Excalibur (52 page)

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Authors: Bernard Cornwell

BOOK: Excalibur
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—¿Sabemos dónde estamos, señor? —me preguntó Eachern.

—Aproximadamente —dije. A lo lejos, entre una cortina de lluvia, se columbraba una cadena de montañas—. Al sur de aquellos picos encontraremos Dun Carie.

—¿Queréis que despliegue la enseña, señor? —me preguntó Eachern. En vez de mi enseña de la estrella llevábamos la de Gwydre, con el oso de Arturo entrelazado con el dragón de Dumnonia, pero preferí no desplegarla. Una enseña al viento es un estorbo y, además, once lanceros marchando bajo un gran estandarte llamativo resultaría más ridículo que impresionante, de modo que decidí esperar hasta que los hombres de Issa engrosaran mi pequeña banda.

Encontramos un sendero entre las dunas y lo seguimos. Pasamos por un bosque de espinos bajos y avellanos y llegamos a un pequeño asentamiento compuesto por seis chozas. La gente salió huyendo al vernos y sólo quedó una anciana, tan encorvada y retorcida que no podía correr. Se echó al suelo y escupió al ver que nos acercábamos.

—No encontraréis nada aquí —dijo con voz ronca—, nada poseemos, más que montañas de mierda. Montañas de mierda y hambre, señores, es lo único que sacaréis de nosotros.

—No queremos nada —le dije, acuclillado junto a ella—, sólo noticias.

—¿Noticias? —la palabra le parecía extraña.

—¿Sabes quién es tu rey? —le pregunté en voz baja.

—Uther, señor —dijo—. Es un gran hombre, señor. ¡Como un dios!

Evidentemente, nada sacaríamos en limpio de aquella choza, nada que tuviera sentido, de modo que seguimos adelante y sólo nos detuvimos a comer un poco de pan y carne seca que llevábamos en los morrales. Estaba en mi propio país, pero tenía la curiosa sensación de caminar por terreno enemigo, y me burlé de mí mismo por dar tanto crédito a las imprecisas advertencias de Taliesin; sin embargo, continuamos por senderos ocultos entre los bosques y, cuando cayó el crepúsculo, llevé a mi reducida compañía por un hayedo hacia una elevación del terreno desde donde pudiéramos descubrir la presencia de otros lanceros, de haberlos. Mas no vimos ninguno; lejos, en el sur, un rayo errante del moribundo sol atravesaba cual lanza un banco de nubes y caía sobre el cerro verde y luminoso de Ynys Wydryn.

No encendimos fogatas sino que dormimos bajo las hayas y amanecimos fríos y entumecidos. Nos dirigimos al este, siempre a cubierto bajo los árboles desnudos, mientras abajo, en los duros campos húmedos, los hombres araban surcos rígidos, las mujeres sembraban la simiente y los niños pequeños corrían gritando para espantar a los pájaros y evitar que se comieran las valiosas semillas.

—Yo hacía lo mismo en Irlanda —comentó Eachern—. Pasé media infancia espantando pájaros.

—Un cuervo clavado al arado cumple la misma función —dijo otro lancero.

—O un cuervo clavado en cada árbol de alrededor —replicó otro.

—Eso no los detiene —opinó un tercero—, pero te da confianza.

Seguíamos una senda estrecha entre enmarañados setos. No había crecido el follaje y los nidos quedaban al descubierto, de modo que las urracas y los arrendajos que robaban huevos afanosamente aprovechando la circunstancia acusaron nuestra presencia con fuertes graznidos.

—La gente sabrá que andamos por aquí, señor —dijo Eachern—, aunque no nos vean lo sabrán porque oirán a los arrendajos.

—No importa —dije. Ni siquiera sabía por qué me tomaba tantas molestias por mantenernos ocultos, pero éramos muy pocos y, como la mayoría de los guerreros, echaba de menos la seguridad de la multitud y sabía que me sentiría mucho mejor cuando tuviera a mi alrededor a todos mis hombres. Hasta ese momento nos ocultaríamos lo mejor que pudiéramos, aunque a media mañana la ruta nos llevó fuera del bosque y hubimos de descender a campo abierto para llegar al camino de la Zanja. Las liebres bailoteaban en los prados y las alondras cantaban sobre nuestras cabezas. No vimos a nadie, pero sin duda los aldeanos sí nos vieron a nosotros y la noticia de nuestro paso se extendió rápidamente por el campo. Los hombres armados siempre despiertan alarma, de modo que ordené a unos cuantos lanceros que marcharan con el escudo al frente para que los campesinos advirtieran que éramos amigos. No vimos más seres humanos hasta que hubimos cruzado la calzada romana, cerca ya de Dun Carie; tratábase de una mujer, la cual corrió a ocultarse entre los árboles del bosque que había más allá de la aldea cuando aún estábamos lejos de ella y no podía distinguir la estrella de los escudos.

—Los aldeanos están inquietos —dije a Eachern.

—Han oído que Mordred está moribundo —dijo, y escupió— y tienen miedo de lo que pueda pasar, aunque deberían alegrarse de que ese bellaco esté a punto de morir. —Cuando Mordred era pequeño, Eachern había formado parte de su guardia y la experiencia le había instilado un odio profundo hacia el rey. Yo apreciaba a Eachern. No era inteligente pero sí obstinado, leal y duro en la batalla—. Creen que habrá guerra, señor.

Vadeamos el río que pasaba al pie de Dun Carie, bordeamos las casas y llegamos a la cuesta empinada que llevaba a la empalizada que rodeaba el cerro. Todo estaba tranquilo. Ni siquiera había perros en las calles y, lo que era más inquietante, no había lanceros de guardia a las puertas de la empalizada.

—Issa no está aquí —dije tocando el pomo de Hywelbane. La ausencia de Issa por sí misma no era cosa notable, pues pasaba la mayor parte del tiempo recorriendo Dumnonia, pero me extrañó que hubiera dejado Dun Carie sin protección. Eché una ojeada al pueblo, mas hallé las puertas cerradas a cal y canto. No salía humo por los tejados, ni siquiera en la herrería.

—No hay perros en el cerro —comentó Eachern en tono alarmante. Siempre había una jauría de canes en torno a la fortaleza de Dun Carie, y ya tendrían que haber aparecido algunos corriendo a nuestro encuentro. Sin embargo, percibimos abundancia de alborotadores cuervos en la techumbre de la fortaleza y más aún graznando en la empalizada. Un pájaro levantó el vuelo con un bocado rojo colgando del pico.

Subimos el cerro sin hablar. El silencio fue la primera señal del horror, luego los cuervos y, a media subida, percibimos el olor agridulce de la muerte que se pega a la garganta, y ese olor, más intenso que el silencio y más elocuente que los cuervos, nos avisó de lo que nos aguardaba al otro lado de la puerta abierta. La muerte, nada más que la muerte. Dun Carie habíase convertido en un lugar de muerte. Había cadáveres de hombres y mujeres esparcidos por todas partes y apilados dentro de la fortaleza. Cuarenta y siete en total, y ninguno conservaba la cabeza. El suelo estaba empapado de sangre. Habían saqueado la fortaleza, todos los cestos y cajones estaban boca abajo, y los establos, vacíos. Habían matado hasta a los perros, aunque a ellos, al menos, les habían respetado la cabeza. Los únicos seres vivos eran los gatos y los cuervos, y todos huyeron al vernos.

Abrumado, me abrí paso entre el horror. Sólo al cabo de unos minutos me di cuenta de que únicamente había diez hombres jóvenes entre los muertos. Serían los guardias que Issa había dejado, y el resto eran las familias de mis hombres. Allí yacía Pyrlig, el pobre Pyrlig se había quedado en Dun Carie porque sabía que no podía rivalizar con Taliesin, y había muerto, con la blanca túnica empapada de sangre y las manos de arpista, con las que habría intentado zafarse de las cuchilladas, surcadas de profundas heridas. Issa no estaba, ni tampoco Scarach, su esposa, pues en aquel matadero no había ninguna mujer joven ni ningún niño. Se habrían llevado a las jóvenes y a los niños para usarlos como juguetes o como esclavos, mientras que los más viejos, los más jóvenes y los soldados habían sido masacrados y degollados y sus cabezas robadas como trofeo. La carnicería era reciente pues ningún cadáver había empezado a hincharse o pudrirse. Las moscas pululaban entre la sangre pero todavía no había gusanos retorciéndose entre las heridas abiertas por lanzas o espadas.

Habían sacado la cancela de sus goznes pero no había señales de lucha y sospeché que los autores de la matanza habían entrado en la fortaleza en calidad de invitados.

—¿Quién lo ha hecho, señor? —preguntó uno de mis lanceros.

—Mordred —respondí sombríamente.

—¡Pero si está muerto! ¡O muriéndose!

—Eso es lo que nos ha hecho creer —repliqué, y no se me ocurría ninguna otra explicación. Taliesin me lo había anunciado, y temí que estuviera en lo cierto. Mordred no agonizaba sino que había regresado y había soltado a su banda en su propio país. Debió de extender el rumor de su muerte inminente para que la gente se sintiera segura, con la intención de volver y matar a todo lancero que se le opusiera. Mordred estaba quitándose las bridas y, sin duda, tras la masacre perpetrada en Dun Carie habría partido hacia el este en busca de Sagramor, o tal vez al sur y al oeste al encuentro de Issa. Si es que Issa continuaba con vida.

Supongo que toda la culpa recaía sobre nosotros. Después de Mynydd Baddon, cuando Arturo traspasó el poder, creímos que Dumnonia estaría protegida por las lanzas de hombres fieles a Arturo y a sus ideas, y que el poder de Mordred quedaría restringido por falta de lanceros. Nadie supo prever que la batalla de Mynydd Baddon haría probar la guerra a Mordred, ni que el éxito en la lucha atraería lanceros a su enseña. En esos momentos, Mordred poseía lanzas, y las lanzas dan poder y ante mis ojos tenía el primer ejercicio de ese poder. Mordred estaba dando una batida por el país de la gente que tenía la misión de limitar su influencia y que tal vez apoyara a Gwydre cuando reclamara el trono.

—¿Qué hacemos, señor? —me preguntó Eachern.

—Volver a casa, Eachern, volver a casa. —Me refería a Siluria, pues en Dun Carie nada podíamos hacer. Éramos once tan sólo y me pareció imposible llegar hasta Sagramor, cuyas fuerzas se encontraban muy lejos, hacia levante. Por otra parte, Sagramor no precisaba de nuestra ayuda para cuidarse. Aunque la pequeña guarnición de Dun Carie hubiera sido presa fácil para Mordred, arrancar la cabeza al numidio le costaría mucho más trabajo. Tampoco había esperanzas de encontrar a Issa, si acaso vivía, de modo que no cabía sino volver a casa furiosos y decepcionados. No es fácil describir la furia que me quemaba. En el fondo ardía un odio frío a Mordred, un odio impotente y acerbo porque sabía que no tenía forma de vengar inmediatamente a esas gentes que eran las mías. Y además los había abandonado, me sentía culpable, lleno de odio, de piedad y de una dolorosa pesadumbre.

Puse a un hombre de guardia en la cancela abierta y los demás empezamos a arrastrar los cadáveres al interior de la fortaleza. Me habría gustado incinerarlos, mas no quedaba leña suficiente en el recinto y no había tiempo para derribar el techo sobre los cuerpos, de modo que hubimos de conformarnos con colocarlos en ordenada línea; luego rogué a Mitra que me concediera la ocasión de darles venganza cumplidamente.

—Mejor será ir a registrar el pueblo —le dije a Eachern cuando terminé de rezar, pero no nos dieron tiempo. Aquel día los dioses nos habían abandonado.

El centinela de la cancela no había cumplido su cometido correctamente, y no lo culpo. Ninguno estábamos completamente en nuestros cabales en aquella cima, y el centinela, en vez de vigilar la entrada, debió de dedicarse a recorrer el ensangrentado recinto, de modo que avistó a los jinetes cuando ya era tarde. Le oí gritar, mas cuando salí corriendo de la fortaleza el centinela ya había muerto y un jinete de oscura armadura sacaba la lanza de su cuerpo.

—¡Atrapadlo! —grité, y eché a correr hacia el jinete; esperaba que el intruso volviera grupas y escapara, pero dejó de tirar de la lanza y se internó en el recinto espoleando al caballo; inmediatamente lo siguieron varios jinetes más.

—¡Alarma! —grité; los nueve hombres que me quedaban se reunieron a mi alrededor y formamos un pequeño círculo de escudos, aunque la mayoría no llevábamos escudo, pues los habíamos dejado en el suelo para recoger a los muertos. Algunos no teníamos lanza siquiera. Desenvainé a Hywelbane sin la menor esperanza, pues había más de veinte jinetes en el patio y aún subían algunos por la cuesta a galope tendido. Se habrían apostado en los bosques del otro lado del pueblo para aguardar el regreso de Issa, quizá. Yo había empleado la misma táctica en Benoic. Matábamos a los francos de una avanzadilla lejana y luego aguardábamos emboscados, y yo había caído en la misma trampa.

No reconocí a ninguno de los jinetes, ni ninguno llevaba distintivo en el escudo. Algunos habían pintado el cuero del escudo con pez negra, pero no eran Escudos Negros de Oengus mac Airem, sino un grupo de curtidos guerreros veteranos, con barba, cabellos revueltos y un aplomo estremecedor. El cabecilla cabalgaba en una montura negra y lucía un buen yelmo con protectores de mejillas labrados. Soltó una carcajada cuando uno de sus hombres desplegó la enseña de Gwydre, y entonces clavó espuelas y se dirigió a mí.

—Lord Derfel —me saludó.

No le presté la menor atención durante unos instantes, sino que miré el ensangrentado recinto con la vana esperanza de hallar salida, pero estábamos rodeados de jinetes que, armados de lanzas y espadas, sólo esperaban la orden de matarnos.

—¿Quién eres? —pregunté al hombre del yelmo labrado.

A modo de respuesta, se limitó a levantarse los protectores de las mejillas y después me sonrió.

No era una sonrisa agradable, como tampoco era agradable el hombre. Tenía frente a mí a Amhar, uno de los hijos gemelos de Arturo.

—Amhar ap Arturo —le saludé, y al punto escupí.

—Príncipe Amhar —me corrigió. Al igual que su hermano Loholt, Amhar siempre había lamentado amargamente su condición de bastardo y debía de haber adoptado el título de príncipe a pesar de que su padre no era rey. Me habría parecido una pretensión patética, de no haber cambiado tanto Amhar desde la última vez que lo viera, brevemente, en las laderas de Mynydd Baddon. Había envejecido y su porte era imponente. Tenía una tupida barba, una cicatriz le partía la nariz y en la coraza vi marcas de una docena de lanzas. Diríase que había madurado en los campos de batalla de Armórica, aunque la madurez no paliaba su hosco resentimiento.

—No he olvidado tus insultos de Mynydd Baddon —me dijo— y mucho he deseado la ocasión de devolvértelos. Pero más se alegrará mi hermano de verte. —Yo había sujetado el brazo a Loholt cuando Arturo le cortó la mano.

—¿Dónde está tu hermano?

—Con nuestro rey.

—¿Y quién es vuestro rey? —pregunté. Sabía la respuesta pero quería la confirmación.

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