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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (38 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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Gandhi deseaba que el hombre encontrase un razonable equilibrio entre una miseria envilecedora y los excesos de un consumo anárquico. Para lograr este fin, era preciso regenerar la célula. Como la desigualdad económica y social engendraba siempre conflictos, soñaba también en una sociedad sin clases. Todas las profesiones —manuales o intelectuales— reportarían los mismos frutos. Todos los ciudadanos, cualesquiera que fuesen deberían realizar todos los días un trabajo manual: la India de las aldeas ganaría con ellos sus medios de subsistencia, la de las ciudades, su redención cotidiana.

Pero, sobre todo, lo más importante a los ojos del Mahatma era el ejemplo de los jefes. No bromeaba en absoluto cuando había sugerido a Mountbatten que abandonase su palacio para trasladarse a una simple villa. ¿No había predicado siempre que el mejor medio de abolir los privilegios era renunciar a ellos uno mismo? De los profetas socialistas de su tiempo, Gandhi era el que más radicalmente había adecuado su forma de vida a sus principios. ¿No había llegado hasta el extremo de limitar su alimentación al estricto mínimo vital, a fin de no derrochar ni un solo gramo de los recursos de su hambrienta patria?
[26]

La defensa de estas teorías había sido ilustrada, sin embargo, por curiosas contradicciones. Aunque no había necesitado de la radio para hacer oír su mensaje a las masas de su país, se servía regularmente de un micrófono para denunciar los daños de la técnica durante sus oraciones públicas. Las cincuenta mil rupias anuales que mantenían a su ashram habían sido regaladas por un magnate de la industria india, G. D. Birla, cuyas fábricas textiles encarnaban a la perfección la sociedad de pesadilla que obsesionaba al Mahatma.

Al continuar defendiendo con la misma vehemencia sus concepciones económicas, Gandhi turbaba cada vez más a sus compañeros. Fueran fervientes socialistas, como Nehru, o ardientes capitalistas, como Vallabhbhai Patel, creían en el progreso, en las máquinas, en la industria, en la tecnología, en todo el aparato llevado a la India por Occidente y que Gandhi cubría de oprobio. Estaban impacientes por construir fábricas gigantescas, organizar el futuro en planes quinquenales. Hasta Nehru, el hijo predilecto, había escrito que seguir las ideas de Gandhi conduciría a retroceder en el pasado, a condenar a la India a la autarquía más asfixiante que se puede imaginar: la de las aldeas.

Para decepción de ellos, su viejo Mahatma se sintió obligado a recordar públicamente en vísperas de la independencia los principios fundamentales que debían inspirar la vida de los dirigentes de la Nueva India. Cada ministro, declaró Gandhi, debía vestirse exclusivamente de
khadi
y vivir en una casa sin criados. No debía poseer automóvil, debía hallarse libre de todo prejuicio de casta y dedicar al menos una hora diaria a una tarea manual, como hilar o cultivar hortalizas, a fin de aliviar la penuria nacional. Debía excluir el uso «de mobiliario extranjero, sofás, mesas y sillas» y desplazarse sin guardia personal. Por encima de todo, «los jefes de la India independiente no debían vacilar en dar ejemplo limpiando ellos mismos sus retretes».

Por ingenuas y, sin embargo, llenas de sabiduría que fuesen estas palabras, revelaban de manera punzante el dilema inherente a todos los ideales de Gandhi: constituía una guía perfecta para actores imperfectos.

Pero, de todas sus inquietudes sobre el futuro de su patria, la que más cruelmente preocupaba a Gandhi en este mes de julio de 1947 era la violencia racial y religiosa que se abatía sobre el país. Exigió ir con Nehru al Penjab para visitar a los primeros refugiados sikhs e hindúes.

Fue un encuentro estremecedor. Treinta y dos mil personas, los supervivientes de un centenar de aldeas como Kahuta, cuya matanza tanto había impresionado a Mountbatten, habían sido reunidas a doscientos kilómetros de la capital, en el calor y la suciedad del primer campamento de refugiados indios. Aullando su cólera, gritando su desgracia, la multitud engulló el automóvil de Gandhi en un mar de miseria, gesticulando, llorando, con los rostros contorsionados por el odio y el sufrimiento y las miradas cargadas de desesperación. Nubes de moscas cubrían las heridas, todavía sanguinolentas de aquellos desventurados. Prisioneros de aquellos cuerpos miserables y de los torbellinos de polvo levantados por el rebullir de los pies de la multitud, ahogándose en el tórrido calor y en el olor a podredumbre, los dos dirigente estuvieron a punto de perecer asfixiados. Gandhi se pasó todo el día intentando llevar un poco de orden a aquel improvisado campamento. Mostró a los refugiados cómo cavar letrinas, dónde situarlas, les habló de las reglas de higiene, levantó un dispensario, reconfortó a enfermos y heridos.

A última hora de la tarde, Gandhi y Nehru emprendieron el regreso por la carretera de Nueva Delhi. Exhausto de fatiga, abrumado por aquella exhibición de miseria, el Mahatma se tendió en el asiento posterior del coche, posó los pies sobre las rodillas del discípulo que se había apartado de él dos meses antes y se durmió.

Con la mirada fija y su rostro, habitualmente tan vivaz, encerrado en un dolor secreto, Nehru permaneció largo rato meditando sobre las terribles consecuencias del espectáculo que acababa de descubrir. Luego, delicadamente, suavemente, como para expiar la aflicción que le había causado al alejarse de él, empezó a dar masajes en los pies al dormido anciano a cuyo servicio había consagrado una parte tan grande de su vida.

Gandhi despertó al crepúsculo. A ambos lados del automóvil se extendían, hasta perderse de vista, los campos de trigo o de caña de azúcar, y los arrozales. Como un velo diáfano sobre la inmensa llanura, una ligera bruma se elevaba en el aire, filtrando los últimos fulgores rosados del sol poniente. Era una hora bendita, una hora tan antigua y eterna como la propia India: desde decenas de hogares de ladrillo que salpicaban la gran llanura del Penjab, ascendía el humo de las tiras de estiércol aplastado que cocían la cena de la India. Por todas partes, sentados sobre los talones, con los faldones de sus ajados saris anudados sobre los hombros, tintineantes de pulseras sus desnudos brazos, las mujeres atizaban los fuegos, asaban los
chapatis
y los granos de
chauna
del austero menú de los campesinos indios. El humo de estas innumerables fogatas envolvía el crepúsculo con su manto, saturando el cielo y la tierra con el acre olor que era el de la India madre.

Gandhi mandó detener el automóvil y se sentó al borde de la carretera para su oración de la tarde. Su frágil y encorvada silueta parecía fundirse en los surcos de la gran llanura sumergida en la sombra. Desde el fondo del coche, con los ojos cerrados y el rostro oculto entre las manos, Nehru escuchaba la voz ronca y temblorosa del anciano de corazón destrozado implorar al Dios del Gita que salvara a su amada India del trágico destino que presentía.

X

«ES SÓLO UN HASTA LA VISTA, HERMANOS MÍOS»

E
l solemne martilleo, en Londres, del bastón negro del Mensajero del Rey había anunciado todas las grandes horas del Imperio británico. En numerosas ocasiones a lo largo de los siglos, treinta diputados del Parlamento de Inglaterra habían recorrido en pos de él por los pasillos del viejo edificio para acudir a solicitar el «Royal Assent», la confirmación real autorizando la promulgación de los edictos que llevaban el poderío imperial a los cuatro puntos cardinales. No había cambiado el antiguo ritual, pero los golpes que este 18 de julio de 1947 marcaban el ritmo del avance del cortejo conducido por el Primer Ministro Clement Attlee resonaban esta vez como un fúnebre tañido de campana. Indicaban el fin de la prestigiosa epopeya del hombre blanco en el mundo, el desmantelamiento del Imperio británico.

El documento que sellaba la separación de Inglaterra y daba la independencia a una quinta parte de la Humanidad era un modelo de concisión y sencillez: tres siglos y medio de colonización resumidos en dieciséis páginas mecanografiadas. El Parlamento británico jamás había elaborado y adoptado con tanta celeridad una medida tan importante. Menos de seis semanas bastaron a las dos Cámaras para preparar, discutir y votar los textos necesarios. La dignidad y la moderación de los debates habían «igualado a la magnitud del acontecimiento», observó el
Times
de Londres, y señalado también un decisivo punto de inflexión en la historia de Inglaterra y del mundo.

Antaño, en los tiempos del esplendor del Imperio, los diputados de Westminster habían impuesto su voluntad con la sola amenaza de enviar una cañonera o un destacamento de soldados con guerreras rojas. La Gran Bretaña había sido la última potencia europea que se embarcó en la gran aventura imperial. Pero la naturaleza misma de este pueblo insular la había preparado para su papel planetario. Los ingleses habían surcado más océanos, descubierto más territorios, librado más batallas, arriesgado más vidas, gobernado más seres humanos —y con más justicia— que ninguna otra nación imperialista. De hecho, para varias generaciones habían encarnado la supremacía del hombre blanco cristiano sobre los demás pueblos del Globo.

Los debates parlamentarios sobre la independencia de la India ponían fin a este destino. Había comenzado la inevitable liquidación del Imperio; iba a provocar una vasta y profunda transformación del reino insular que había sido su dueño. En el pasado, hubo ocasiones «en las que un Estado se había visto obligado, a punta de espada, a ceder su poder —había declarado Attlee al Parlamento—, pero era muy poco frecuente que un pueblo que durante tanto tiempo mantuvo a otro bajo su férula renunciase por propia voluntad a su dominación».

Hasta Winston Churchill, prestando su melancólico consentimiento a «una buena ley», rendía un inesperado homenaje a la sabiduría de que había dado pruebas su rival eligiendo a Mountbatten como último virrey. Ninguna declaración, sin embargo, resumiría mejor el humor de los legisladores británicos que la observación del vizconde Samuel: «Se podrá, sin duda, decir del Imperio británico lo que Shakespeare decía de Macbeth, barón de Cawdor: “Nada en su vida fue tan grande como su muerte.”»

Clement Attlee y los diputados de los Comunes tomaron asiento en los bancos de la Cámara de los Lores para asistir a la ceremonia final que iba a dar fuerza de ley al texto que fijaba la fecha de la independencia de la India para la medianoche del 14 de agosto de 1947.

Símbolos del poder real, dos tronos dorados, colocados en un estrado coronado por un tapiz en el que figuraban las armas del soberano, dominaban una de las extremidades de la sala. Entre los tronos y los escaños de los diputados se alzaba el asiento del Lord Gran Canciller de Inglaterra. Ante este último se encontraba una larga mesa de roble oscuro cubierta de documentos, los proyectos de las diferentes leyes que, ese día, debían recibir el «Royal Assent» de Jorge VI.

El Honorable Escribano de la Corona, representante del rey, tomó asiento a un lado de la mesa. El del Parlamento se sentó frente a él, cogió el documento que estaba al alcance de su mano y leyó con voz solemne el título del primer proyecto de ley sometido ese día al asentimiento real.

—Proyecto de ley sobre la nacionalización de la Compañía Metropolitana del gas —anunció.

—Le Roi le veult
—respondió el escribano de la Corona en la vieja lengua normanda que, durante siglos, había notificado el acuerdo de los soberanos de Inglaterra a la promulgación de un edicto parlamentario.

El escribano del Parlamento tomó entonces el documento siguiente.

—Proyecto de ley sobre reparación del espigón de Felixstowe —declamó.

—Le Roi le veult
—respondió el escribano de la Corona.

El escribano del Parlamento alargó de nuevo el brazo hacia el montón de papeles.

—Proyecto de ley de independencia de la India.

—Le Roi le veult
.

Al pronunciarse estas palabras, Attlee enrojeció ligeramente y bajó los ojos. Todo estaba consumado. Al mismo tiempo que la reparación de un espigón portuario y un asunto de gas municipal, cuatro palabras de francés arcaico habían bastado para relegar al pasado el gran Imperio británico de la India.

El último cónclave de la hermandad más cerrada del mundo estaba reunido en Nueva Delhi. Sudando en sus túnicas de brocado y sus uniformes constelados de condecoraciones, setenta y cinco de los maharajás y nababs más importantes de la India, así como los
diwan
—Primeros Ministros— de otros 74, estaban reunidos en el húmedo y sofocante calor de este día de verano para oír de boca del virrey la suerte que les reservaba la Historia.

Relumbrante también con las condecoraciones de su gran uniforme blanco de contraalmirante, Lord Mountbatten penetró en el pequeño hemiciclo de la Cámara de los Príncipes. Canciller de la asamblea, el maharajá sikh de Patiala, inmenso y barbudo, le escoltó hasta la tribuna, desde la que pudo contemplar los inquietos rostros que parecían interrogarle.

Mountbatten se disponía a recoger las manzanas destinadas al cesto de Vallabhbhai Patel. Su adversario más virulento, Sir Conrad Corfield, se encontraba ese día en camino hacia Inglaterra para gozar allí de un retiro anticipado. Había preferido abandonar la India antes que recomendar a sus amados príncipes que adoptaran una política que él no aprobaba. El virrey le había visto marchar sin desagrado. Convencido de que el camino elegido representaba la mejor solución que podían esperar los soberanos indios, tenía intención de pasar por alto sus protestas e inducirles, de grado o por fuerza, a aceptar su política.

Hablando sin consultar ninguna nota, les exhortó a firmar el Acta de Adhesión que debía integrar sus reinos, bien en la India, bien en el Pakistán. Todo recurso a las armas no podría sino hacer correr la sangre y llevar al desastre, subrayó. «Traten de proyectarse en el futuro: imaginen lo que serán la India y la Tierra entera dentro de diez años, y tengan la sabiduría de actuar en consecuencia».

Pero él sabía que a algunos miembros de esta asamblea las corrientes de la historia les importaban menos que otra consideración. Cuando los maharajás y los nababs estaban a punto de desaparecer, cuando el mundo en que habían vivido se hallaba en trance de desmoronamiento, el único argumento al que algunos serían sensibles se refería a las condecoraciones que cubrían su pecho. Si se adherían a la India, insistió Mountbatten, tenía buenas razones para creer que los dirigentes del Congreso no se opondrían a que continuaran recibiendo, de su primo el rey de Inglaterra, los honores y los títulos que tanto apreciaban.

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