Read Eve Online

Authors: Anna Carey

Tags: #CF, Juvenil

Eve (19 page)

BOOK: Eve
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—No… —repuso, un tanto alterada—. Me fui por culpa de esto. —Se dio la vuelta y nos enseñó las líneas negro-azuladas que le recorrían la parte de atrás de sus bíceps. Eran marcas inconfundibles del impacto sostenido de unos dedos—. La profesora esperaba a que las demás se fuesen para pegarme. Yo buscaba un colegio distinto, un lugar mejor. No quiero volver a ver a esa mujer nunca.

Me percaté de que Arden estaba decidida a explicarle a Lark todo lo referente a las vitaminas, los tratamientos de fertilidad y las horribles habitaciones con camas metálicas, pero le hice un gesto con la mano para que se callara. Mi amiga tenía indudables virtudes, mas la sensibilidad no era una de ellas.

—Lark —dije con calma, atrayendo su mirada—. Las alumnas de esos colegios, y yo fui una de ellas, jamás aprenderían una profesión. Fuera nos llamaban cerdas, y nuestra misión era tener hijos; tantos como pudiésemos, para repoblar la Ciudad de Arena.

Arden no logró contenerse y explotó:

—Nos llevan a la ciudad; Eve está destinada al rey, y tú y yo volveremos al colegio, directas a esos paritorios. —Se le ahogó la voz al decirlo.

—No… —repuso Lark, que se mordió la punta de un dedo y escupió el pellejo—. Eso no puede ser.

—Yo tampoco quería creerlo, pero las vi.

—No lo viste bien —insistió Lark, arrodillándose—. No sabes de qué hablas. La directora es mala… pero eso resulta inconcebible. —Negó con la cabeza—. Tal vez solo sucediese en vuestro colegio. A nosotras no nos harían algo así… ¿para qué?

Arden se le acercó y le agarró un brazo.

—Escucha —le dijo entre dientes, y la chica se encogió al sentir su cálido aliento—. Atiende a lo que te estamos diciendo: necesitan repoblar la ciudad. ¿Cómo crees que van a hacerlo? Dímelo, ¿cómo?

—Suéltame —exigió Lark, sacudiendo el brazo—. Estás loca. —Pero cuando se hundió en el rincón, su voz era más apagada, menos firme.

—Si quieres ser una cerda el resto de tu vida, allá tú —continuó Arden, amenazándola con un dedo—. Pero nosotras no regresaremos al colegio; yo no, desde luego, no pienso. —Hizo una mueca y no concluyó la frase. Cuando se sentó de nuevo, su cuerpo parecía mucho más pequeño y frágil que antes.

Me di cuenta de que éramos observadas, de modo que me volví y tropecé con la mirada de Fletcher en el sucio espejo retrovisor. Dejamos de oír la música, y el tipo abrió la ventanilla trasera de la cabina.

—No te preocupes, cielito —dijo—. No voy a llevarte al colegio. —Bajó el espejo para mirar las piernas desnudas de Arden—. Tres señoritas… tan puras. Puedo ganar mucho más con vosotras en cualquier parte.

Dicho eso, sintonizó otra vez la música, tamborileando con los dedos en la puerta lateral: «¡Veeeen, no te apreeesures y baila conmigo! ¡Sí, sí!».

Arden no replicó, pero intentó de nuevo abrir la cerradura de la jaula, golpeándola hasta que se le enrojecieron los dedos. El paisaje desaparecía volando y se convertía en un manchón de tierra amarillenta, mientras que las ramas de los árboles apuntaban hacia la carretera, como si fueran garras.

—¿A qué se refiere? —preguntó Lark. Le temblaba el labio inferior al hablar.

Pese a ser una desconocida, la odié, porque había en ella algo demasiado familiar. En su cara me vi a mí misma, una chica que confiaba en el colegio, un lugar seguro gracias a sus muros, sus normas y las ordenadas filas que se formaban para salir de los dormitorios o para ir al comedor. Ella creía que podría dirigirse a un sitio distinto y conseguir algo diferente, algo mejor. Otro futuro.

—Vas a hacer realidad tu deseo —respondí, incapaz de reprimir las frías palabras que escaparon de mis labios—: Nunca volverás a ver a la directora.

Veinticuatro

Estuvimos horas en el camión, medio asfixiadas por el polvo. Incluso el sol nos abandonó y se escondió tras los árboles. De vez en cuando nos vencía el sueño, alentando siempre la esperanza de tener tiempo (tiempo para prepararnos, tiempo para huir), pero en un momento dado nos despertamos al sonar un aparato que Fletcher llevaba prendido en el cinturón.

—¡Fletcher, malnacido! ¿A qué hora piensas llegar? Tengo demasiada demanda y muy poca oferta.

Me encogí en un rincón. Lark dormía en el otro y Arden se apretó contra mí; el rojizo resplandor de las luces traseras les iluminaba la cara.

Fletcher acercó la extraña radio a los labios, apretando un botón para eliminar las interferencias.

—Airéate un poco, que estás muy excitado —se burló—. Tengo que parar durante la noche. Llegaremos por la mañana.

Se oyeron más interferencias, y a continuación sonó una carcajada perversa.

—Cuéntame qué tienes. Venga, haz un pequeño resumen para los muchachos.

Imaginé a los mismos hombres que había visto junto a la cabaña: hombres de piel tostada por el sol, de un marrón correoso, instalados bajo la lona de un campamento, esperando nuestra llegada. Asomé la nariz entre los barrotes, desesperada por respirar.

—Son unas monadas —explicó Fletcher, observándonos por el retrovisor—. Las tendréis mañana, panda de salidos. —Apagó la radio y sintonizó de nuevo la música.

En el colegio había defendido en una ocasión la bondad de las personas y su gran capacidad de cambio. Pero al escuchar las carcajadas de aquel tipo hablando por la radio, comprendí el alcance de la depravación. De todo lo que nos había dicho la profesora Agnes, había una cosa muy cierta: algunos hombres veían a las mujeres como una mercancía, como si se tratara de combustible, arroz o carne enlatada.

Arden se volvió para darle la espalda al tipo, y susurró:

—Tenemos que salir de aquí. Esta misma noche.

—Nos matará —dijo Lark, cubriéndose las piernas con la raída manta.

—Ya estamos muertas —repuso Arden.

Asentí porque sabía que tenía razón. Lo había experimentado en el almacén durante el enfrentamiento con Leif: la rendición de mi espíritu, la rendición completa, a punto de romperse todo. Fletcher no cambiaría de idea, ni se volvería honrado de repente. La moral no despertaría en plena noche.

Me acerqué cuanto pude a mis dos compañeras, cubriéndome la cara con el pelo para que Fletcher no viese el movimiento de mis labios si nos miraba.

—Podemos escapar cuando se detenga a acampar —dije con los nervios de punta.

Miré entre los barrotes, esperando ver una señal de carretera, una flecha, alguna indicación de dónde estábamos, pero únicamente había oscuridad.

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Horas después el camión se desvió de la carretera y las ruedas impactaron sobre piedras y ramas de árbol rotas. Nos detuvimos en un claro. El cielo estaba cubierto, sin rastro de luna. El paisaje había cambiado: los bosques habían dejado paso a los campos sin cultivar, a la maleza y a la arena que parecía roja bajo el resplandor de los faros del vehículo, a la luz de los cuales proyectaban extrañas sombras las densas formaciones rocosas —mezcla de montañas y riscos— que se alzaban sobre nosotros. Fletcher se bajó del camión, estiró los brazos y fue a orinar entre los arbustos.

—Haz lo que dijimos —musitó Arden, agarrándole la muñeca a Lark.

—Sí, ya —replicó la chica con voz tensa, desasiéndose—. Estoy advertida.

—Tenemos que hacer nuestras necesidades. —Golpeé los barrotes—. Por favor, déjenos salir.

Fletcher se subió la cremallera del pantalón, y masculló:

—¿Qué?

—Ha dicho que tenemos ganas de hacer pis —respondió Arden, apartándose el pelo de la frente.

El hombre hizo un gesto afirmativo, como si entendiese mejor esa expresión. Iluminó la jaula con una linterna y después los arbustos, donde había una casa destartalada al pie de las gigantescas rocas.

—¿Las tres?

—Sí, las tres —respondió Arden. Incluso Lark hizo un gesto convincente.

Fletcher iluminó la cara de Arden, luego la de Lark, y por último, la mía. La hiriente luz me hizo parpadear.

—Dos minutos. Podéis ir ahí, donde están los árboles. —La linterna barrió una zona de árboles chamuscados, negros y retorcidos por el fuego—. Pero si os atrevéis a dar un solo paso sin mi permiso. —Sacó la pistola del cinturón y la levantó al aire.

A Lark se le aceleró la respiración cuando Fletcher abrió el enorme candado. Salimos en fila: Arden primero, después lo hice yo y Lark fue la última. El tipejo nos enfocó la espalda con la linterna mientras caminábamos hacia el bosque.

Iluminados por aquel resplandor, los árboles resultaban más amenazantes todavía, pero las ramas, desprovistas de corteza y de hojas, se extendían hacia nosotras, casi invitándonos a entrar.

—Aún no —susurré sin saber si era Lark o yo quien más necesitaba tener la certidumbre. Caminamos despacio entre la maleza, comprobando cómo, entre las cenicientas raíces, surgían nuevos retoños, hierba crecida y helechos, esperanzadores signos de resistencia.

Cuando llegamos junto a los árboles, Arden me miró con expresión dulce, y esbozó una especie de sonrisa que solo yo podía entender: «Tal vez esto sea una despedida, aunque lo sentiría en el alma si así fuese».

Entramos una tras otra en el bosquecillo. Miré a la derecha y vi dos árboles, pero no había nada tras ellos. Entonces Arden dio la orden, en voz tan baja que apenas la oí:

—Ahora.

Eché a correr: mi cuerpo se volvió ingrávido mientras corría entre ramas rotas y arbustos espinosos, adentrándome en el bosque quemado. Estiré los brazos en la oscuridad para tantear el camino.

—Malditas… —gritó Fletcher detrás de nosotras, pisoteando el claro con sus botazas—. ¡Os cortaré el cuello!

Lark y Arden corrieron entre los árboles, y se separaron en la penumbra. De pronto el primer disparo desgarró el aire, silenciando incluso a los pájaros e insectos. Caí al suelo, temiendo que Arden gritase, pero solamente se oían ruidos de pisadas, chasquidos de ramitas y la enérgica y ruda respiración de Fletcher detrás de mí. Seguí adelante, gateando entre la maleza enmarañada, pero él se acercaba cada vez más, su sombra aparecía y desaparecía entre los árboles, sin cesar de avanzar.

Me levanté haciendo un gran esfuerzo; me había torcido el tobillo. Al final del chamuscado bosque, una luz parpadeaba en la ventana de una casa, de la que no distinguí más que el porche delantero y el tejado alquitranado, formando un bloque compacto en medio del difuso paisaje.

—Vuelve —gruñó Fletcher.

Me latía el pulso hasta en la punta de los dedos de manos y pies. Corrí hacia la luz notando una sensación de asfixia en el pecho y las piernas cansadísimas.

«Sigue —me dije—. Sigue adelante.»

Enseguida salí del bosque y me encontré en campo abierto, que era una densa extensión de flores silvestres. La luz estaba mucho más lejos de lo que había calculado: a casi cien metros, bajo las imponentes montañas.

Las pisadas de Fletcher resonaban en las piedras al cruzar el bosque, al tiempo que gritaba con más furia:

—¡Cerda asquerosa! No creas que me vas a engañar.

Di una ojeada alrededor: a la izquierda se alzaban los gigantescos riscos, dándome la espalda, y una carretera de arena serpenteaba a la derecha. Delante de mí había más árboles, pero aunque corriese como una desesperada no podría evitar que Fletcher me alcanzase. Mi único escondite era el tupido manto de flores, cuyos delicados brotes apenas medían unos centímetros.

Me tiré al suelo, y mis dedos aplastaron los capullos azules y dorados. Entonces me puse de lado, tratando de esconderme entre los tallos. Cuando levanté un poco la cabeza, vislumbré a Fletcher junto a los árboles: le sangraba una brecha en la frente.

Dio la vuelta y escupió.

—¡Sal, sal de ahí, dondequiera que estés! —Amartilló la pistola, y se me pusieron los pelos de punta.

Mientras él avanzaba por el campo, me pegué todavía más al suelo, deseando que se abriese y me tragase. Mi perseguidor caminaba despacio, apartando las flores que le llegaban a la altura de la rodilla, y apuntando la pistola hacia el claro; a cada paso aplastaba los capullos. Cuando estuvo apenas a dos metros de mí, miró adonde yo estaba con gesto confuso y ladeó la cabeza, como si no supiera si yo era una sombra o no.

Permanecí inmóvil, sin atreverme a respirar, y hundí los dedos en la tierra. El sudor me resbalaba por la espalda; no me llegaba el aire a los pulmones.

Tras pensarlo bien, dio la vuelta y se alejó.

Cerré los ojos, aliviada porque no me había visto, y porque al menos Lark y Arden disponían de un minuto más para escapar. Me tumbé boca arriba entre las flores, respirando hondo, pero una ramita se partió debajo de mí. ¡Crac!

Fletcher giró en redondo, y exclamó:

—¡Hola, muñeca!

Me levanté antes de que me apuntase con la pistola. El primer disparo zumbó junto a mí, y corrí, con el corazón a punto de estallar. El viento rugía en mis oídos. Sonó otro disparo que partió un árbol a lo lejos. Seguí corriendo, sin mirar hacia atrás, mientras él seguía disparando. De repente no se oyeron más disparos, sino el clic metálico del gatillo. Me di la vuelta y vi cómo le daba manotazos a la atascada pistola.

Corrí entre las flores, pero Fletcher recuperó el ritmo. Sus pasos eran más rápidos que antes, aunque resoplaba debido al esfuerzo.

—Se acabó —dijo deteniéndose para disparar.

Me volví en el preciso instante en que levantaba la pistola, apuntándome a la espalda. Cerré los ojos con todas mis fuerzas y recé para que el trance fuese rápido, para que mi cuerpo no se retorciese como el de los ciervos, para abandonar el mundo sin demasiado dolor.

Sonó el disparo.

Me llevé la mano al pecho, esperando que la sangre brotase de la herida, y sintiera la ardiente sensación de una bala desgarrándome la piel. Pero no había nada: ningún agujero, ningún dolor.

Nada.

El hombre estaba inmóvil detrás de mí. Dejó caer la pistola. Una mancha roja se extendía lenta y progresivamente por en medio de su camisa, deslizándose por los costados y por debajo del pecho. Emitió un sonido sofocado y cayó entre las flores con la boca abierta.

Descubrí entonces una figura en el campo: una anciana se aproximaba. Aparentaba unos setenta años y llevaba el fantasmal cabello blanco recogido en una trenza a la espalda. Acariciaba el rifle con la mano como si fuese una mascota entrañable.

—¿Te encuentras bien? —preguntó examinándome el rostro. Yo mantenía la mano pegada al pecho, serenándome al sentir los latidos de mi corazón.

—Sí… —acerté a decir—. Creo que sí.

BOOK: Eve
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