Eterna (7 page)

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Authors: Guillermo del Toro & Chuck Hogan

Tags: #Terror

BOOK: Eterna
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Eph se volvió justo cuando la hembra saltaba sobre él desde el mostrador, abalanzándose con sus dedos y garras para arañarle la cara. Eph logró desviar los brazos del vampiro con los suyos, logrando que la criatura chocara estrepitosamente contra la pared. Eph soltó las espadas. Sus manos estaban muy débiles. «Ah, sí, sí, por favor…, quiero rendirme».

El
strigoi
se incorporó rápidamente a cuatro patas, mirando a Eph sentado en cuclillas. Sus ojos se clavaron en él; eran los ojos sustitutos del Amo, la presencia maligna que se lo había arrebatado todo. La furia de Eph volvió a aparecer. Sacó rápidamente sus ganchos y se dispuso a lanzarlos. El vampiro arremetió contra él, y Eph fue a su encuentro; la carúncula que colgaba de la mandíbula de la criatura era un blanco perfecto. Había hecho eso cientos de veces, como un trabajador en una planta de pescado pesando un atún grande. Un gancho se incrustó en la garganta del espectro, detrás de la carúncula, hundiéndose con rapidez y alojándose detrás del tubo cartilaginoso que albergaba la laringe y el aguijón. Tiró hacia abajo con fuerza, bloqueando el aguijón y obligando a la criatura a arrodillarse mientras chillaba como un cerdo. El otro gancho se incrustó en la cuenca del ojo, y Eph le apretó la mandíbula con el pulgar, impidiéndole abrir la boca. Muchos años atrás, durante un verano, su padre le había enseñado esta combinación mientras capturaban serpientes en un pequeño río al norte del Estado. «Sujétale la mandíbula —le había dicho—, bloquéale la boca para que no te pueda morder». No todas las serpientes eran venenosas, pero sí tenían una mordedura repugnante y suficientes bacterias en su lengua bífida para causarle mucho dolor. Eph —el chico de ciudad— era bueno atrapando serpientes. Era algo que hacía con naturalidad. Un buen día incluso consiguió lucirse, cuando capturó una serpiente a la entrada de su casa siendo todavía un niño. Se había sentido superior: un héroe. Pero eso ocurrió hacía mucho tiempo. Un trillón de años antes de Cristo.

Y ahora Eph, casi al límite de sus fuerzas, neutralizaba a una criatura poderosa, a una muerta viviente inflamada al tacto, sedienta y llena de furia. Él no estaba en un arroyo fresco de California con el agua por las rodillas ni bajando de su furgoneta para atrapar una serpiente urbana. Él corría un peligro real. Podía sentir la forma en que cedían sus músculos. Su fuerza se desvanecía. «Sí…, sí…, quisiera rendirme…».

Su debilidad le irritó. Pensó en todo lo que había perdido —a Kelly, a Nora, a Zack, el mundo— y golpeó con fuerza a la criatura maldita, lanzando un grito primigenio, rasgándole la tráquea y rompiendo en dos el cartílago tenso. La mandíbula se fracturó bajo su pulgar roñoso. Un chorro de sangre y gusanos brotó y Eph retrocedió de un salto, esquivándolo, zigzagueando como un boxeador fuera del alcance de su oponente.

El vampiro se puso en pie, deslizándose por la pared, aullando, con la carúncula y el cuello rotos, palpitando en un miasma lechoso. Eph fingió un ataque, y el vampiro retrocedió unos pocos pasos, resollando y lamentándose con un sonido gutural y húmedo semejante a la llamada de un pato. Simuló una finta de nuevo y el vampiro no se lo creyó esta vez. Eph volvió a insistir, pero el vampiro se puso rígido y luego echó a correr por el pasillo.

Si Eph pudiera hacer una lista de reglas a seguir, en la parte superior habría figurado «Nunca sigas a un vampiro cuando huye». Nada bueno resultaba de eso. No existía ninguna ventaja estratégica en perseguir a un
strigoi
, pues su nivel de alerta clarividente se hallaba activado. Los vampiros habían desarrollado estrategias coordinadas de ataque en los dos últimos años. Correr era una táctica dilatoria, o un ardid sin ambages.

Y sin embargo, en medio de su ira, Eph hizo aquello que sabía que no debía hacer. Recogió sus espadas y corrió hasta una puerta que decía: «Escaleras». La rabia y un extraño deseo de venganza le hicieron derribar la puerta y subir las escaleras. La hembra huyó, y Eph la siguió mientras esta daba grandes zancadas por el corredor del piso superior. Eph la persiguió con una espada en cada mano. El vampiro giró a la derecha y luego a la izquierda, y subió otra escalera.

El cansancio de Eph le devolvió al principio de realidad. Vio a la hembra al final del corredor; había aminorado la marcha y lo estaba esperando, asegurándose de que Eph pudiera verla doblar la esquina.

Se detuvo. No podía ser una trampa, pues acababa de entrar en el hospital. Así que la única razón para que el vampiro lo atrajera a una búsqueda inútil era…

Eph entró en la primera habitación que vio, y se acercó a las ventanas. El cristal estaba manchado con la lluvia negra y aceitosa, y la ciudad se veía oscurecida por las mismas ondas de agua sucia que se deslizaban por el cristal. Eph apoyó la frente contra el cristal, haciendo un esfuerzo para observar lo que había abajo.

Vio formas oscuras, cuerpos apresurándose por las aceras desde los edificios de enfrente, amontonándose en la calle. Cada vez eran más, como si fueran bomberos atendiendo la llamada de seis alarmas simultáneas. Se dirigían hacia la entrada del hospital.

Eph retrocedió. La llamada psíquica había sido realizada. El doctor Ephraim Goodweather, uno de los líderes y artífices de la resistencia, se encontraba atrapado en el interior del Hospital Bellevue.

Estación del metro, calle 28

NORA ESTABA EN LA ESQUINA DE PARK AVENUE Y LA CALLE 28, expuesta a la lluvia que golpeaba su impermeable. Sabía que necesitaba mantenerse en movimiento, pero nadie la seguía en ese momento. Y buscar refugio en el sistema subterráneo del metro equivalía a meterse en una trampa.

Los vampiros vigilaban toda la ciudad. Por eso debía esforzarse en aparentar que era otra humana de camino al trabajo o a su casa. Sin embargo, había un problema: su madre.

—¡Te dije que llamaras al casero! —exclamó Mariela, retirándose la capucha para sentir la lluvia en su cara.

—Mamá… —le reprochó Nora, tapándola de nuevo.

—¡Arregla esa ducha!

—¡Shhh! ¡Silencio!

Nora debía seguir avanzando. Aunque su madre tenía dificultades para caminar, se calmaba al hacerlo. Al llegar junto al bordillo, Nora le rodeó la cintura, apretándola contra su cuerpo justo cuando un camión del ejército cruzaba la intersección. Nora retrocedió con la cabeza gacha y observó de soslayo el paso del camión, conducido por un
strigoi
. Nora sostuvo con firmeza a su madre para evitar que cruzara la calle.

—Cuando pille a ese casero, lamentará habernos conocido.

La lluvia resultaba propicia: significaba impermeables, y los impermeables tenían capuchas. Los ancianos y los débiles eran perseguidos; no había sitio para los improductivos en la nueva sociedad. Nora jamás habría corrido un riesgo como este —aventurarse en las calles con su madre— si hubiera tenido otra opción.

—Mamá, ¿puedes guardar silencio? No podemos llamar la atención.

—Estoy cansada de todo esto. No soporto este maldito techo con goteras.

—¿Quién puede permanecer más tiempo callada, tú o yo? —la retó Nora.

Cruzaron la calzada. Enfrente, colgando del poste con el nombre de la calle y una señal de tráfico, un cadáver se mecía al viento. La exhibición de cadáveres era muy común, especialmente a lo largo de Park Avenue. Sobre el hombro de la víctima, una ardilla se disputaba las mejillas con un par de palomas.

Nora habría alejado a su madre de un espectáculo como ese, pero Mariela ni siquiera estaba mirando. Comenzaron a bajar las escaleras de la estación del metro, con los escalones resbaladizos a causa de la lluvia grasienta e inmunda. Cuando estuvieron abajo, Mariela intentó quitarse de nuevo la capucha, y Nora la reprendió y se la puso de nuevo.

Los torniquetes brillaban por su ausencia. Una máquina dispensadora de tiques continuaba allí sin función aparente, con los ominosos letreros «Si ves algo, di algo» a su alrededor. Nora tuvo un respiro: los dos únicos vampiros que vio estaban al otro extremo de la entrada y no miraban en su dirección. Bajaron al andén, esperando que el tren 4, 5 o 6 llegara pronto. Se esforzaba en mantener los brazos de su madre quietos, para que el abrazo no despertara sospechas.

Los viajeros se aglomeraban a su alrededor, tal como en los viejos tiempos. Algunos leían libros. Unos pocos escuchaban música en reproductores portátiles. Lo único que no había eran teléfonos móviles y periódicos.

De uno de los postes de la estación colgaba un viejo cartel de la policía con la imagen de Eph: una copia de la fotografía de su antiguo carné de trabajo. Nora cerró los ojos y lo maldijo en silencio. Era a él a quien habían estado esperando en la morgue. A Nora no le gustaba ese lugar, y no porque fuera delicada —pues no lo era en absoluto—, sino porque era un espacio demasiado abierto. Gus, el expandillero transformado tras su encuentro con Setrakian, se había sumado a la resistencia, convirtiéndose en un compañero de armas más que fiable. Fet había ocupado la isla Roosevelt, hacia donde ella se dirigía en este momento.

«Un rasgo característico de Eph», pensó Nora. Un genio y un buen hombre, pero siempre retrasado algunos minutos, siempre corriendo para ponerse al día a última hora.

Ella se había quedado allí un día más por él, por una lealtad que no tenía mucho sentido, y sí, tal vez por la culpa. Quería contactar con Eph, y asegurarse de que estaba bien. Los
strigoi
entraron por la puerta principal: Nora estaba escribiendo en uno de los ordenadores cuando escuchó el estrépito de los cristales rotos. Apenas tuvo el tiempo suficiente para ir a buscar a su madre, que dormitaba en la silla de ruedas. Podía haber matado a los vampiros, pero eso le habría revelado al Amo su paradero, así como el escondite de Eph. Y a diferencia de él, Nora era demasiado prudente como para arriesgar una traición a su alianza.

Es decir, traicionar a la alianza delatándose ante el Amo. Ya era suficiente con traicionar a Eph liándose con Fet. Y aunque se sentía particularmente culpable, de nuevo Eph aparecía con cinco minutos de retraso. Esa era otra prueba más que confirmaba la regla. Ella había sido muy paciente con él —demasiado— y ahora simplemente se ocupaba de sí misma.

Y de su madre… De pronto notó que la anciana se soltaba de sus manos y abría los ojos.

—Tengo un pelo en la cara —dijo Mariela, tratando de quitárselo.

Nora la examinó rápidamente. No tenía nada. Pero fingió ver un pelo y levantó el índice para retirárselo.

—Ya está —dijo—. Todo en orden.

Sin embargo, la inquietud de su madre le hizo concluir que su estratagema no había funcionado. Mariela intentó soplarse el pelo.

—Noto cosquillas. ¡Suéltame!

Nora sintió que la observaban. Soltó a su madre, que se frotó la cara e intentó quitarse la capucha.

Nora se la puso de nuevo, después de advertir que tenía un mechón despeinado.

Escuchó que alguien resoplaba muy cerca de ella. Nora luchó contra el impulso de mirar, tratando de ser lo más discreta posible. Le pareció oír un susurro, o al menos lo imaginó.

Se acercó a la línea amarilla, con la esperanza de ver aproximarse las luces del tren.

—¡Ahí está! —gritó su madre—. ¡Rodrigo, te estoy viendo! ¡No finjas!

Estaba increpando al casero de la época en que Nora todavía era una niña. Recordó la delgadez del hombre, su mata de pelo negro y aquellas caderas tan estrechas que la correa de herramientas parecía a punto de caérsele. El hombre al que su madre llamaba tenía el pelo oscuro —aunque no se parecía al casero de treinta años atrás— y ahora la miraba atónito.

Nora se alejó, para ver si su madre se callaba. Pero Mariela insistía en dar vueltas en su sitio con la capucha caída, mientras intentaba llamar al casero fantasma.

—Mamá —suplicó Nora—. Por favor. Mírame. Cállate.

—Siempre está coqueteando conmigo, pero cuando hay trabajo por hacer…

Nora sintió deseos de taparle la boca con la mano. Le puso de nuevo la capucha y caminó con ella por el andén, lo que solo contribuyó a llamar más la atención.

—Mamá, por favor. Nos van a descubrir.

—Un desgraciado perezoso. ¡Eso es lo que es!

Aunque atribuyeran a la embriaguez el extraño comportamiento de su madre, se verían igualmente en serios problemas. El alcohol estaba prohibido porque afectaba a la sangre y favorecía el comportamiento antisocial.

Nora se dio la vuelta, pensando en huir de la estación, y entonces vio las luces que iluminaban el túnel.

—Mamá, nuestro tren. Shhh… Vamos.

El tren se aproximó. Nora esperó el primer vagón. Unos cuantos pasajeros se bajaron antes de que Nora se apresurara con su madre y encontrara dos asientos libres. El tren 6 las llevaría a la calle 59 en cuestión de minutos. Le puso de nuevo la capucha a su madre y esperó a que las puertas se cerraran.

Nora se percató de que nadie se sentaba cerca de ellas. Le echó un vistazo al vagón y comprobó que los pasajeros desviaban rápidamente sus miradas. Entonces vio a una pareja de jóvenes al lado de dos policías de la Autoridad de Tránsito —humanos— señalando al primer vagón desde el andén: sus índices apuntaban directamente hacia ella.

«Que se cierren las puertas», suplicó en silencio.

Y así fue. Las puertas se cerraron con la característica eficiencia aleatoria del sistema de transporte de Nueva York. Nora esperó el bandazo habitual, ansiosa por regresar a la isla Roosevelt —un territorio libre de vampiros—, mientras Fet volvía de su viaje. Pero el tren no se movió. Nora esperó a que lo hiciera, mirando con un ojo a los pasajeros al otro extremo del vagón y con el otro a los dos policías de tránsito que se aproximaban hacia las puertas. Detrás de ellos venían dos vampiros, con sus ojos enrojecidos fijos en Nora. También estaba la pareja que había denunciado a Nora y a su madre.

La pareja pensó que hacía lo correcto al acatar las nuevas leyes. O tal vez eran rencorosos: todos se habían visto obligados a entregar a los ancianos a la raza dominante.

Las puertas se abrieron y los policías fueron los primeros en entrar. Aunque ella lograse asesinar a sus dos congéneres, zafarse de los dos
strigoi
y escapar de la estación subterránea, tendría que hacerlo sola. Pero eso supondría sacrificar a su madre, tanto si la arrestaban como si la ejecutaban allí mismo.

Uno de los policías se acercó y le retiró la capucha a Mariela, dejando su cabeza al descubierto.

—Señoras —dijo—, tendrán que acompañarnos. —Nora no se levantó de inmediato, y el agente le apretó el hombro con fuerza—. ¡Ahora!

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