Eterna (50 page)

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Authors: Guillermo del Toro & Chuck Hogan

Tags: #Terror

BOOK: Eterna
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Fet sintió otro calambre en su brazo. Apretó el puño y ocultó el dolor lo mejor que pudo.

—No me gusta la idea de dejarlo allí. Muchas cosas pueden salir mal en cuestión de minutos.

—No tenemos otra alternativa si queremos sobrevivir.

Vieron las luces de los faros aproximándose. Fet corrió al encuentro de Nora, y Eph volvió a inspeccionar los avances de William. Ann le hacía sugerencias y William parecía molesto.

—Está a cuatro islas de aquí y a una del otro lado.

—¿Qué pasa con Pulgarcito? —señaló Ann.

—No puedes darles apodos a estas islas y pretender que todos los memoricen.

—La tercera isla parece que tiene un dedo pequeño —explicó Ann, volviéndose hacia Eph.

Eph miró el dibujo. La ruta parecía bastante clara, y eso era lo único que importaba.

—¿Podéis adelantaros y llevar a los demás a la isla por el río? —preguntó Eph—. No pensamos quedarnos allí ni mermar vuestros recursos. Solo necesitamos un lugar para escondernos y esperar a que todo esto haya terminado.

—Claro —concedió Ann—. Sobre todo si piensas que puedes lograr lo que tienes en mente.

Eph asintió.

—La vida en la Tierra experimentará un nuevo cambio.

—Volverá a la normalidad.

—Yo no diría eso —dijo Eph—. Habremos de recorrer un largo camino antes de regresar a algo parecido a lo que llamas normal. Pero ya no tendremos a esos chupasangres acabando con nosotros.

Ann parecía una mujer que había aprendido a no fijarse metas demasiado altas.

—Siento haberte llamado cabrón, amigo —dijo—. Realmente eres un hijo de puta duro.

Eph no pudo evitar sonreír. En aquellos días estaba dispuesto a aceptar cualquier elogio, aunque fuese ambiguo.

—¿Podrías hablarnos de la ciudad? —dijo Ann—. Hemos oído que todo el centro ha sido quemado.

—No, está…

Las puertas de la heladería se abrieron de par en par y Eph se dio la vuelta. Gus entró con una metralleta en la mano. Entonces vio, a través del cristal, a Nora acercándose en la distancia. No venía acompañada de Fet, sino de un chico alto que bordeaba los trece años. Eph se quedó de una pieza, pero en sus ojos fatigados afloraron las lágrimas y la emoción le hizo un nudo en la garganta.

Zack miró con aprensión a su alrededor; sus ojos oscilaron entre la imagen que tenía al frente y los carteles desvaídos en la pared…, y luego se posaron lentamente en el rostro de su padre.

Eph se acercó a él. El muchacho abrió la boca, pero no habló. Eph se agachó delante de él, ante aquel muchacho que en otro tiempo le llegaba a la altura de los ojos cuando Eph se arrodillaba. Se dio cuenta de que ahora lo superaba por unos cuantos centímetros. El pelo enmarañado sobre el rostro le ocultaba parcialmente los ojos.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó Zack, casi en un susurro.

Estaba mucho más alto ahora. Su cabello era irregular, y le ocultaba las orejas; exactamente como un niño de esa edad que afirma su autonomía dejándose crecer el pelo sin la intervención de sus padres. Parecía razonablemente limpio. Y bien alimentado.

Eph lo estrechó entre sus brazos. Al hacerlo, hacía que el niño fuera real. Zack se sintió extraño en sus brazos: olía diferente, era diferente, más viejo. Débil. A Eph se le ocurrió pensar en lo demacrado que debía de parecer ante los ojos de Zack.

El muchacho no le devolvió el abrazo, y se mantuvo rígido, soportando el apretón. Eph lo apartó para mirarlo de nuevo. Quería saberlo todo, cómo había llegado hasta allí, pero comprendió que la simple presencia de Zack bastaba para llenar ese momento.

Él estaba allí. Todavía era humano. Libre.

—¡Oh, Zack…! —exclamó Eph, recordando el día en que lo había perdido, dos años antes. Las lágrimas asomaban en sus ojos—. No sabes cuánto lo siento.

Pero Zack lo miró con extrañeza.

—¿Por qué?

—Por permitir que tu madre te llevara lejos… —comenzó a decir, pero se detuvo—. ¡Zachary! —exclamó, abrumado por la alegría—. Mírate. ¡Cuánto has crecido! Ya eres un hombre…

La boca del muchacho permaneció abierta, pero se sentía demasiado aturdido para hablar. Miró a su padre; al hombre que había rondado sus sueños como un fantasma todopoderoso. El padre que lo abandonó, a quien él recordaba como un hombre alto y muy sensato, era un espectro enclenque, escuálido e insignificante. Descuidado, tembloroso… y débil.

Zack sintió una oleada de indignación.

¿Eres leal?

—Nunca he dejado de buscarte —dijo Eph—. Nunca me di por vencido. Sé que te dijeron que había muerto, pero he estado luchando todo este tiempo. Llevo dos años tratando de recuperarte…

Zack miró a su alrededor. El señor Quinlan acababa de entrar en la tienda. Zack observó detenidamente al Nacido.

—Mi madre vendrá a buscarme —dijo Zack—. Estará enfadada.

Eph asintió con firmeza.

—Sé que lo estará. Pero… está a punto de terminar todo.

—Ya lo sé —confirmó Zack.

¿Estás agradecido por todo lo que te he dado, por todo lo que te he enseñado?

—Ven aquí… —Eph rodeó los hombros de Zack, para enseñarle la bomba. Fet se adelantó para impedirlo, pero Eph apenas lo notó—. Esto es un dispositivo nuclear. Lo utilizaremos para volar una isla. Para acabar con el Amo y con todos los de su estirpe.

Zack miró el dispositivo.

—¿Por qué? —preguntó, a pesar de sí mismo.

El fin de los tiempos se acerca.

Fet miró a Nora. Un escalofrío recorrió su columna vertebral. Sin embargo, Eph no pareció darse cuenta, absorto en su papel de padre pródigo.

—Para hacer que las cosas sean como solían ser anteriormente —señaló Eph—. Antes de los
strigoi
. Antes de la oscuridad.

Zack miraba a Eph de una manera rara. El niño parpadeaba de una forma notoria, a propósito, como si necesitara de un mecanismo de defensa.

—Quiero ir a casa.

Eph asintió de inmediato.

—Y yo quiero llevarte allí. Todas tus cosas están en tu habitación, tal como las dejaste. Iremos cuando todo esto termine.

Zack negó con la cabeza, desentendiéndose de Eph. Buscaba al señor Quinlan.

—Mi casa es el castillo. En Central Park —afirmó.

La expresión esperanzada de Eph pareció flaquear.

—No, nunca regresarás a ese lugar. Tardaremos algo de tiempo, pero vas a estar bien.

El muchacho ha sido convertido.

Eph giró la cabeza hacia el señor Quinlan, que miraba fijamente a Zack.

Eph examinó a su hijo. Tenía su mismo pelo, y su tez estaba sana. Sus ojos no parecían lunas negras sobre un mar escarlata. Su garganta no estaba hinchada.

—No. Te equivocas. Es humano.

Físicamente, sí. Pero mira sus ojos. Ha traído a alguien con él.

Eph agarró al muchacho por la barbilla y le apartó el pelo de los ojos. Tal vez eran ligeramente opacos. Un poco retraídos. Zack pareció desafiante al principio, y luego intentó rehuirle, como haría cualquier adolescente.

—No —dijo Eph—. Él está bien. Él va a estar bien. Está enfadado conmigo…, es normal. Y… solo tenemos que subirlo en un barco. Hacerlo cruzar el río.

Eph miró a Nora y Fet.

—Cuanto antes mejor.

Ellos están aquí.

—¿Qué? —dijo Nora.

El señor Quinlan aseguró la capucha en su cuello.

Id al río. Neutralizaré a tantos como pueda.

El Nacido salió. Eph agarró a Zack, se dirigió a la puerta y luego se detuvo.

—Los llevaremos a él y a la bomba —le anunció a Fet.

A Fet no le gustó aquello, pero guardó silencio.

—Es mi hijo, Vasiliy —balbuceó Eph, casi suplicando—. Mi hijo…, todo lo que tengo. Pero cumpliré con mi misión. No os fallaré.

Por primera vez en mucho tiempo, Fet notó la antigua resolución de Eph, el liderazgo que solía admirar a regañadientes. Ese era el hombre al que Nora había amado, y al que Fet había seguido sin vacilación.

—Tú te quedas aquí, entonces —dijo Fet, agarrando su mochila y saliendo detrás de Gus y Nora.

Ann y William corrieron hacia él con el mapa.

—Id a los barcos —les dijo Eph—. Esperadnos allí.

—No habrá suficiente espacio para todos si vas a la isla.

—Lo solucionaremos —dijo Eph—. Ahora marchaos, antes de que ellos intenten hundir la embarcación.

Eph cerró la puerta cuando salieron, y luego se volvió hacia Zack.

Miró la cara de su hijo en busca de tranquilidad.

—Está bien, Z. Estaremos bien. Esto terminará pronto.

Zack parpadeó una vez más al ver a su padre doblar el mapa y metérselo en el bolsillo.

L
os
strigoi
salieron de la oscuridad. El señor Quinlan vio sus improntas de calor corriendo entre los árboles y esperó para interceptarlos. Decenas de vampiros seguidos por otros, quizá cientos de ellos. Gus disparó hacia el camino, a un vehículo sin luz. Las chispas saltaron del capó y el parabrisas crujió, pero entonces se dio cuenta de que una caravana de automóviles se aproximaba hacia ellos. Gus permaneció frente al vehículo hasta asegurarse de haber liquidado al conductor, y luego saltó a un lado, cuando ya casi no le quedaba tiempo.

El coche giró en su dirección mientras él se escabullía en el bosque. Un tronco grueso detuvo al vehículo con un golpe fuerte y sonoro, aunque no antes de que la defensa delantera alcanzara a golpearlo en las piernas y lo enviara volando contra los troncos de los árboles. Su brazo izquierdo se partió como la rama de un árbol, y cuando cayó al suelo, vio su brazo colgando, roto a la altura del codo, al igual que el hombro.

Gus maldijo con los dientes apretados al sentir aquel dolor desgarrador. Sin embargo, sus instintos de combate se activaron, y se echó a correr hacia el coche, esperando que los vampiros acudieran como payasos de circo.

Subió al vehículo apoyándose en su mano ilesa, con la que sostenía su Steyr, y retiró la cabeza del conductor del volante. Era Creem, con la cabeza recostada en el asiento como si durmiera, salvo por los dos orificios en la frente, y otro en el pecho.

—Tres tiros estilo Mozambique, hijo de la chingada —dijo Gus, y le soltó la cabeza. Su nariz crujió al golpear la cruceta del volante.

Gus no vio otros ocupantes, aunque la puerta trasera estaba extrañamente abierta. El Amo…

El señor Quinlan había llegado en un abrir y cerrar de ojos para cazar a su presa. Gus se apoyó un momento en el vehículo, y había comenzado a evaluar la gravedad de la lesión en su brazo. Fue entonces cuando vio que un arroyo de sangre salía del cuello de Creem…

No era una herida de bala.

Los ojos de Creem se abrieron de golpe. Salió del coche y se abalanzó sobre Gus. El impacto del voluminoso cuerpo de Creem dejó sin aire a Gus, como un toro que golpea a un torero, lanzándolo por el aire con fuerza, casi tanta como la del coche. Gus se aferró a su arma, pero la mano de Creem se cerró alrededor de su antebrazo con una fuerza increíble, aplastándole los tendones y haciéndole abrir los dedos. Creem tenía su rodilla apretada contra el brazo fracturado de Gus, y le trituró el hueso partido como con un mortero.

Gus aulló, tanto de rabia como de dolor.

Creem tenía los ojos muy abiertos, enloquecidos y ligeramente estrábicos.

Su sonrisa de plata comenzó a expeler una mezcla de humo y vapor, sus encías de vampiro ardían por el contacto con los implantes de plata. La carne de sus nudillos se quemó por la misma razón. Pero Creem resistió, manejado por la voluntad del Amo. Cuando aquel gigante abrió la mandíbula y se le desencajó con un fuerte crujido, Gus comprendió que el Amo tenía la intención de convertirlo, y a través de él, desbaratar su plan. El dolor de su brazo izquierdo hizo que gritara, pero Gus pudo ver el aguijón de Creem asomando en la boca, extrañamente lento y fascinante, con la carne enrojecida separándose, desplegándose, revelando nuevas capas, a medida que despertaba para cumplir con su cometido.

Creem estaba siendo sometido a una transformación vertiginosa por la voluntad del Amo. El aguijón rebosó de sangre entre las nubes del vapor de plata, preparándose para atacar. La baba y la sangre residual se derramaron sobre el pecho de Gus, mientras la naturaleza demencial de Creem levantaba su nueva cabeza vampírica.

En un esfuerzo final, Gus logró girar la mano con la que sostenía el arma hasta apuntar a Creem. Disparó una vez, dos, tres veces y, como estaba tan cerca, cada salva de proyectiles le arrancó casi toda la carne y parte de los huesos de la cara y las vértebras del cuello.

El aguijón de Creem se lanzó violentamente en el aire, buscando el contacto con Gus. El mexicano siguió disparando, y una ráfaga acertó en el aguijón. La sangre y los gusanos del
strigoi
volaron en todas las direcciones, mientras Gus lograba finalmente romper las vértebras cervicales de Creem, destrozándole la médula espinal.

Creem se derrumbó, cayendo estrepitosamente al suelo, en medio de terribles espasmos y arrojando humo.

Gus se apartó de la sangre magnética de los gusanos. Sintió una picadura instantánea en la pierna, y rápidamente se levantó la pernera izquierda. Vio un gusano hundiéndose en su carne. Instintivamente cogió una pieza afilada de la parrilla del automóvil y metió la mano en la pierna. Se cortó lo suficiente para ver el gusano que se retorcía, cavando cada vez más profundo. Agarró aquella cosa y la sacó de su herida. El gusano se aferró con las barbas; fue casi insoportable, pero Gus logró extirpar al fino gusano, lo arrojó al suelo, y luego lo destripó con la punta de su bota tejana.

Gus se puso de pie, con el pecho jadeante, la pierna rezumando sangre. No le importaba contemplar el espectáculo de su propia sangre, siempre y cuando siguiera siendo roja. El señor Quinlan regresó y vio lo que acababa de suceder, especialmente con el cadáver vaporoso de Creem.

—¿Ves,
compa
? —dijo Gus con una sonrisa—. No me puedes dejar solo un puto minuto.

E
l Nacido sintió avanzar a otros intrusos por la ribera azotada por el viento y le señaló a Fet en esa dirección. El primero de los asaltantes se acercó al Nacido. Llegaron a por todas —era la oleada inicial de sacrificio—, y el señor Quinlan igualó su maldad. Mientras luchaba, rastreó a tres exploradores a su derecha, agrupados en torno a una mujer vampiro. Uno de ellos se separó, saltando a cuatro patas sobre el Nacido. El señor Quinlan apartó de un golpe a un vampiro bípedo para enfrentarse a la versatilidad del ciego. Le dio un manotazo al explorador, el cual cayó hacia atrás antes de saltar de nuevo como un animal apartado de su posible comida. Dos vampiros se abalanzaron sobre él, y el señor Quinlan se movió rápidamente para esquivarlos, sin perder de vista al explorador.

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