tanto había luchado. Lo quisiera o no, Mountbatten tendría que exponer su vida en un automóvil descubierto, al lado de un hombre al que nunca había comprendido.

—Ha llegado el momento de despedirnos —concluyó—. Que el Pakistán pueda seguir el camino de un progreso ininterrumpido… que pueda conservar la amistad con sus vecinos y con todas las naciones del mundo.

Luego le tocó el turno a Jinnah. Con su
sherwani
blanco abotonado hasta el cuello, recordaba al Papa Pío XII. Ciertamente, Inglaterra y los pueblos que ésa había colonizado se separaban como amigos, reconoció, «y espero sinceramente que sigamos siendo amigos». Prometió que el Pakistán observaría la vieja tradición musulmana de tolerancia para las demás creencias.

—El Pakistán no regateará nunca su amistad a sus vecinos ni al resto del mundo —concluyó.

Apenas se había desvanecido el eco de estas promesas, cuando comenzaba la aventura. Los dos hombres, cuyas voluntades habían chocado tan a menudo, franquearon juntos la maciza puerta de teca del edificio. Al pie de la escalinata aguardaba el negro «Rolls-Royce» descubierto que debía acogerles para la última prueba en común. «Ese maldito coche parece un ataúd», pensó Mountbatten. Lanzó una fugaz mirada hacia su mujer. Había dado al conductor del coche de Edwina la orden formal de que se mantuviera a bastante distancia del «Rolls». Pero estaba seguro de que ella encontraría un medio para obligarlo a desobedecer.

Mientras avanzaba hacia el largo vehículo, aparentemente muy sereno, atravesó su memoria toda una serie de horribles imágenes: recuerdo del cortejo de 1921, cuando una bomba cayó junto al coche del príncipe de Gales; visiones de atentados resucitados por sus investigaciones genealógicas familiares, que habían sido su pasatiempo favorito en la India. Una de las ramas llevaba el nombre de su tío-abuelo, el zar Alejandro II, con la mención de «Fallecido el 13 de febrero de 1881». Este día, Alejandro II había quedado hecho trizas en una avenida de San Petersburgo por una bomba arrojada sobre su carroza descubierta. Más lejos, en la misma rama, se encontraba el nombre de otro tío, el gran duque Sergio, muerto en 1904 en Moscú, en condiciones muy semejantes, por la máquina infernal de un anarquista. Otra rama ostentaba el nombre de su prima Ena, que, el día de su boda con Alfonso XII de España, había visto su vestido de novia salpicado por la sangre y los colgajos de carne del postillón, víctima de la bomba lanzada sobre su carroza. Fantasmas de un pasado familiar, estas fúnebres evocaciones se introducían en el «Rolls-Royce» al mismo tiempo que el joven virrey.

En el momento en que el automóvil iniciaba su marcha, su mirada se encontró con la de Jinnah. Siempre había visto tenso a Jinnah, pero una corriente de varios millares de voltios parecía envarar esta vez al dirigente musulmán. Los treinta y un cañonazos de saludo al virrey acompañaron el cortejo por las avenidas de Karachi, donde los esperaba la multitud, ebria de alegría y de gratitud, mar de anónimos rostros entre los que se ocultaban, en alguna parte —en una esquina, en un viraje, en el alféizar de una ventana, en un tejado—, los hombres que habían recibido la orden de matar a Jinnah. Desplegado por los cuatro kilómetros del recorrido, un cordón de soldados presentaba armas. Pero daban la espalda a la multitud y no podían impedir que un terrorista arrojase una bomba.

Louis Mountbatten confesaría más tarde que los treinta minutos de este paseo le parecieron veinticuatro horas. El automóvil avanzaba casi al paso entre los racimos humanos que desbordaban las aceras, encaramados en los faroles, los postes del tendido eléctrico, los tejados, apiñados en las ventanas y los balcones. Inconscientes del drama que vivían los dos héroes a quienes aclamaban, los musulmanes gritaban delirantes
Zindabad
al Pakistán, a Jinnah y a Mountbatten.

Cogidos en la trampa, los dos hombres de Estado se hundían en este túnel de rostros, este estrecho cuello de botella del que, a cada segundo podía brotar la muerte. Obligados a responder a la alegría popular, no podían hacer sino representar la comedia y manifestar, también ellos, su alegría y gratitud. Mountbatten no olvidaría jamás esta experiencia: durante todo el desfile agitó su brazo luciendo una radiante sonrisa, pero sus ojos no cesaban de escrutar a su alrededor los rostros y los gestos, en busca de una expresión inquietante, un movimiento sospechoso, de algún indicio que le revelase: «Aquí es donde va a suceder».

«¿Quién será? —se preguntaba—. ¿Éste a quien dirijo un saludo? ¿O este otro que está a su lado?» Su mirada se detenía sobre todo lo que podía parecer insólito en medio de esta multitud en fiesta: un hombre que no sonreía o que sonreía demasiado…, este que estaba demasiado tranquilo; aquel otro demasiado agitado…, o quizás incluso aquel cuyas extrañas vestiduras destacaban entre los que le rodeaban. Estúpidas reflexiones cruzaron su mente. Recordó que el secretario de un gobernador de Bengala había interceptado un día en pleno vuelo la bomba de un asesino y devuelto a su punto de origen, pero esta proeza le recordó que él nunca había sido capaz de alcanzar una pelota de cricket. Pensaba en su mujer, que venía tras él, y se preguntaba si, como estaba seguro de que ocurriría, había obligado a su chófer a infringir sus órdenes. No se atrevía a interrumpir su vigilancia para volverse y comprobarlo. Sus ojos continuaban escrutando sin cesar el horizonte detrás de la multitud, acechando la súbita aparición de un pedazo de metal en el cielo.

Cuando, desde el balcón de su hotel, en Victoria Road, vio llegar el cortejo, un hombre apretó la culata del «Colt 45» que abultaba en el bolsillo de su chaqueta. Mientras sus ojos vigilaban las siluetas que gesticulaban en las ventanas de la casa situada enfrente, su pulgar hizo saltar lentamente el seguro de su arma. Cuando se acercó el «Rolls-Royce», G. D. Savage —el joven oficial de Policía enviado a Nueva Delhi para revelar al virrey el complot de un atentado contra Jinnah— rezó una oración. En realidad, no tenía ningún derecho para poseer aquel revólver. Su servicio había finalizado veinticuatro horas antes. Se disponía a regresar a su casa, en Inglaterra.

En el automóvil, Mountbatten y Jinnah seguían disimulando su aprensión sonriendo graciosamente y saludando a la multitud. Estaban tan preocupados, que aún no habían intercambiado una sola palabra. La vanidad, que sus detractores consideraban como su peor defecto, constituía en aquel instante el mejor consuelo del virrey: «Estas gentes me aman —se decía—. Después de todo, les he dado su independencia». Se persuadía sinceramente a sí mismo de que no podía encontrarse entre aquella multitud un solo hombre que pudiera aceptar matarle al querer asesinar a Jinnah. ¿No era su presencia en aquel automóvil la mejor salvaguarda del jefe de Estado musulmán? «No intentarán matarle —se repetía—, pues saben que correrían el riesgo de matarme a mí también».

En su balcón, Savage contuvo el aliento mientras el automóvil pasaba a sus pies. Mantuvo la mano crispada sobre el gatillo de su arma hasta que el «Rolls» hubo rebasado el alcance de tiro que le permitía ofrecer una cierta protección a los pasajeros. Después de lo cual regresó a su habitación y se sirvió cuatro dedos de whisky.

Un amenazador silencio sucedía ahora a la explosión de los
Zindabad
. «Un barrio hindú, aquí es donde va a ocurrir», se dijo Mountbatten. Durante cinco interminables minutos, el cortejo atravesó las multitudes mudas de Elphinston Street, la principal arteria comercial de Karachi. Casi todas sus tiendas y puestos pertenecían a hindúes arruinados y aterrorizados por el acontecimiento que en aquellos momentos celebraban sus vecinos musulmanes.

No estalló ninguna bomba. Con la sensación de un marinero al distinguir el faro de un puerto después de la tempestad, Mountbatten vio aparecer, por fin, las altas verjas del palacio de Jinnah ante el capó del «Rolls-Royce». Había terminado el paseo más arriesgado de su vida.

Cuando el automóvil se detuvo, una sonrisa iluminó por primera vez la glacial máscara que el virrey había conocido siempre en el dirigente musulmán. Posando sus largas y huesudas manos en la rodilla del inglés, Jinnah murmuró:

—¡Alabado sea Dios! ¡Le he traído vivo!

«¡Valiente frescura!», pensó Mountbatten.

—¿Usted
me ha traído vivo? —se asombró—. Pero por amor de Dios, ¡soy
yo
quien le ha traído vivo a usted!
[30]
.

Novena estación del viacrucis de Gandhi:
«Un día de duelo»

Como siempre, era puntual. El 14 de agosto, a las 5 en punto de la tarde, la frágil silueta de Gandhi apareció en la puerta de Hydari Mansion. Ligeramente encorvado, apoyándose en sus «muletas», sus dos sobrinas-nietas Abha y Manu, se abrió paso a través de la muchedumbre que le esperaba en el patio de la casa.

La ceremonia que se disponía a celebrar era un acontecimiento tan inmutable como todos los que componían la minuciosamente regulada vida del Mahatma. Mientras que Lenin preparó su revolución desde el fondo de una celda; mientras que los nazis galvanizaron a sus tropas en el transcurso de las manifestaciones de Nuremberg, Gandhi condujo a la India por su larga marcha hacia la libertad, proponiéndole cada tarde una simple reunión de oración.

En las ciudades y las aldeas; en los cuchitriles de Londres o en las prisiones británicas, estas reuniones de oración habían sido la idea genial de un experto en relaciones humanas para establecer una comunicación con sus fieles. Había hablado de los valores nutritivos del arroz integral; de la maldición de la bomba atómica; de la importancia de defecar con regularidad; de las sublimes bellezas del
Gita
; e las ventajas de la continencia sexual; de las injusticias del imperialismo y de los beneficios de la no violencia. Repetidas de boca en boca; publicadas en los periódicos; retransmitidas por la Radio, estas alocuciones cotidianas habían constituido el elemento básico de su movimiento y como el evangelio del Mahatma.

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