Eterna (5 page)

Read Eterna Online

Authors: Guillermo del Toro & Chuck Hogan

Tags: #Terror

BOOK: Eterna
10.45Mb size Format: txt, pdf, ePub

Subir en los trenes exigía habilidades que Eph había desarrollado con el tiempo y la necesidad. Los túneles siempre estaban húmedos —con olor a ozono quemado y a grasa rancia— y las ropas manchadas y harapientas de Eph servían como camuflaje perfecto, tanto a nivel visual como olfativo. Permanecer colgado de la parte trasera del tren era algo que requería precisión y sincronización. Pero Eph lo había logrado. Cuando pasó su infancia en San Francisco, viajaba en la parte posterior de los tranvías para hacer el trayecto hasta la escuela. Y había que abordarlos a tiempo: si lo hacía demasiado pronto, corría el riesgo de ser descubierto. Y si lo hacía demasiado tarde, sería arrastrado y sufriría un fuerte golpe.

Eph había recibido varios golpes en el metro. En una ocasión, cuando el tren daba una curva debajo de la avenida Tremont, había perdido el equilibrio al calcular mal su salto de aterrizaje y no logró llegar al tren. Movió frenéticamente las piernas y rebotó contra las vías hasta rodar de costado, rompiéndose dos costillas y dislocándose el hombro derecho; el hueso asomó suavemente mientras él daba tumbos por los raíles de acero al otro lado de la vía. Estuvo a punto de ser embestido por el tren que venía en sentido contrario. Buscó refugio en una sala de mantenimiento saturada de orina humana y periódicos viejos; se colocó de nuevo el hueso del hombro, pero el dolor le resultó insoportable durante algunas noches. Si se movía, el intenso dolor bastaba para despertarlo.

Pero ahora, gracias a la práctica, había aprendido a buscar los puntos de apoyo y los resquicios en la estructura posterior de los vagones. Conocía todos los trenes y vagones, y había diseñado incluso dos ganchos cortos para agarrarse de los paneles de acero en cuestión de segundos. Los había fabricado con la cubertería de plata de su casa, y de vez en cuando le servían como arma de corto alcance contra los
strigoi
.

Los ganchos estaban incrustados en dos soportes de madera construidos con las patas de una mesa de caoba que la madre de Kelly les había regalado por su boda. Si ella supiera… Eph nunca le había gustado —no era lo suficientemente bueno para su Kelly—, y ahora aún le gustaría menos.

Eph giró la cabeza, sacudiéndose la humedad de su rostro para mirar las calles a ambos lados del viaducto de Queens Boulevard a través de la lluvia negra. Algunas calles seguían devastadas, destruidas en los incendios durante la toma, deshabitadas y saqueadas desde entonces. Varios sectores de la ciudad parecían haber sido destruidos en una guerra, y de hecho, eso era lo que había ocurrido.

Otros estaban iluminados con luz artificial, zonas de la ciudad reconstruidas por los seres humanos supervisados por la Fundación Stoneheart, bajo la dirección del Amo. La luz era crítica para poder trabajar en un mundo que permanecía en la oscuridad hasta veintidós horas al día. Las redes de energía eléctrica se habían venido abajo en todo el mundo tras las oscilaciones electromagnéticas que siguieron a las detonaciones nucleares. Los excesos de voltaje habían quemado los conductos eléctricos, sumiendo a gran parte del mundo en una oscuridad favorable para los vampiros. Las personas no tardaron en comprender —aterradora y brutalmente— que una raza de criaturas con una fuerza superior había tomado el control del planeta, y que el hombre había sido suplantado en la cúspide de la cadena alimenticia por seres cuyas necesidades biológicas les exigían una dieta de sangre humana. El pánico y la desesperación arrasaron los continentes. Los ejércitos infectados se silenciaron. En la época de la consolidación que siguió a la Noche Cero, mientras la nueva atmósfera venenosa continuaba enturbiándose y asentándose en el aire, los vampiros establecieron un nuevo orden.

El tren subterráneo redujo la velocidad mientras se aproximaba a la estación Queensboro Plaza. Eph levantó el pie del escalón trasero, y se quedó colgando del lado oculto del vagón para no ser visto desde el andén. La lluvia persistente tenía un solo beneficio: resguardarlo de los ojos sangrientos y vigilantes de los vampiros.

Escuchó que se abrían las puertas, y que los pasajeros entraban y salían. Los anuncios zumbaban en los altavoces. Las puertas se cerraron y el tren continuó su marcha. Eph se agarró una vez más del marco de la ventana con sus dedos doloridos y vio el tenue andén deslizándose a lo lejos como el mundo antes de la hecatombe, devorado por la noche y la lluvia contaminada.

E
l tren subterráneo se sumergió bajo tierra, a salvo de la lluvia. Después de dos paradas, entró en el túnel Steinway, debajo del East River. Comodidades modernas como esta, la asombrosa capacidad de viajar por debajo de un río a gran velocidad, eran las que habían contribuido a la desgracia de la raza humana. Los vampiros, impedidos por su naturaleza para cruzar el agua en movimiento por sus propios medios, pudieron sortear estos obstáculos mediante el uso de túneles, aviones transcontinentales y otras alternativas de transporte rápido.

El tren aminoró la marcha al acercarse a la estación Grand Central justo a tiempo. Eph ajustó sus manos en la ventana, luchando contra la fatiga y aferrándose con tenacidad a sus ganchos de fabricación casera. Estaba desnutrido y tan delgado como en su primer año de instituto. Se había acostumbrado al vacío persistente y corrosivo en el fondo de su estómago; no ignoraba que la carencia de proteínas y vitaminas afectaba no solo a sus huesos y músculos, sino también a su mente.

Giró el hombro izquierdo y saltó antes de que el tren se detuviera, cayendo al lecho de grava entre los raíles como todo un experto. Flexionó los dedos, desbloqueando la parálisis de sus nudillos similar a la artritis, y retiró los ganchos. La luz trasera del tren se desvaneció, y oyó el chirriar de las ruedas de acero al frenar sobre los raíles, un chillido metálico al que sus oídos no se habían acostumbrado nunca.

Dobló y salió cojeando al otro lado de los raíles, internándose en el túnel. Había recorrido tantas veces esta ruta que ya no necesitaba su binocular de visión nocturna para llegar al siguiente andén. El tercer rail no era una preocupación, pues estaba cubierto con una carcasa de madera, convirtiéndolo en un paso adecuado hacia el andén abandonado.

Los materiales de construcción permanecían amontonados sobre el suelo de baldosas; una remodelación interrumpida en su fase más temprana: un andamio, varias secciones de tubería, fardos de tubos cubiertos de plástico. Eph se echó hacia atrás la capucha mojada y sacó su monocular de visión nocturna de la bolsa, sujetándolo sobre su cabeza, con la lente delante de su ojo derecho. Se dirigió a la puerta sin marcar, satisfecho de que nada hubiera sido alterado desde la última vez que estuvo allí.

Antes de la llegada de los vampiros, en la hora punta, medio millón de personas cruzaba diariamente el pulido mármol Tennessee del Grand Concourse que estaba encima de él. Eph no podía arriesgarse a entrar en la estación principal —la explanada de media hectárea ofrecía pocos lugares para esconderse—, aunque sí se había aventurado a las pasarelas del techo. Desde allí había observado los monumentos de una época extinta: rascacielos emblemáticos como el edificio de MetLife y de la Chrysler, oscuros y silenciosos en medio de la noche. Escalaba las unidades de aire acondicionado de dos pisos de altura que coronaban el techo de la terminal, y se detenía en el frontón que daba a la calle 42 y a Park Avenue, entre las colosales estatuas de Minerva, Hércules y Mercurio —los dioses romanos—, por encima del gran reloj de cristal de Tiffany. En la sección central del techo, miraba hacia el Grand Concourse, semejante a una catedral, situado unos treinta metros más abajo. Era lo más lejos que había llegado.

Eph abrió la puerta y observó con su binocular la oscuridad total que se extendía en la distancia. Subió dos largos tramos de escaleras, y pasó por otra puerta que conducía a un largo pasillo rodeado de tuberías de vapor que gemían por el calor. Cuando llegó a la puerta lateral, estaba bañado en sudor.

Sacó un cuchillo de plata de su mochila; debía andar con cuidado. Las paredes de cemento de la salida de emergencia no eran el lugar más adecuado para ser acorralado. El agua subterránea y negra se filtraba hasta el suelo, mientras que la contaminación del cielo ya formaba parte del ecosistema. Este tramo del metro era patrullado regularmente por los empleados de mantenimiento, que expulsaban a los desahuciados, a los curiosos y a los vándalos. Pero luego los
strigoi
asumieron temporalmente el control del inframundo urbano, escondiéndose, alimentándose y propagándose. Ahora que el Amo había reconfigurado la atmósfera del planeta para liberar a los vampiros de la amenaza de los rayos ultravioletas que mataban los virus, se habían levantado de este inframundo reclamando para sí la superficie de la Tierra.

En la última puerta sobresalía un letrero blanco y rojo: «Salida de emergencia únicamente: si cruza, activará la alarma». Eph guardó su cuchillo y sus lentes de visión nocturna en la mochila, y empujó la barra de presión, pues los cables de la alarma habían sido cortados mucho tiempo atrás.

La brisa fétida de la lluvia negra y grasienta sopló en su cara. Se subió la capucha húmeda y empezó a caminar hacia el este, en dirección a la calle 45. Vio sus pies chapoteando sobre la acera, pues caminaba con la cabeza gacha. Muchos de los coches destrozados o abandonados en los primeros días de la debacle permanecían junto a los bordillos, por lo que la mayoría de las calles eran vías de una sola dirección para furgonetas o camiones de suministro conducidos por los vampiros y los humanos de Stoneheart. Eph seguía mirando hacia abajo, pero observaba atentamente a ambos lados de la calle. Había aprendido a no mirar de una manera muy evidente; la ciudad tenía demasiadas ventanas y ojos de vampiros. Si parecías sospechoso, eras sospechoso.

Eph dio un rodeo para evitar toparse con los
strigoi
. En las calles, al igual que en cualquier otro lugar, los humanos eran ciudadanos de segunda categoría, y estaban sujetos a registros y a todo tipo de abusos. Existía una especie de apartheid de criaturas y podía correr el riesgo de exponerse.

Se apresuró a la Primera Avenida, a la Oficina del Forense, agachándose rápidamente por la rampa reservada para ambulancias y coches fúnebres. Se parapetó detrás de unas camillas y un armario móvil, puestos allí para ocultar la entrada del sótano, y entró por la puerta abierta a la morgue de la ciudad.

Una vez dentro, permaneció inmóvil en medio de la oscuridad. La sala de autopsias, con sus mesas y fregaderos de acero inoxidable, era el lugar donde, dos años atrás, fue conducido el primer grupo de pasajeros del funesto vuelo 753 de Regis Air. Fue allí donde Eph examinó por primera vez aquella incisión del grosor de una aguja en el cuello de los pasajeros —al parecer muertos—, una herida punzante que se extendía hasta la arteria carótida y que no tardarían en asociar con los aguijones de los vampiros. Era allí también donde había detectado el extraño aumento de los pliegues vestibulares alrededor de las cuerdas vocales, la primera etapa del desarrollo de los aguijones cavernosos de las criaturas. Y allí mismo había sido testigo de la primera transformación de la sangre de las víctimas, que pasó de un rojo saludable a un aspecto lechoso.

Además, fue en la acera de enfrente donde Eph y Nora conocieron a Abraham Setrakian, el anciano prestamista. Todo lo que Eph sabía sobre la cepa vampírica —desde los efectos letales de la plata y de la luz ultravioleta hasta la existencia de los Ancianos y su papel en el origen y formación de la civilización humana, y la historia del Anciano descarriado (el Amo), cuya llegada al Nuevo Mundo a bordo del vuelo 753 marcó el comienzo del fin— lo había aprendido de aquel anciano inquebrantable.

Desde la toma del poder, el edificio permanecía desierto. La morgue no formaba parte de la infraestructura de una ciudad administrada por vampiros…, la muerte ya no era el término de la existencia humana. Por tal motivo, las ceremonias fúnebres, así como la preparación y la sepultura del cadáver, rara vez se realizaban.

Para Eph, aquel edificio llegó a convertirse en la sede de sus operaciones extraoficiales. Comenzó a subir por las escaleras y le pareció estar a punto de oírlo en boca de Nora: que la ausencia de Zack estaba interfiriendo en su labor como miembro de la resistencia. La doctora Nora Martínez había sido la número dos de Eph en el proyecto Canary del CDC: en medio de todo el estrés y el caos desatado por la aparición de los vampiros, su antigua relación pasó del campo profesional al personal. Eph había intentado poner a salvo a Nora y a Zack llevándolos fuera de la ciudad, en la época en que los trenes todavía circulaban en la estación Penn. Pero los peores temores de Eph se vieron confirmados cuando Kelly, atraída hacia su Ser Querido, llegó con un enjambre de
strigoi
a los túneles bajo el río Hudson, donde descarrilló el tren y acabó con los pasajeros. Y como si aquello fuera poco, Kelly atacó a Nora y se llevó a Zack.

El secuestro de Zack —y Eph no responsabilizaba a Nora por eso— había creado una fisura entre ellos, abriendo también una brecha entre Eph y todo lo demás. Eph se sentía desconectado de sí mismo, fragmentado y dividido, y sabía que no tenía nada más que ofrecerle a Nora en ese momento.

Por su parte, Nora tenía sus propias preocupaciones, especialmente su madre; la señora Mariela Martínez tenía la mente paralizada por el Alzheimer. El edificio de la OCME era lo suficientemente grande para que ella pudiera vagar por las plantas superiores en su silla de ruedas, desplazarse por el pasillo con sus calcetines antideslizantes y conversar con muertos o ausentes. Era una vida miserable. Aunque, en realidad, no tan alejada de la del resto de la raza humana superviviente. O tal vez mejor: la mente de la señora Martínez se había refugiado en el pasado, y por lo tanto podía evitar el horror del presente.

La primera señal de que algo iba mal fue la silla de ruedas volcada al lado de la puerta de la escalera del cuarto piso. Y el inconfundible olor a amoniaco de los vampiros. Eph desenfundó su espada, y aceleró el paso con una sensación de malestar creciendo en sus entrañas. El suministro eléctrico era poco menos que exiguo, pero Eph no podía utilizar su linterna para evitar ser visto desde la calle; así que atravesó el oscuro pasillo en cuclillas, deteniéndose en las puertas y las esquinas, alerta ante cualquier posible escondite.

Sobrepasó un panel divisorio caído, un cubículo saqueado y una silla volcada. «¡Nora!», exclamó. Fue un acto imprudente, pero él solo pretendía hacer salir a los vampiros que estuvieran allí.

Other books

The Dolphin Rider by Bernard Evslin
The Reckless One by Connie Brockway
Friendly Fire by Lorhainne Eckhart
The Relic Keeper by Anderson, N David
Vi Agra Falls by Mary Daheim
Perfect Partners by Jayne Ann Krentz
Legacy by Tom Sniegoski