Read Eve Online

Authors: Anna Carey

Tags: #CF, Juvenil

Eve (18 page)

BOOK: Eve
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Por fin, desde el interior del vehículo, alguien desconectó el motor, aunque en mis oídos continuó resonando un incómodo zumbido.

—¡Bajad las armas! —ordenó Leif, y los chicos le obedecieron.

La puerta lateral del camión se abrió y una gigantesca bota de puntera metálica pisó el suelo de gravilla. Retrocedí al ver al hombre: medía más de un metro ochenta, y los cabellos engominados le caían sobre los hombros; llevaba una vieja cazadora de cuero negro, y el sudor descendía desde su frente hasta el pañuelo que le ceñía el cuello. Me miró a los ojos y sonrió con un gesto que me sumió en el pánico: sus dientes eran raíces partidas y amarillentas.

Abrazándose a mis piernas, Silas preguntó:

—¿Quién es?

Pero el hombre ya se dirigía hacia mí, frunciendo los mugrientos labios. Los mayores permanecieron al borde del claro, observándolo, sin saber qué hacer. No se detuvo hasta que llegó a mi altura, tapándome con su enorme sombra.

—Hola, preciosidad —me susurró al oído.

Retrocedí, pero me sujetó por el brazo y me atrajo hacia él. Tenía la ropa empapada de fango y sudor rancio. Su olor me revolvió el estómago.

Michael y Kevin se acercaron, y este último, apuntando la lanza contra la garganta del hombre, le gritó:

—¡Apártate de ella!

Pero el individuo le arrebató el palo de madera, apretó el puño y, dirigiéndose a Leif, preguntó:

—¿Es ella?

El rostro de Leif no se alteró.

—El rey la busca —anunció mirando a los chicos. Me quedé de piedra al oírlo. La verdad se volvía contra mí: la humillación que Leif había sufrido la noche anterior se había transformado en algo siniestro—. Es una fugitiva y nos ha puesto en peligro a todos. Fletcher la entregará a los soldados.

—¡De eso nada! —chilló Arden, aplastando las manos contra el pétreo costado del hombre. Intenté soltarme, pero la presión del gigante me retorcía la muñeca. Al mismo tiempo aquel tipo agarró el delgado brazo de mi amiga, mientras ambas tratábamos de liberarnos de él.

—Dos por el precio de una —se burló el hombretón, escupiendo y arrastrándonos hacia el vehículo.

—¡No! ¡No dejes que se vaya! —suplicó Benny—. ¡Por favor, Leif!

—No puedes permitir algo así —le espetó Michael, enarbolando la lanza.

—¡Basta! —gritaron los nuevos cazadores, mientras Silas corría detrás de mí, con las manitas aferradas a mi desgastado jersey gris. Dominada por el pánico, solo vi retazos: el rostro acongojado de Benny, Kevin que avanzaba, Aaron que caía al suelo, sangrando por un costado. Arden le mordió la mano a Fletcher, y de pronto vi lo que había en la parte trasera del camión: una jaula en la que una pobre chica gritaba entre los barrotes.

Leif también la vio, y su expresión cambió: sujetando la mano de Fletcher con la que tenía cogida a Arden, murmuró:

—Un momento. —Se acercó al camión y golpeó el vehículo con frustración—. ¿Quién es esa? ¿Qué ocurre?

Fletcher no se inmutó. Nos empujó, arrastrando nuestros pies por las piedras, y le espetó:

—Querías que se marchase y se marcha. ¿Qué más te da adónde?

Sentí náuseas y a punto estuve de vomitar el desayuno de huevos de codorniz. Conseguí evitarlo, pataleé y forcé el brazo, tratando de soltarme. Sin duda Leif había llegado a un acuerdo perverso, pero el asunto se le estaba escapando de las manos.

—¿Dónde están los medicamentos? ¿Y el pago? —exigió Leif con el rostro congestionado. Michael y Aaron lo siguieron, enarbolando las lanzas. Cerré los ojos, esperando que los chicos luchasen, pero el gigantesco bruto sacó una pistola del cinturón y disparó al aire. Los chicos retrocedieron, sorprendidos por el sonoro ¡pam! del disparo.

—Y ahora prestad atención —gruñó Fletcher, que carraspeó y lanzó un horrible escupitajo verdoso al suelo—. Este es mi botín y me lo llevo, y si tengo que matar a alguien, lo haré sin pestañear. ¿Entendido?

Silas se cubrió la boca con la mano y gimió sin apartar los ojos de mí, mientras el gigante me arrastraba hacia el camión, insensible a mis pies ensangrentados.

Arden chilló y aplastó los puños contra el grueso brazo del cazador de recompensas.

—¡Animal! —gritó—. ¡Suéltame, bestia asquerosa!

Continuó debatiéndose y gritando, sin dar crédito a lo que estaba ocurriendo, pero yo sabía que todo había acabado. Nuestros puños no conseguirían nada contra una pistola. Los cazadores contemplaron sus armas, sintiéndose traicionados; las lanzas parecían ridículas en aquel momento.

No podía apartar los ojos de Silas y Benny, de sus cuerpecitos estremecidos por el llanto. Benny tiró tan fuerte como pudo de la mano de Leif, pero este siguió mirando al frente, escudriñando el paisaje con atribulada mirada.

—¡No pasa nada! —les grité a Benny y Silas, tratando de sonreír a pesar del pánico—. Estaré perfectamente. No os preocupéis por mí. —Confiaba en que me creyesen.

Fletcher abrió el candado del camión y, encañonándonos con la pistola, nos indicó que entrásemos. Al subir, sentí el áspero roce de su mano en mi piel. La parte de atrás del camión estaba recalentada por el sol de mediodía. La chica, arrinconada en el suelo, tenía los delgadísimos brazos cruzados sobre el pecho. Aterrada, saltó como un resorte cuando la jaula se abrió.

—¡Socorro! ¡Socorro! —gritó extendiendo las manos entre los barrotes hacia Michael y Aaron.

Ellos miraron simultáneamente a la muchacha y la pistola, e hicieron ademán de adelantarse, pero Leif los detuvo, poniéndoles la mano en el pecho.

—¡Has sido tú, Leif! —gritó Arden, acercando la cara a los barrotes y amenazándolo con un dedo—. Esto es culpa tuya.

Fletcher subió al camión.

—¡Tienes que pagarnos! —le exigió Leif—. ¡Ese fue el trato! ¡Confié en ti! —Se dirigió a la cabina y aporreó con los puños la destartalada puerta.

Fletcher miró por la ventanilla; en el cristal había un agujero de bala.

—Esto es la selva. —Mostrando la pistola, añadió—: No te fíes de nadie, chico. —Sonrió (los agrietados labios le sangraban), y encendió el motor.

Me agarré a los delgados barrotes y los empujé, esperando que cediesen bajo mi peso. El sol me quemaba la piel, la jaula era demasiado pequeña, la manta del rincón estaba manchada de vómitos. Los gritos de Arden me estremecieron y redoblaron mi tristeza: Leif nos había traicionado y Caleb se había ido. Todo el tiempo que había dedicado por la noche a pensar si debía quedarme o no, y hasta cuándo, había sido inútil. ¿Qué quería yo? ¿Y Caleb qué quería? Ya no importaba nada.

Nos íbamos. Alguien había decidido por mí. Di patadas a la puerta de la jaula y arañé la cerradura con las uñas. Lloré, chillé e imploré, pero nada, absolutamente nada, podía alterar aquella situación.

El camión descendió por el rocoso precipicio, mientras dábamos tumbos dentro de la jaula. Los chicos mayores retrocedieron y trataron de llevarse a Benny y a Silas hacia el campamento, mientras el enorme vehículo culebreaba, dirigiéndose hacia el lago. No aparté la vista de los chicos: de Aaron que, aferrado al brazo de Leif, le rogaba que hiciese algo; y de Kevin, que arrojó su lanza al aire, pero cayó a tres metros de la cabina del camión. Seguí mirando el refugio y su oscura boca detrás de la maleza.

Leif sujetó a Benny por los hombros para retenerlo, pero el niño se zafó y corrió tras el camión, agitando los bracitos y las piernas con furia.

—¡Te quiero! —gritó cuando estaba apenas a tres metros. Agarré los barrotes y se me quebró la voz.

—¡Te quiero! —clamó Silas, que lo seguía.

Ambos continuaron corriendo como locos detrás de la jaula. Vi el movimiento de sus boquitas, repitiendo las mismas palabras mil veces, mientras el camión cabeceaba por el bosque, hasta que los cuerpecitos desaparecieron, inalcanzables, detrás de los árboles.

Veintitrés

El camión ascendió por el laberíntico paisaje, entre campos de maleza y matorrales; por fin llegamos a una carretera destrozada. Aceleró la marcha, y el polvo se acumuló en el guardabarros. El sol recalentaba la jaula metálica de tal modo que resultaba doloroso tocar los barrotes.

Al cabo de una hora no reconocí el bosque que se extendía un poco más lejos del pedregoso camino. Incluso el cielo mostraba un aspecto desconocido: una gran extensión azul solitaria y sin pájaros.

—Lo sabía —exclamó Arden al cabo de un rato (una fina capa de tierra le cubría la piel)—. Leif quería vendernos, pero ¿a cambio de qué? —Con la mano, intentó protegerse los ojos del sol—. ¿A cambio de unas cuantas medicinas y una parte del dinero del rescate?

—Quería que me fuese —repliqué—. Dudo que le importasen los medicamentos.

Me hubiera gustado saber cómo había ocurrido: si había registrado el almacén en busca de una radio, o tal vez la había encontrado por casualidad al buscar vendas para frenar la hemorragia de su boca.

También me hubiera gustado saber cuándo se enteraría Caleb de que me habían capturado. ¿Se apearía del caballo al ver a Benny y a Silas llorando en la entrada del refugio? ¿Se arrodillaría para inspeccionar los largos surcos producidos por mis pies al arrastrarme, y se enfrentaría a Leif? ¿Me echaría de menos? ¿Le importaría?

Ya daba lo mismo. Todo se había terminado. No había forma de escapar de los barrotes, ni del ardiente sol, ni del hombre de amarillentos dientes partidos. Estaba atrapada otra vez; nuevos muros me encerraban para llevarme hasta el rey. Las puertas de la ciudad se abrirían y se cerrarían detrás de mí: otra jaula.

Jaula tras jaula, sin remisión.

Tras los barrotes, el mundo se movía con rapidez, más veloz que antes: árboles, flores amarillas en los márgenes de la carretera, casas viejas de tejados derrumbados. Vi ciervos, conejos, bicicletas dobladas, coches oxidados y perros salvajes. Todo discurría ante mí a excesiva velocidad, como el agua por una cañería.

«Voy a la Ciudad de Arena —pensaba una y otra vez, como si la repetición pudiese insensibilizarme—. Me entregarán al rey. Nunca volveré a ver a Caleb.»

Arden contemplaba el paisaje hecha un mar de lágrimas. Había intentado librarse del colegio con todas sus fuerzas y había recorrido tanto camino… ¿para qué? ¿Para acabar metida en aquella jaula por mi culpa?

Sin duda estaría pensando en la torpe elección que había hecho semanas atrás en la casita en que se había refugiado, y debía de lamentar haber aceptado mi compañía.

—Lo siento —dije con voz entrecortada—. Lo siento en el alma, Arden. Seguro que te arrepientes de haberme aceptado a tu lado.

—No, no. —Intentó agarrarse a los barrotes, y observé que, después de haber pasado tanto rato al sol, su pálida piel había adquirido un tono rosado—. En absoluto, Eve. —Y me miró llorosa.

En ese momento la chica que se había quedado en un rincón de la jaula se desplazó de lugar, se sentó y se frotó la cara. Estaba demasiado histérica para hablar con nosotras cuando el camión arrancó, así que había optado por quedarse quieta sobre la ardiente plancha metálica y se había dormido, parpadeando continuamente debido a las pesadillas.

—¿Quiénes sois? —preguntó haciendo un gesto de dolor al rozarse contra los barrotes.

—Me llamo Eve, y ella es Arden —dije señalándola. En la cabina del camión Fletcher puso música y se dedicó a tararear una canción machacona y horrible: «Me encanta el rock-and-roll, roll, roll, roll; echa otra moneda en el tocata, nena».

La chica extendió la delicada mano para saludarnos.

—Soy Lark.

—¿De qué colegio eres? —pregunté fijándome en su jersey, que era del mismo tipo que el nuestro, pero de color azul en vez de gris.

—Del oeste, creo. —Se restregó con las manos los espesos cabellos negros. Aparentaba unos trece años, de piel muy morena, agrietada y en carne viva en los codos y las rodillas; tenía los brazos tan delgados que los huesos de los hombros le sobresalían formando dos protuberancias bien definidas—. Las profesoras lo llamaban el «treinta y ocho grados, treinta y cinco minutos norte y ciento veintiún grados, treinta minutos oeste».

Sabía que aquellos números significaban algo. Nuestras profesoras también los utilizaban para referirse al colegio, pero nunca imaginé qué podría ser. Nosotros éramos el 39°30'norte y 119°49'oeste.

—Y te escapaste —apuntó Arden.

—Tenía que salir de allí. —Y la chica se retiró de nuevo al rincón de la jaula, sin mirarnos.

Le eché un vistazo a Arden, aliviada al comprobar que no éramos las únicas que sabían la verdad sobre los colegios. Me fijé en las piernas de Lark, enrojecidas y con arañazos, igual que las mías los primeros días que pasé a la intemperie. Tenía, además, los brazos acribillados por las picaduras de los mosquitos, y un agujero en una de sus zapatillas de lona le dejaba el dedo gordo al descubierto.

—¿Cómo has acabado aquí? —quise saber.

Lark se frotó las comisuras de los ojos, donde se le habían secado las lágrimas dejando un rastro de sal blanca, y explicó:

—Encontré un hueco en la muralla; no llegaba a medio metro de ancho, e iban a repararlo. Lo tapiaban por la noche para que no entrasen perros, pero yo me colé. —Nos mostró un desgarrón en un lado del jersey, a través del cual se le veía la cadera—. Una vez que estuve fuera corrí hasta que encontré una casa donde dormir. Creo que sucedió hace cuatro días, pero no estoy muy segura.

—¿Dónde te localizó? —preguntó Arden, señalando a Fletcher, cuyo grueso brazo colgaba por la ventanilla; el tipo lo movía arriba y abajo siguiendo el compás de la canción: «¡Ven, no te apresures y baila conmigo!».

Entrelazando los brazos sobre las piernas, Lark se convirtió en una bolita y nos dijo:

—Vi una jarra de agua en la carretera. Estaba muerta de sed porque llevaba todo el día caminando bajo el sol. Pero era una trampa. Creo que me estaba siguiendo.

El camión iba dando tumbos, y se me revolvieron las tripas. Me agarré entonces a los barrotes, aunque me irritaban la delicada piel de las manos.

—¿Le contaste a alguien más lo de los embarazos? —inquirí—. ¿Las otras chicas también huirán?

Lark alzó la vista con expresión totalmente confusa.

—¿Embarazos? ¿De qué hablas?

—De las cerdas —respondió Arden en voz bien alta para que las palabras se oyesen a pesar de la música y el ruido del motor. Pero Lark siguió sumida en la confusión—. Por eso te marchaste, ¿no?; te iban a utilizar para la reproducción.

La chica plantó los talones en el suelo metálico de la jaula y enderezó la espalda.

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