Eterna (21 page)

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Authors: Guillermo del Toro & Chuck Hogan

Tags: #Terror

BOOK: Eterna
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Zack cree que tú estás muerto
, reveló la voz de Kelly.

—¡Cállate! —exclamó Eph, desenvainando su espada.

Él está empezando a olvidar el Viejo Mundo y todas sus formas. Eso ha desaparecido para siempre; no es más que un sueño de juventud.

—¡Silencio! —clamó Eph.

Es solícito con el Amo. Más que respetuoso. Está aprendiendo.

Eph hundió la espada en medio de dos barrotes. La madre de Gus se estremeció, repelida por la presencia de la plata, con sus pechos flácidos meciéndose en la penumbra.

—¿Aprendiendo qué? —replicó Eph—. ¡Respóndeme!

Pero la voz de Kelly no lo hizo.

—Le estás lavando el cerebro —le reprochó Eph—. El chico estaba aislado, es mentalmente vulnerable.

Lo estamos criando.

Eph hizo una mueca, como si esas palabras lo hubieran atravesado como un puñal.

—No… ¡No! ¿Qué puedes saber tú sobre eso? ¿Qué puedes saber sobre el amor, sobre cómo debe ser un padre o un hijo…?

En nosotros palpita la sangre fértil. Hemos dado a luz a muchos hijos. Únete a nosotros.

—¡No!

Es la única forma de que puedas reunirte con él.

—Vete a la mierda. Te mataré… —amenazó Eph, inclinando la punta de la espada hacia abajo.

Únete a nosotros y estarás con él para siempre.

Eph se detuvo un momento, paralizado por la desesperación. Ella quería algo de él. El Amo tramaba algo. Hizo un esfuerzo para contenerse. ¡A negarlos! ¡A callar! A retirarse…

—¡Cierra tu maldita boca! —vociferó, con más rabia que intensidad en su voz. Sostuvo con fuerza la empuñadura de plata. Regresó corriendo de la habitación y atravesó los pasillos con la voz de Kelly resonando aún en su cabeza.

Ven a nosotros.

Eph giró en una esquina, y abrió una reja oxidada.

Ven a Zack.

Eph siguió corriendo. Sentía más rabia con cada paso que daba, transmutándose en furia.

Sabes que ese es tu deseo.

Y luego oyó su risa. No era una risa humana, estridente, liviana y contagiosa, sino una risa burlona, con intención de provocarlo, de hacerlo retroceder.

Pero él corrió, y la risa se desvaneció, desapareciendo en la oscuridad.

Eph siguió a ciegas, tanteando con su espada las patas de las sillas abandonadas y rascando el suelo. Las pastillas le habían hecho efecto, y estaba casi arrastrándose, con el cuerpo entumecido, pero no así su cabeza. A fuerza de retirarse, había doblado una esquina en su propia mente. Ahora más que nunca quiso rescatar a Nora del campamento y salvarla de las garras de los vampiros. Quería demostrarle al Amo que incluso en una época tan jodida como esta era capaz de hacerlo: un humano podía ser salvado. Que Zack no estaba perdido para Eph, y que la influencia del Amo sobre él no era tan sólida como pensaba.

Eph se detuvo para recobrar el aliento. La luz de su lámpara se desvanecía, y él le dio un golpecito. La luz parpadeó. Necesitaba saber dónde estaba y salir de allí, pues de lo contrario se perdería en ese laberinto oscuro. Estaba ansioso por hacerles saber a los otros que se encontraba listo para ir al campamento y combatir.

Dobló por el siguiente recodo, y al final de aquel corredor largo y oscuro, Eph vio una figura. Su postura, sus brazos caídos y sus rodillas levemente flexionadas declaraban la palabra «vampiro».

Eph blandió su espada. Avanzó unos pocos pasos, esperando reconocer mejor a la criatura.

Esta permaneció inmóvil. Las paredes del estrecho pasadizo serpenteaban un poco a los ojos de Eph, pues su visión estaba nublada por el efecto de las pastillas. Tal vez estaba alucinando, viendo lo que quería ver. Deseaba luchar.

Convencido de que se trataba de un producto de su imaginación, Eph se arriesgó más y se acercó al fantasma.

—Ven aquí —le dijo; su rabia por Kelly y el Amo seguía rebosando—. ¡Ven y recibe la caricia de mi espada!

La criatura se mantuvo firme, y Eph pudo percibirla mejor. Una capucha de sudadera formaba un triángulo de algodón sobre su cabeza, oscureciendo su rostro y sus ojos. Llevaba botas y pantalones vaqueros. Uno de sus brazos colgaba a un costado, mientras la otra mano permanecía oculta detrás de su espalda.

Eph avanzó hacia la criatura con rabia y determinación, como un hombre que atraviesa una habitación para salir dando un portazo. Pero la figura no se movió. Eph colocó su pierna izquierda hacia atrás, empuñó la espada con las dos manos y le mandó un sablazo al cuello como si estuviera bateando.

Para sorpresa de Eph, el canto de su espada resonó, sus brazos retrocedieron temblando, y por poco suelta la empuñadura. Una explosión de chispas iluminó brevemente el pasillo.

Eph tardó un momento en comprender que el vampiro había detenido su espada con una barra de acero.

Eph empuñó de nuevo la espada con sus manos, que le ardían al contacto con el metal, y se dispuso a darle otro sablazo. El vampiro sostuvo su barra con una mano, y desvió fácilmente la espada. Un puntapié repentino en el pecho de Eph lo lanzó al suelo, que tropezó con sus propios pies en la caída.

Eph observó a la figura oscura. Era completamente real, pero… también diferente. No se trataba de ninguno de los zánganos semiinteligentes a los que estaba habituado a enfrentarse. Aquel vampiro tenía una actitud, una compostura que lo distinguía de las masas repulsivas.

Eph se puso en pie. El reto avivó el fuego que ardía en su interior. No sabía qué clase de vampiro era aquel, y tampoco le importaba.

—¡Ven! —gritó, llamando al vampiro. Pero la criatura permaneció inmóvil. Eph extendió la espada y le mostró la punta afilada de plata. Fingió darle una estocada, girando rápidamente con uno de sus mejores movimientos de esgrima, y acometió con su arma con la fuerza suficiente para partir en dos a la criatura. Pero el vampiro adivinó la finta y desvió la hoja de plata, y Eph respondió una vez más, esquivándolo, volviendo a la carga y apuntándole al cuello.

El vampiro estaba listo para acabar con él. Agarró del brazo a Eph y lo atenazó como una abrazadera caliente. Se lo torció con tal fuerza que Eph tuvo que arquearse hacia atrás para impedir que el codo y la espalda se le partieran debido a la presión. Aulló de dolor, incapaz de seguir empuñando la espada, que se desprendió de su mano y cayó al suelo. Buscó con la otra mano la daga que tenía en el cinturón, para cortarle la cara al vampiro.

Sorprendida, la criatura envió a Eph al suelo y retrocedió.

Eph se arrastró hacia atrás, con el codo ardiendo de dolor. Otras dos figuras llegaron corriendo desde un extremo del pasillo. Eran dos humanos: Fet y Gus.

Justo a tiempo. Eph se volvió hacia el vampiro, que ahora estaba en inferioridad numérica, esperando que silbara y arremetiera contra él.

Pero la criatura se agachó y recogió la espada del médico, aferrándola por la empuñadura de cuero. Le dio vueltas a la espada, como si estuviera valorando su peso y su diseño.

Eph nunca había visto a un vampiro tan cerca de la plata, y mucho menos sostener un arma en sus manos.

Fet había sacado su espada, pero Gus lo detuvo con una mano, y pasó junto a Eph sin ofrecerle ayuda. El vampiro le lanzó la espada al pandillero, y curiosamente, con la empuñadura hacia él. Gus la cogió con facilidad y la bajó.

—Me has enseñado muchas cosas —dijo Gus—, pero no la parte en que se hacen entradas triunfales de mierda.

La respuesta del vampiro fue telepática, y exclusiva para Gus. Se retiró la capucha negra, revelando una cabeza totalmente calva y sin orejas, inexplicablemente suave, casi como la de un asaltante de bancos con una media de nailon estirada sobre su rostro.

Salvo por los ojos, que ardían con un fulgor escarlata; como los de una rata.

Eph se puso en pie, y se frotó el codo. Aquella criatura era obviamente un
strigoi
, y sin embargo, Gus había permanecido a su lado.

—¿Tú otra vez? —dijo Fet, todavía con la mano en la empuñadura de su espada.

—¿Qué diablos está pasando? —preguntó Eph, que parecía un convidado de piedra.

Gus le lanzó la espada a Eph con más fuerza de la necesaria.

—Deberías recordar al señor Quinlan —dijo Gus—. El mejor cazador de los Ancianos. Y actualmente el tipo más perverso de toda la maldita ciudad. —Gus se giró hacia el señor Quinlan—. Una amiga nuestra está internada en un campamento de extracción de sangre. La queremos de vuelta.

El señor Quinlan observó a Eph con una mirada iluminada por siglos de existencia. Su voz afluyó en la mente del médico, tan suave y modulada como la de un barítono.

El doctor Goodweather, supongo.

Eph lo miró fijamente a los ojos y asintió débilmente. El señor Quinlan se dirigió a Fet:

He venido aquí con la esperanza de llegar a un acuerdo.

Biblioteca Low Memorial, Universidad de Columbia

EN EL INTERIOR DE LA BIBLIOTECA DE LA UNIVERSIDAD DE COLUMBIA, en una sala de investigación situada al lado de la tenebrosa rotonda con la cúpula de granito más grande en la historia del país, el señor Quinlan se hallaba en una de las mesas de lectura, enfrente de Fet.

—Nos ayudas a entrar en el campamento y podrás leer el libro —dijo Fet—. No hay más negociación…

Lo haré. Pero ¿sabes que seréis ampliamente superados por los
strigoi
y los guardias humanos?

—Lo sabemos —afirmó Fet—. La pregunta es: ¿nos ayudarás a entrar? Ese es el precio.

Lo haré.

El fornido exterminador abrió una cremallera oculta en su mochila y sacó un gran fardo de trapos.

¿Lo llevas contigo?
—preguntó el Nacido con incredulidad.

—No se me ocurre un lugar más seguro —respondió Fet, sonriendo—. Escondido a plena vista, se podría decir. Si quieres el libro, tendrás que pasar por encima de mí.

Una tarea abrumadora, sin lugar a dudas.

—Lo suficientemente abrumadora —sentenció Fet, encogiéndose de hombros. A continuación, desenvolvió el volumen oculto entre los trapos.

—El
Lumen
—anunció Fet.

Quinlan sintió un escalofrío rodeándole el cuello. Una sensación peculiar tratándose de una criatura curtida durante siglos. Estudió el libro mientras Fet lo observaba. La cubierta era de tela y de cuero desgastado.

—Le he quitado la cubierta de plata. Eso le estropeó un poco el lomo. Parece un libro insignificante, ¿verdad?

¿Dónde está la cubierta de plata?

—La tengo guardada. Es fácil de recuperar.

Quinlan lo miró.

No dejas de sorprenderme, exterminador.

Fet le quitó importancia al cumplido.

El viejo hizo una buena elección, señor Fet. Tu corazón es sencillo. Sabe lo esencial y actúa en consecuencia. Es difícil encontrar mayor sabiduría.

El Nacido acababa de quitarse la capucha de algodón negro de su cabeza blanca e increíblemente suave. Abierto ante él, se hallaba el manuscrito iluminado del
Occido lumen
. Pasó las páginas con el extremo de un lápiz, pues el ribete de plata repelía su naturaleza vampírica. Luego tocó el interior de la página con las yemas de sus dedos, como un ciego dibujando el rostro de su amada.

Este documento era sagrado. Contenía la historia y la creación de la raza vampiríca del mundo, y como tal, contenía también varias referencias a los Nacidos. Era como si a un ser humano se le permitiera tener acceso a un libro que describiera el verdadero origen de la especie humana y las respuestas a la mayoría de los misterios de la vida, si no a todos. Los ojos intensamente rojos del señor Quinlan se sumergieron en las páginas con un profundo interés.

La lectura es lenta. El lenguaje es denso.

—¡A mí me lo dices! —observó Fet.

También hay muchos signos ocultos. En las imágenes y en las marcas de agua. Son mucho más claros a mis ojos que a los tuyos, pero descifrarlos llevará un tiempo.

—Exactamente de lo que carecemos; ¿cuánto tardarás?

Los ojos del Nacido continuaban examinando las líneas.

Es imposible decirlo.

Fet sabía que su ansiedad suponía una distracción para el señor Quinlan.

—Estamos cargando las armas. Tienes una hora aproximadamente, y luego vendrás con nosotros. Regresaremos con Nora…

Fet se dio la vuelta y se alejó. Había dado tres pasos cuando el
Lumen
, el Amo y el apocalipsis se evaporaron como por arte de magia. En ese momento, Nora era el único pensamiento que ocupaba su mente.

El señor Quinlan se concentró de nuevo en las páginas del
Lumen
y empezó a leer.

INTERLUDIO II

Occido lumen: la historia del Amo

E
xistía un tercero.

Los tres libros sagrados, la Torá, la Biblia y el Corán, narran la historia de la destrucción de Sodoma y Gomorra. Y el
Lumen
también, en cierto modo.

En Génesis 18, tres arcángeles se aparecen ante Abraham en forma humana. Se dice que dos de ellos se dirigieron luego a las ciudades condenadas de la llanura, donde viven con Lot, disfrutan de un banquete y más tarde son rodeados por los hombres de Sodoma, a quienes dejan ciegos antes de destruir la ciudad.

Sin embargo, la presencia de un tercer arcángel es omitida deliberadamente. Encubierta. Perdida.

Esta es su historia.

Cinco ciudades compartían las fértiles llanuras del río Jordán, cerca de lo que hoy es el mar Muerto. Y de todas ellas, Sodoma era la más celebrada y hermosa. Se levantaba en medio de la exuberante llanura como un hito, como un monumento a la riqueza y a la prosperidad.

Estaba regada por un complejo sistema de canales, y había crecido de una forma desordenada a través de los siglos, extendiéndose más allá de los canales y adquiriendo una forma similar a la de una paloma volando. Sus alrededores, que abarcaban un total de diez hectáreas, se habían cristalizado en dólmenes de sal cuando los muros de la ciudad fueron erigidos, alrededor del 2024 a.C. Las murallas tenían veinte metros de ancho y más de doce de alto, construidas con ladrillos de barro cocido y encaladas para que brillaran con los rayos del sol. Dentro de su perímetro, se construyeron edificios de adobe tan juntos entre sí que casi estaban el uno sobre el otro; el más alto de ellos era un templo erigido en honor a Moloch, el dios cananeo. Sodoma tenía una población aproximada de dos mil habitantes. Las frutas, las especias y los cereales eran abundantes, impulsando así la prosperidad de la ciudad. El vidrio y los azulejos engastados en bronce engalanaban las cúpulas de una decena de palacios que resplandecían con la luz del atardecer.

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