Authors: Bernard Cornwell
Por entonces, Gwydre y Morwenna habían contraído matrimonio y habían tenido su primer hijo; fue un niño que recibió el nombre de Arturo, aunque desde el primer día lo llamaron Arturo—bach, que quiere decir Arturo menor. El obispo Emrys bautizó al niño, y Argante consideró la ceremonia una provocación. Sabía que ni Arturo ni Ginebra profesaban verdadero amor al cristianismo, y el hecho de bautizar a su nieto no era más que una maniobra para ganarse el favor de los cristianos dumnonios, cuyo apoyo necesitarían si Gwydre llegara algún día a ocupar el trono. Por otra parte, la mera existencia de Arturo—bach era un reproche a Mordred. Los reyes tienen que ser fecundos, es su deber, y Mordred no lo cumplía. A pesar de que hubiera engendrado hijos por todo lo largo y ancho de Dumnonia y Armórica, no engendraba un heredero en Argante y la reina hablaba sombríamente de su pie deforme, recordaba los malos augurios de su nacimiento y miraba a Siluria con amargura, donde su rival, mi hija, hacía gala de su capacidad para criar nuevos príncipes. La desesperación de la reina aumentó al punto de rascar su tesoro para pagar con oro a cualquier farsante que le prometiera hincharle el vientre, pero ni todas las hechiceras de Britania podían ayudarla a concebir y, si los rumores eran ciertos, tampoco la mitad de los lanceros de la guardia palaciega. Mientras tanto, Gwydre esperaba en Siluria, y Argante sabía que si Mordred moría, Gwydre reinaría en Dumnonia a menos que ella concibiera un hijo propio.
Hice cuanto pude por mantener la paz en Dumnonia aquellos primeros años del mandato de Mordred y, durante un tiempo, mis esfuerzos contaron con el respaldo de la ausencia del rey. Nombré magistrados a los más capacitados para velar por la justicia de Arturo. Arturo siempre había admirado las leyes justas, pues le parecían la forma apropiada de mantener unido un país, como las tablas de sauce del escudo se mantienen unidas gracias al forro de cuero, y se había tomado muchas molestias para nombrar jueces en cuya imparcialidad se pudiera confiar. Eran en su mayoría terratenientes, mercaderes y sacerdotes, casi todos suficientemente ricos como para resistirse al efecto corrosivo del oro. Arturo siempre había dicho que si el hombre puede comprar la ley, la ley pierde todo su valor, y sus magistrados eran famosos por su honradez, aunque el pueblo de Dumnonia no tardó en descubrir que había formas de adelantarse a los magistrados. Sansum y Argante, a cambio de dinero, garantizaban que Mordred escribiera desde Armórica ordenando que tal o cual decisión fuera revocada, y así, año tras año, me vi hundido en un mar cada vez mayor de pequeñas injusticias. Los hombres honrados renunciaban al cargo por no ver sus decisiones cambiadas una vez sí y otra también, y aquellos que habrían llevado sus diferencias ante el tribunal preferían arreglarlas con las lanzas. Tal erosión de la ley fue un proceso lento, pero imparable. Por más que yo fuese la brida de los caprichos de Mordred, Argante y Sansum eran dos espuelas de igual calibre, y las espuelas podían más que las bridas.
Sin embargo, en general, fue una época de felicidad. Pocos eran los que alcanzaban la edad de cuarenta años, pero Ceinwyn y yo la alcanzamos y los dioses nos concedieron buena salud. El matrimonio de Morwenna nos proporcionó alegría, y más aún el nacimiento de Arturo—bach; un año después, nuestra hija Seren casó con Ederyn, el edling de Elmet. Fue un matrimonio dinástico, pues Seren era prima carnal de Perddel, rey de Powys, y el matrimonio no se realizó por amor sino para reforzar la alianza entre Elmet y Powys y, aunque Ceinwyn se opuso a tal matrimonio, pues no veía muestras de afecto entre Seren y Ederyn, Seren se había propuesto ser reina y por eso aceptó al edling y se fue lejos de nosotros. La pobre Seren nunca llegó a ser reina, pues murió al dar a luz a su primer hijo, una niña que sobrevivió solamente medio día más que su madre. Y así fue cómo nuestra segunda hija entró en el otro mundo.
Lloramos por Seren, aunque no lágrimas tan acerbas como las derramadas por Dian, pues ella había muerto a una edad cruelmente temprana; sin embargo, al cabo de un mes de perder a Seren, Morwenna dio a luz a su segundo hijo, una niña a la que Gwydre y ella pusieron de nombre Seren, y esos nietos eran la luz que animaba nuestros días. No se trasladaron a Dumnonia porque se exponían a la envidia de Argante, pero Ceinwyn y yo íbamos a Siluria con harta frecuencia. Tanto es así, que Ginebra dispuso unas habitaciones en su palacio para nuestro uso exclusivo y, al cabo de un tiempo, pasábamos más días en Isca que en Dun Carie. El pelo y la barba se me tornaban grises y no me importaba que Issa lidiara con Argante mientras yo jugaba con mis nietos. Construí una casa para mi madre en la costa de Siluria, pero su demencia había alcanzado tal punto que no comprendía lo que sucedía e intentaba volver de continuo a su choza de maderos del acantilado. Murió durante una epidemia invernal y, tal como prometiera a Aelle, la enterré a la manera sajona, con los pies hacia el norte.
Dumnonia decaía y poco podía hacer yo por evitarlo, pues Mordred ejercía suficiente influencia para tomarme la delantera, pero Issa mantenía el orden y la justicia en la medida de lo posible mientras Ceinwyn y yo pasábamos más y más tiempo en Siluria. ¡Qué dulces recuerdos guardo de Isca! Recuerdos de días soleados con Taliesin cantando canciones de cuna y Ginebra burlándose tiernamente de mi felicidad cuando montaba a Arturo—bach y a Seren en un escudo dado la vuelta y los lleva a rastras por la hierba. También Arturo se sumaba a los juegos, pues siempre había amado a los niños, y a veces también Galahad, que acompañaba a Arturo y Ginebra en su idílico exilio.
Galahad permanecía soltero, aunque tenía un niño. Tratábase de su sobrino el príncipe Peredur, hijo de Lancelot, que había sido hallado vagando y deshecho en llanto entre los muertos de Mynydd Baddon. Con el tiempo, Peredur se parecía más y más a su padre; tenía la misma tez oscura, el mismo semblante alargado y bello y el mismo cabello negro, pero poseía el carácter de Galahad, no el de Lancelot. Era un muchacho despierto, serio y aplicado, deseoso de ser buen cristiano. Ignoro hasta qué punto conocía la historia de su padre, pero se azoraba en presencia de Arturo y Ginebra, y creo que a ellos les inquietaba el muchacho. No era suya la culpa, sino que su rostro les recordaba hechos que habrían preferido olvidar, y ambos sintieron gran alivio cuando, a los doce años, Peredur fue enviado a Gwent, a la corte de Meurig, para recibir instrucción como soldado. Era un buen muchacho y, sin embargo, con su partida fue como si desaparecieran los nubarrones en Isca. En años posteriores, mucho después de concluida la historia de Arturo, llegué a conocer bien a Peredur y a valorarlo en tan alto grado como a cualquier hombre.
Aunque la presencia de Peredur inquietase a Arturo, muy pocas cosas más lo desasosegaban. En estos días oscuros, cuando el pueblo mira atrás y recuerda lo que perdió con la desaparición de Arturo, suele referirse a Dumnonia, pero también hay quien se lamenta por Siluria, pues en aquellos años proporcionó a tan inadvertido reino una época de paz y justicia. Por el simple hecho de que Arturo gobernase no desaparecieron la enfermedad ni la pobreza, ni los hombres dejaron de emborracharse y matarse entre sí, pero las viudas sabían que sus quejas serían atendidas en los tribunales y los hambrientos sabían que en sus graneros quedaría alimento para pasar el invierno. Ningún enemigo asaltaba las poblaciones fronterizas y, a pesar del rápido avance de la religión cristiana por los valles, Arturo no permitía que los sacerdotes profanaran los templos paganos ni que los paganos atacaran las iglesias cristianas. Durante aquellos años logró en Siluria lo que había soñado para toda Britania: un paraíso. No se esclavizaba a los niños, no se incendiaban las cosechas, los señores de la guerra no saqueaban las propiedades ajenas.
Sin embargo, el peligro acechaba allende las fronteras. Uno de dichos peligros era la ausencia de Merlín. Iban pasando los años y nada sabíamos de él; al cabo de un tiempo la gente dio por supuesto que habría muerto, pues nadie, ni siquiera él, podía vivir tanto tiempo. Meurig era un vecino molesto e irritable, siempre exigiendo impuestos más elevados y purgas de druidas, que vivían en los valles de Siluria, aunque Tewdric, su padre, sabía ejercer una influencia moderadora sobre él cuando se conseguía hacerle salir de la vida de renuncia que él mismo se había impuesto. Powys continuaba débil y Dumnonia se convertía cada vez más en un reino sin ley, aunque se ahorraba la peor parte del reinado de Mordred gracias a su ausencia. Sólo en Siluria, al parecer, existía felicidad, y Ceinwyn y yo empezamos a pensar en terminar nuestros días en Isca. Éramos ricos, teníamos amigos y familia y disfrutábamos de la felicidad.
En resumen, nos sentíamos satisfechos, mas el destino es gran enemigo de la satisfacción y, como solía decir Merlín, el destino es inexorable.
Estaba cazando con Ginebra en los montes del norte de Isca cuando tuve noticias de la calamidad de Mordred. Era invierno, los árboles estaban desnudos y los valiosos perros de Ginebra acababan de abatir a un gran ciervo rojo cuando un mensajero de Dumnonia me encontró. Me entregó una misiva y se quedó mirando a Ginebra con los ojos muy abiertos al verla en medio de los enfurecidos perros poniendo fin a la dolorosa agonía del venado con un misericordioso golpe de lanza corta. Los cazadores apartaron a los perros del venado y sacaron los machetes para destripar la pieza. Abrí el pergamino, leí el breve mensaje y miré al mensajero.
—¿Lo ha leído Arturo?
—No, señor—respondió el hombre—. La misiva va dirigida a vos.
—Llévasela inmediatamente —dije, y le entregué la hoja.
Ginebra, dichosa y salpicada de sangre, salió de en medio de la matanza.
—Tienes cara de malas noticias, Derfel.
—Al contrario —dije—, son buenas. Mordred ha sido herido.
—¡Bien! —exclamó Ginebra—. Espero que de gravedad.
—Eso parece. Un hachazo en la pierna.
—Lástima que no fuera en el corazón. ¿Dónde está?
—Sigue en Armórica —dije. El mensaje lo había dictado Sansum, y decía que un ejército al mando de Clovis, rey supremo de los francos, había caído sobre Mordred por sorpresa y lo había derrotado, y que en la batalla nuestro rey había recibido una herida grave en la pierna. Había escapado pero en esos momentos Clovis lo había sitiado en una antigua fortaleza de la vieja Benoic. Supuse que Mordred debía de estar pasando el invierno en el territorio que había conquistado a los francos, y que sin duda pensaba convertir en su segundo reino allende el mar, pero Clovis había llevado a su ejército franco hacia el oeste y había emprendido una campaña de invierno por sorpresa. Mordred había sufrido una derrota y, aunque continuaba con vida, estaba atrapado.
—¿Hasta qué punto son de fiar esas noticias? —preguntó Ginebra.
—Son de fiar —dije—, el rey Budic mandó un mensajero a Argante.
—¡Bien! —dijo Ginebra—. ¡Bien! Esperemos que los francos lo maten. —Volvió a acercarse al montón creciente de desperdicios humeantes y echó una tajada a uno de sus queridos perros—. Lo matarán, ¿no? —me preguntó.
—Los francos no destacan por su clemencia —dije.
—Espero que bailen encima de sus huesos —replicó ella—. ¡Llamarse a sí mismo el segundo Uther!
—Hubo un tiempo en que luchaba bien, señora.
—Lo que importa no es luchar bien, Derfel, sino ganar o perder la última batalla. —Echó a los perros unos puñados de entrañas, limpió el cuchillo con la túnica y lo envainó otra vez—. Entonces, ¿qué quiere Argante que hagas? —me preguntó—, ¿que lo rescates? —Eso era exactamente lo que Argante quería, y también Sansum, razón por la cual me había escrito. En su mensaje me ordenaba marchar con mis hombres hacia la costa sur, buscar embarcaciones y acudir en auxilio de Mordred. Así se lo conté a Ginebra, y ella me miró burlonamente.
—¿Y ahora vas a decirme que el juramento a ese pequeño bellaco te obliga a obedecer?
—No estoy obligado a Argante —dije—, y menos aún a Sansum. —El señor de los ratones podía enviarme cuantas órdenes quisiera, pero yo no tenía obligación de obedecerle ni deseos de rescatar a Mordred. Además, dudaba que un ejército pudiera llegar a Armórica en invierno y, aunque mis lanceros sobrevivieran a la procelosa travesía, serían pocos para luchar contra los francos. Mordred sólo podía esperar ayuda del viejo rey Budic de Broceliande, casado con Anna, la hermana mayor de Arturo; mas, aunque Budic se alegrara de que Mordred estuviera matando francos en tierras que habían pertenecido a Benoic, no querría llamar la atención de Clovis enviando lanceros a rescatar a Mordred. Pensé que el rey estaba condenado. Si no lo mataba la herida, Clovis
acabaría
con él.
Durante el resto del invierno, Argante me atosigó con mensajes donde me exigía que cruzara el mar con mis hombres, pero me quedé en Siluria e hice caso omiso de sus exigencias. Issa recibió idénticas órdenes y también se negó en redondo a obedecer; Sagramor se limitó a arrojar los mensajes de Argante al fuego. Argante, al ver que con la vida de su esposo se le escapaba el poder de las manos, se desesperó más aún y ofreció oro a todo lancero que quisiera embarcarse para Armórica. Muchos lo aceptaron, pero prefirieron navegar hacia poniente, hacia Kernow, o irse apresuradamente a Gwent en vez de navegar hacia el sur donde les esperaba el sanguinario ejército de Clovis. Nuestras esperanzas aumentaban en la misma medida que la desesperación de Argante. Mordred estaba atrapado y enfermo, tarde o temprano llegarían noticias de su muerte y, cuando tal cosa sucediera, pensábamos entrar en Dumnonia bajo la enseña de Arturo, con Gwydre como candidato al trono. Sagramor llegaría desde la frontera sajona para apoyarnos y nadie en Dumnonia tendría poder para oponernos resistencia.
Pero había otros hombres que aspiraban al trono de Dumnonia. Lo averigüé a principios de primavera, cuando murió el santo Tewdric. Arturo estornudaba y tiritaba a causa del último catarro del invierno y pidió a Galahad que asistiera a los funerales del viejo rey en Burrium, la capital de Gwent, situada a poca distancia de Isca, río arriba, y Galahad me rogó que lo acompañara. Lamenté la pérdida de Tewdric, pues siempre había sido buen amigo nuestro, mas no deseaba asistir a sus funerales por no verme obligado a soportar el ronroneo interminable de las ceremonias cristianas; pero Arturo añadió sus ruegos a los de Galahad.
—Vivimos aquí por mor de Meurig —me recordó—, y no está de más demostrarle respeto. Iría yo, si pudiera —hizo una pausa para estornudar—, pero dice Ginebra que moriría en el intento.