Estado de miedo (6 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

BOOK: Estado de miedo
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—¡No está nada mal! ¡Hace bastante calor! Tienen ustedes suerte, es una agradable noche de agosto.

Vestía camiseta, pantalón corto de excursionismo y un chaleco ligero. Marton llevaba una camiseta interior, un chaquetón acolchado y pantalón grueso, y aun así tenía frío.

Volvió la vista atrás mientras los otros abandonaban el asiento trasero. Nicholas Drake, delgado y ceñudo, con camisa y corbata y una chaqueta de tweed bajo el abrigo, hizo una mueca al notar el aire frío. Hombre de pelo ralo, gafas de montura metálica y permanente cara de desaprobación, Drake ofrecía una imagen de académico que de hecho cultivaba. No quería que lo tomasen por lo que en realidad era, un abogado de éxito que se había retirado para convertirse en presidente del Fondo Nacional de Recursos Medioambientales, un importante grupo activista de Estados Unidos. Ocupaba su cargo en el NERF desde hacía diez años.

A continuación, se apeó de un brinco Peter Evans, el abogado más joven de Morton y el que más simpatía le inspiraba. Evans tenía veintiocho años y era un socio comanditario del bufete de Los Ángeles Hassle & Black. En ese momento, pese a la avanzada hora de la noche, conservaba su buen ánimo y su entusiasmo. Se puso un chaquetón de borreguillo de la Patagonia y metió las manos en los bolsillos, pero por lo demás no dio la menor señal de que el tiempo le molestase.

Morton los había llevado a todos desde Los Ángeles en su avión Gulfstream GS y habían llegado al aeropuerto de Keflavík a las nueve de la mañana del día anterior. Ninguno de ellos había dormido, pero nadie estaba cansado. Ni siquiera Morton, y contaba ya sesenta y cinco años. No notaba la menor sensación de fatiga.

Solo frío.

Morton se subió la cremallera del chaquetón y descendió por la pendiente rocosa detrás del estudiante de posgrado.

—La luz nocturna da energía —dijo el chico—. El doctor Einarsson nunca duerme más de cuatro horas por la noche en verano. Ni él ni ninguno de nosotros.

—¿Y dónde está el doctor Einarsson? —preguntó Morton.

—Ahí abajo. —El chico señaló a la izquierda.

Al principio Morton no vio nada en absoluto. Finalmente avistó un punto rojo y se dio cuenta de que era un vehículo. Fue entonces cuando tomó conciencia del enorme tamaño del glaciar.

Drake se colocó a la par de Morton mientras bajaban por la cuesta.

—George —dijo—, tú y Evans deberíais visitar el lugar con entera libertad y dejarme a mí hablar a solas con Per Einarsson.

—¿Por qué?

—Seguramente Einarsson se sentirá más cómodo si no hay mucha gente alrededor.

—Pero ¿no estamos aquí porque soy yo quien financia su investigación?

—Por supuesto —contestó Drake—, pero no quiero hacer demasiado hincapié en eso. No quiero que Per se sienta presionado.

—No veo cómo vas a poder evitarlo.

—Me limitaré a señalar lo que hay en juego. Lo ayudaré a considerar la situación desde una perspectiva amplia.

—Sinceramente, tenía ganas de oír esa conversación —dijo Morton.

—Lo sé —respondió Drake—. Pero es un asunto espinoso. Cuando se acercaron al glaciar, Morton percibió en el aire un frío más intenso. La temperatura descendió varios grados. Veían ya las cuatro grandes tiendas de campaña de color tostado dispuestas cerca del Land Cruiser rojo. Antes, a lo lejos, las tiendas se confundían con la llanura.

De una de las tiendas salió un hombre rubio y muy alto. Per Einarsson levantó las manos y exclamó:

—¡Nicholas!

—¡Per! —gritó Drake a su vez, y echó a correr.

Morton siguió bajando, francamente molesto al verse excluido por Drake. Evans se acercó a él.

—No me apetece en absoluto visitar este condenado lugar —comentó Morton.

—Pues no sé… —comentó Evans con la vista al frente—. Puede que sea más interesante de lo que pensamos.

De otra de las tiendas salían tres mujeres jóvenes, vestidas de ellgui, todas rubias y guapas. Saludaron a los recién llegados.

—Quizá tengas razón —dijo Morton.

Peter Evans sabía que su cliente George Morton, pese a su hondo interés en las cuestiones medioambientales, tenía un interés aún mayor en las mujeres bonitas. Y en efecto, después de una rápida presentación a Einarsson, Morton se dejó llevar de buena gana por Eva Jonsdottir, que era alta y atlética, de cabello corto y muy rubio. Y lucía una radiante sonrisa. Era del tipo de Morton, pensó Evans; se parecía mucho a su preciosa ayudante, Sarah Jones. Oyó decir a Morton:

—No tenía la menor idea de que hubiese tantas mujeres interesadas en la geología.

Y Morton y Eva se alejaron hacia el glaciar.

Evans sabía que debía acompañar a Morton. Pero quizá Morton deseaba disfrutar a solas de esa visita guiada. Y aún más importante, su bufete representaba también a Nicholas Drake, y Evans sentía un acuciante interés por lo que Drake se traía entre manos. En rigor, no era ilegal o falto de ética, pero Drake podía ser un hombre imperioso, y lo que se disponía a hacer quizá crease más tarde una situación incómoda. Así que Evans permaneció allí, inmóvil por un momento, dudando en qué dirección ir, a qué hombre seguir.

Drake tomó la decisión por él despidiéndolo con un parco gesto antes de desaparecer con Einarsson en el interior de la tienda de mayor tamaño. Evans captó el mensaje y se marchó parsimoniosamente detrás de Morton y la chica. Eva contaba que el doce por ciento de Islandia se hallaba cubierto de glaciares y que en algunos de esos glaciar es asomaban volcanes activos entre el hielo.

Ese en particular, explicó señalando hacia arriba, era de los que se denominaban «glaciar de piedemonte», y se caracterizaba por rápidos avances y retrocesos. En ese momento, añadió, el glaciar avanzaba al ritmo de diez metros diarios, la longitud de un campo de fútbol cada veinticuatro horas. A veces, cuando amainaba el viento se lo oía avanzar. El glaciar había recorrido más de diez kilómetros en los últimos años.

Pronto se les unió Ásdís Sveinsdóttir, que podía haber sido la hermana menor de Eva. Dedicó a Evans una halagüeña atención, preguntándole cómo había ido el viaje, si les gustaba Islandia y cuánto tiempo se quedaría en el país. Al final, mencionó que normalmente ella trabajaba en la oficina de Reykjavík y solo había ido a pasar el día. Evans comprendió entonces que la chica estaba allí para hacer su trabajo. Los patrocinadores visitaban a Einarsson, y este se había encargado de organizar la visita para que fuese memorable.

Eva explicaba ahora que si bien los glaciares de piedemonte eran muy comunes —en Alaska había varios centenares—, se desconocía la mecánica de su movimiento, como se desconocía también la dinámica de sus periódicos avances y retrocesos, que difería en cada glaciar.

—Aún queda mucho por estudiar, por aprender —dijo, sonriendo a Morton.

Fue entonces cuando oyeron gritos procedentes de la tienda grande, y reniegos muy subidos de tono. Evans se disculpó y se encaminó hacia allí. No de muy buen grado, Morton lo siguió.

Per Einarsson temblaba de ira. Levantó los puños.

—¡Te digo que no! —vociferó, y descargó un golpe en la mesa.

De pie frente a él, Drake había enrojecido y tenía los dientes apretados.

—Pero —dijo—, te pido que tengas en cuenta la realidad.

—¡No es así! —replicó Einarsson, aporreando otra vez la mesa—. La realidad es que no quieres que lo haga público.

—Vamos, Per…

—La realidad es que en Islandia en la primera mitad del siglo XX se registraron temperaturas más altas que en la segunda mitad, como en Groenlandia.
[1]
La realidad es que en Islandia la mayoría de los glaciares perdieron masa a partir de 1930 porque en los veranos las temperaturas fueron cero coma seis grados centígrados mayores, pero desde entonces el clima ha empezado a enfriarse. La realidad es que desde 1970 estos glaciares han avanzado a ritmo uniforme. Han recuperado la mitad del terreno que perdieron antes. En este momento once de ellos están avanzando. Esa es la realidad, Nicholas. Y no mentiré al respecto.

—Nadie te ha pedido que lo hagas —dijo Drake, bajando la voz y lanzando un vistazo al público recién llegado—. Solo hablo de la manera de presentar tu informe, Pero Einarsson levantó un papel.

—Sí, y me has sugerido unos cuantos términos…

—Una simple sugerencia…

—¡Qué tergiversa la verdad!

—Per, con el debido respeto, opino que exageras…

—¿Ah, sí? —Einarsson se volvió hacia los otros y empezó a leer—. Esto es lo que Nicholas quiere que diga: «El amenazador calentamiento del planeta ha provocado el deshielo de los glaciares en todo el mundo, y también en Islandia. Muchos glaciares están reduciéndose de manera espectacular, aunque paradójicamente otros crecen. Sin embargo, en todos los casos los recientes extremos de la variabilidad climática parecen ser la causa…», bla… bla… bla…
og svo framvegis.
—Tiró el papel—. Eso sencillamente no es verdad.

—No es más que el párrafo inicial. Lo aclararás en el resto del informe.

—El párrafo inicial no es verdad.

—Claro que lo es. Hace referencia a los «extremos de la variabilidad climática». Nadie puede objetar a términos tan vagos. —«Recientes extremos». Pero en Islandia estos efectos no son recientes.

—Quita el «reciente», pues.

—Eso no basta —replicó Einarsson—, porque de este párrafo se desprende que observamos los efectos del calentamiento del planeta desde el punto de vista de los gases invernadero; cuando en realidad observamos pautas climáticas locales que son específicas de Islandia y difícilmente guardarán relación con cualquier pauta de carácter global.

—Eso puedes decirlo en tu conclusión.

—Pero este párrafo inicial se convertirá en un chiste entre los investigadores del Ártico. ¿Crees que Motoyama o Sigurosson no leerán entre líneas el significado de este párrafo? ¿O Hicks? ¿O Watanabe? ¿O Ísaksson? Se reirán y pensarán que cedo a las presiones. Dirán que lo hago por las becas.

—Pero existen otras consideraciones —adujo Drake con tono conciliador—. Debemos comprender que hay grupos de desinformación financiados por la industria…, la del petróleo, la del automóvil…, que aprovecharán el dato de que algunos glaciares crecen como argumento contra el calentamiento del planeta. Siempre lo hacen. Se agarran a cualquier cosa para ofrecer una imagen falsa.

—Cómo se utilice la información no es asunto mío. A mí me corresponde documentar la verdad de la mejor manera posible.

—Una actitud muy noble —dijo Drake—. Pero quizá no muy práctica.

—Entiendo. ¿Y me has traído aquí la fuente de financiación, en la persona del señor Morton, para que no se me escape ese detalle?

—No, no, Per —se apresuró a responder Drake—. No me interpretes mal, por favor…

—Te interpreto perfectamente. ¿Qué hace él aquí, si no? —Einarsson estaba furioso—. Señor Morton, ¿aprueba usted lo que el señor Drake me propone?

En ese momento sonó el teléfono móvil de Morton, y con alivio mal disimulado lo abrió.

—Aquí Morton. ¿Sí? Ah, John. ¿Dónde estás? ¿Vancouver? ¿Qué hora es ahí? —Tapó el micrófono con la mano—. John Kim, del Scotiabank. Desde Vancouver.

Evans asintió con la cabeza, aunque no tenía la menor idea de quién era. Las operaciones financieras de Morton eran complejas.

Conocía a banqueros de todo el mundo. Morton se dio media vuelta y se alejó hacia el lado opuesto de la tienda.

Un incómodo silencio se impuso entre los demás mientras esperaban. Einarsson fijó la mirada en el suelo y, todavía indignado, tomó aire con vehemencia. Las rubias simularon trabajar prestando gran atención a los papeles que hojeaban. Drake se metió las manos en los bolsillos y miró al techo de la tienda.

Entretanto Morton reía.

—¿En serio? Esa sí que es buena —dijo. Lanzó un vistazo a los otros, y se volvió de nuevo.

—Oye, Per —continuó Drake—, tengo la impresión de que hemos empezado con mal pie.

—Ni mucho menos —contestó Einarsson con frialdad—. Nos entendemos de sobra. Si retiráis vuestro apoyo, retiráis vuestro apoyo.

—Nadie ha hablado de retirar el apoyo…

—El tiempo lo dirá.

Y en ese momento Morton dijo:

—¿Cómo? Han hecho ¿qué? Ingresado ¿qué? ¿De cuánto dinero…? Dios santo, John. Esto es increíble. —Y todavía hablando, se volvió y salió de la tienda.

Evans corrió tras él.

La claridad era mayor. El sol estaba más alto en el cielo e intentaba abrirse paso entre las nubes bajas. Morton subía con dificultad por la cuesta hablando todavía por teléfono. Vociferaba, pero sus palabras se perdían en el viento mientras Evans lo seguía.

Llegaron al Land Cruiser. Morton se agachó para utilizarlo como escudo contra el viento.

—Dios santo, John, ¿tengo responsabilidad legal en eso? Es decir… no, no sé nada al respecto. ¿Cómo se llamaba la organización? ¿Fondo Amigos del Planeta?

Morton dirigió una mirada interrogativa a Evans. Este negó con la cabeza. No había oído hablar de Amigos del Planeta. Y conocía a la mayoría de los grupos ecologistas.

—Con sede ¿dónde? —decía Morton—. ¿San José? ¿California? Oh, por Dios. ¿Qué demonios tiene sede en Costa Rica? —Cubrió el teléfono con la mano—. Fondo Amigos del Planeta, San José, Costa Rica.

Evans negó con la cabeza.

—No los conozco —prosiguió Morton—, y mi abogado tampoco, y no me acuerdo… no, John, si fuese un cuarto de millón de dólares, me acordaría. ¿Dónde se extendió el cheque? Ya. ¿Y mi nombre dónde aparecía? Ya. Muy bien, gracias. Sí, lo haré. Adiós. —Cerró el teléfono. Se volvió hacia Evans—. Peter, saca un bloc y toma nota.

Morton habló deprisa. Evans escribió procurando no rezagarse. Era una historia complicada que anotó lo mejor que pudo.

John Kim, director del Scotiabank de Vancouver, había recibido la visita de un cliente llamado Nat Damon, representante de una empresa marítima local. Damon había ingresado un cheque de la compañía Servicios Sísmicos de Calgary, y el cheque había sido devuelto. Era por valor de doscientos cincuenta mil dólares. Damon tenía dudas respecto a quienquiera que hubiese extendido el cheque y había pedido a Kim que lo comprobase.

Legalmente, John Kim no podía hacer indagaciones en Estados Unidos, pero el banco emisor estaba en Calgary, y tenía un amigo que trabajaba allí. Averiguó que Servicios Sísmicos era una cuenta con un apartado de correos por dirección. La cuenta mantenía una actividad moderada, con ingresos cada pocas semanas de una única procedencia; el Fondo Amigos del Planeta, con sede en San José, Costa Rica.

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