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Authors: Guillermo del Toro & Chuck Hogan

Tags: #Terror

Eterna (17 page)

BOOK: Eterna
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La mirada de Nora se hizo borrosa. Se sintió cansada, casi mareada. Tal vez eso no era muy diferente a lo que se debía sentir al ser sangrada.

—Pero tienes una decisión sobre la cual reflexionar —sentenció Barnes—. No te robaré más tiempo. Sé que quieres regresar de inmediato al campamento y ver a tu madre mientras aún esté con vida.

Se dirigió a la puerta doble, abrió las dos hojas de un empujón y salió al elegante pasillo.

—Piénsalo, y comunícame qué has decidido. El tiempo se agota…

Nora se metió un cuchillo de la mesa en el bolsillo sin que él lo notara.

Debajo de la Universidad de Columbia

GUS SABÍA QUE LA UNIVERSIDAD DE COLUMBIA había sido muy importante. Con numerosos edificios antiguos, una matrícula descabelladamente cara, exceso de seguridad y cámaras. En aquel entonces, veía a algunos de los estudiantes tratando de mezclarse con la gente del barrio, en parte por un sentido de comunidad —algo que no alcanzaba a entender—, o por razones ilícitas, que sí comprendía muy bien. Pero ahora, en cuanto a la universidad como tal, el campus abandonado de Morningside Heights y todas sus instalaciones ya no tenían mucho valor.

Ahora era la base de Gus, su sede de operaciones y su casa. Nunca lograrían sacar al pandillero mexicano de su territorio; de hecho, lo volaría antes de permitirlo. Cuando sus actividades de cacería y sabotajes se redujeron en número y se hicieron más selectivas, Gus comenzó a buscar una base permanente; realmente la necesitaba. No era fácil ser eficiente en este mundo nuevo y loco. Sobrevivir se convirtió en una ocupación de veinticuatro horas al día y siete días a la semana, y cada vez resultaba menos gratificante. La policía, el departamento de bomberos, los servicios médicos y de vigilancia del tráfico habían sido sometidos. Mientras buscaba un lugar donde protegerse en sus viejos refugios de Harlem, volvió a contactar con dos compañeros de sabotaje y miembros de su pandilla —La Mugre del Harlem Latino—. Bruno Ramos y Joaquín Soto.

Bruno estaba gordo —no había otra manera de decirlo— y se alimentaba básicamente de Cheetos y cerveza. Joaquín en cambio era delgado y musculoso. Bien peinado, con los brazos cubiertos de tatuajes y un espíritu a prueba de bomba. Ambos se consideraban hermanos de Gus y darían la vida por él. Habían nacido para ello.

Joaquín pasó un tiempo en chirona con Gus. Compartieron la misma celda. Gus estuvo recluido dieciséis meses. Ambos se guardaban las espaldas mutuamente y Joaquín había pasado bastante tiempo en aislamiento después de romperle los dientes a un guardia de un codazo, un negro fornido llamado Raoul —qué nombre de mierda para alguien sin dientes: Raoul—. Después de la llegada de los vampiros —que algunos llamaban «la Caída»—, Gus contactó de nuevo con Joaquín durante el saqueo a una tienda de artículos electrónicos. Joaquín y Bruno le ayudaron a cargar un televisor de plasma grande y una caja con videojuegos.

Habían ocupado juntos la universidad, por aquel entonces parcialmente infectada. Puertas y ventanas se hallaban clausuradas con planchas de acero, los interiores arrasados y profanados con residuos de amoniaco. Los estudiantes huyeron a tiempo, evacuando la ciudad y regresando a sus hogares. Joaquín pensaba que no habían llegado muy lejos.

Lo que encontraron, tras merodear por los edificios abandonados, fue un sistema de túneles debajo de los cimientos. Un libro en la vitrina de la oficina de admisiones le indicó a Joaquín que el campus había sido construido originalmente sobre los cimientos de un manicomio del siglo XIX. Los arquitectos de la universidad derribaron todos los edificios del hospital, salvo uno, y luego construyeron sobre la cimentación existente. Muchos de los túneles interconectados eran utilizados para las tuberías de vapor —con una condensación tan alta que quemaba—, y para los muchos kilómetros de cableado eléctrico. Con el tiempo, algunos de estos pasajes fueron sellados para evitar que los estudiantes en busca de emociones y los espeleólogos urbanos sufrieran algún percance.

Juntos habían explorado y ocupado la mayor parte de esta red subterránea que conectaba casi todos los setenta y un edificios del campus, localizados entre Broadway y Amsterdam en el sector de Upper West Side. Algunos tramos —los más alejados— permanecieron sin explorar, simplemente porque no había tiempo suficiente de día ni de noche para cazar vampiros, sembrar el caos en todo Manhattan y despejar túneles húmedos.

Gus había excavado su propia cueva, emplazada en un cuadrante de la plaza principal del campus. Sus dominios comenzaban justo debajo del único edificio del antiguo manicomio que continuaba en pie, el Buell Hall, iba por debajo de la biblioteca Low Memorial y del Kent Hall, y terminaba en el Philosophy Hall, el edificio en cuyo exterior había una estatua de bronce de un tipo desnudo, sentado y pensativo.

Los túneles eran una madriguera agradable, la guarida de un villano de verdad. Los fallos en el sistema de vapor le permitían a Gus tener acceso a áreas raramente visitadas durante más de un siglo. Las fibras gruesas y negras que sobresalían de las grietas de las paredes subterráneas eran auténticas crines de caballo, utilizadas para darle solidez a la mezcla de argamasa, y lo habían guiado hasta un subsótano húmedo donde encontró varias celdas con barrotes.

Se trataba de las celdas de aislamiento, donde encerraban a los locos más peligrosos. No vieron esqueletos, cadenas, ni nada similar, aunque sí unos arañazos en la mampostería de piedra, y no se requería mucha imaginación para oír los ecos fantasmales de los gritos espantosos y desgarradores de los siglos pasados.

Este era el lugar donde él la mantenía: a su
madre
[3]
. En una jaula de dos metros y medio de largo por casi dos de ancho con barrotes de hierro desde el techo hasta el suelo, formando una celda en semicírculo, en un rincón. La madre de Gus tenía las manos atadas a la espalda con un par de esposas gruesas y sin llaves que había encontrado debajo de la mesa de una cámara cercana. Un casco negro de motocicleta le cubría la cabeza, gran parte del cual se encontraba abollado a causa de los frecuentes cabezazos que le daba a los barrotes durante los primeros meses de su cautiverio. Gus le selló el protector del casco en la piel del cuello. Era la única forma en que podía contener el aguijón de su madre, por su propia seguridad. El protector también le cubría la carúncula, de un tamaño desmedido, cuya vista lo ponía enfermo. Había retirado la visera de plástico reemplazándola con un cierre de hierro plano, pintado de negro mate y con bisagras a los lados. Los moldes para las orejas en el interior del casco los rellenó con guatas de algodón grueso.

Por lo tanto, ella no podía ver ni oír nada, y sin embargo, cuando Gus entraba a la cámara, el casco giraba y lo seguía. Extrañamente, la cabeza de su madre se movía en perfecta sintonía con su desplazamiento, escoltándolo a través del pasillo. Ella gorjeaba y chillaba en el centro de la celda, desnuda, con su desgastado cuerpo de vampiro sucio con el polvo del antiguo manicomio. Gus había intentado cubrirla con capas, abrigos y mantas a través de los barrotes, pero todo eso había desaparecido. Ella no tenía necesidad de ropa ni idea alguna del pudor. Las plantas de sus pies habían desarrollado una plataforma de callos tan gruesa como la suela de unas zapatillas deportivas. Los insectos y los piojos vagaban libremente por su cuerpo, y sus piernas estaban manchadas y curtidas por las defecaciones. Tenía parches de piel morena en torno a los muslos y las pantorrillas pálidas y venosas.

Hacía unos meses, después de la pelea dentro del túnel del río Hudson, Gus se apartó de los demás cuando el aire se había despejado. En parte debido a su naturaleza, y en parte también por su madre. Él sabía que ella lo encontraría pronto —a su Ser Querido— y se preparó para su llegada. Cuando hizo su aparición, Gus la arrojó al suelo, le puso una bolsa en la cabeza y la ató. Ella opuso la resistencia propia de un vampiro, pero Gus logró ponerle el casco, enjaulándole la cabeza e inmovilizando su aguijón. Luego le esposó las manos y la arrastró por el cuello del casco hasta ese calabozo. A su nuevo hogar.

Gus metió las manos entre los barrotes y le levantó la visera. Sus pupilas negras y mortecinas, rodeadas de púrpura, lo miraron enloquecidas y sin alma, pero sedientas de sangre. Cada vez que él le levantaba la lámina de hierro, podía sentir su deseo de sacar el aguijón, y a veces, cuando ella lo intentaba de manera insistente, capas espesas de lubricante brotaban por las fisuras.

En el transcurso de su vida en común, Bruno, Joaquín y Gus habían conformado una gran familia atípica. Bruno siempre estaba entusiasmado, y por alguna razón, tenía el don de hacerlos reír. Compartían todas las tareas domésticas, pero solo Gus podía tener contacto directo con su madre. Todas las semanas la lavaba de la cabeza a los pies y mantenía su celda tan limpia y seca como era humanamente posible.

El casco abollado le daba una apariencia de autómata, como si fuera un robot o un androide maltrecho. Bruno recordaba una película de serie B que habían puesto una noche en la televisión, llamada
El monstruo robot
. La criatura protagonista tenía un casco de acero atornillado sobre un cuerpo salvaje, semejante al de un simio. Así era como él veía a los Elizalde:
Gustavo contra el monstruo robot
.

Gus sacó una pequeña navaja de su chaqueta y mostró la hoja de plata. Los ojos de su madre lo observaron con la misma expresión que un animal enjaulado. Se remangó el puño izquierdo, estiró los dos brazos por los barrotes de hierro, sosteniéndolos sobre el casco mientras los ojos apagados de su madre seguían la hoja de plata. Gus presionó la punta afilada contra su antebrazo, haciéndose una pequeña incisión de poco más de un centímetro de extensión. La sangre púrpura manó de la herida. Gus bajó el brazo para que la sangre resbalara por su muñeca y cayera en el interior del casco.

Miró los ojos de su madre mientras su boca y su aguijón trabajaban ocultos dentro del casco, ingiriendo la ración de sangre.

Cuando había tomado el equivalente a un vaso, él sacó los brazos de la jaula. Gus se retiró a una pequeña mesa que había al otro lado; arrancó un pedazo de papel de un rollo grueso y marrón y lo presionó sobre la herida, sellando el corte con un desinfectante líquido que exprimió de un tubo casi vacío. Sacó una toallita húmeda de una caja y limpió la mancha de sangre de su brazo, que tenía cortes similares, y que se sumaban a su ya impresionante exhibición de arte corporal. Para alimentarla, repetía el proceso una y otra vez, abriendo y reabriendo las mismas viejas heridas, trazando con letras de sangre la palabra «madre» en su piel.

—Te he traído algo de música, mamá —dijo, sacando un puñado de CD quemados y en mal estado—. Algunos de tus favoritos: Los Panchos, Los Tres Ases, Javier Solís…

Gus miró a su madre, que se alimentaba de su propia sangre allí en la jaula, e intentó acordarse de la mujer que lo había criado. Era una madre soltera con un marido temporal o novios ocasionales. Intentó darle lo mejor, lo cual era diferente a hacer siempre lo correcto. Había perdido la batalla por la custodia: era ella o la calle. Al final, era el barrio el que le había criado. Era el comportamiento de la calle el que Gus emulaba, antes que el de su
madre
. Él lamentaba muchas cosas, pero no podía cambiarlas. Decidió recordar su primera época, cuando ella lo acariciaba y le cuidaba las heridas después de una pelea en el barrio. Y la bondad y el amor en sus ojos, incluso cuando estaba enfadada…

Todo eso se había esfumado. Para siempre.

Gus le había faltado al respeto muchas veces en la vida. ¿Por qué ahora la veneraba estando muerta en vida? Él no conocía la respuesta. No entendía las fuerzas que lo impulsaban. Lo único que sabía era que verla en ese estado —y alimentarla— lo cargaba de energía como una batería. Lo llenaba de locura por vengarse.

Colocó uno de los CD en un lujoso aparato estéreo que había robado de un coche repleto de cadáveres. Le había acoplado unos altavoces de diferentes marcas para lograr un sonido óptimo. Javier Solís comenzó a cantar
No te doy la libertad
, un bolero rabioso y melancólico que resultó extrañamente apropiado para la ocasión.

—¿Te gusta,
madre
? —le preguntó, sabiendo muy bien que solo se trataba de un monólogo—. ¿Lo recuerdas?

Gus regresó a la pared de la jaula. Introdujo la mano para cerrar el panel frontal y sumirla en la oscuridad del casco, cuando vio un destello súbito. Algo se manifestaba a través de sus ojos.

Había visto eso antes. Sabía lo que significaba.

La voz, que no era la de su madre, retumbó en su cabeza.

Puedo saborearte, muchacho
—prorrumpió el Amo—.
Pruebo tu sangre y tu deseo. Pruebo tu debilidad. Sé con quién estás aliado… Mi hijo bastardo
.

Los ojos permanecieron enfocados en él, con una pequeña chispa en su interior, igual a la pequeña luz roja de una cámara indicando que graba automáticamente.

Gus intentó despejar su mente. Intentó no pensar en nada. Gritarle a la criatura que hablaba a través de su madre no conducía a nada. Había aprendido eso. A resistir, como el viejo Setrakian le habría aconsejado. Gus entrenándose a sí mismo para enfrentarse a la oscura inteligencia del Amo.

Sí, sí…, el viejo profesor. Él tenía planes para ti. Si pudiera verte en este momento, alimentando a tu madre del mismo modo en que él solía hacerlo con el corazón infestado de su esposa, a quien había perdido hacía tanto tiempo. Él fracasó, Gus. Como te pasará a ti, tarde o temprano.

Gus dirigió el dolor de su cabeza para recordar a su madre tal como había sido en otro tiempo. Su ojo mental observó esa imagen en un intento de bloquear todo lo demás.

Tráeme a los otros, Augustin Elizalde. Tu recompensa será grandiosa. Tu supervivencia estará asegurada. Vivirás como un rey, no como una rata. De lo contrario… no habrá misericordia. No importará cuánto me supliques una segunda oportunidad, no te escucharé. Tu tiempo se agota.

—Esta es mi casa —dijo Gus en voz alta, pero sin alterarse—. Es mi mente, demonio. No eres bienvenido aquí.

¿Y qué pasa si te la devuelvo? Su voluntad está guardada en mí al igual que miríadas de voces. Pero puedo encontrarla para ti, invocarla para ti. Puedo devolverte a tu madre.

Y entonces, los ojos de la madre de Gus se hicieron casi humanos. Se dulcificaron, húmedos, y se llenaron de dolor.

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