Authors: Bernard Cornwell
—No seré feliz hasta que se cumplan los juramentos —me dijo, y no hubo manera de disuadirlo, de forma que, una vez establecidas las nuevas fronteras con los sajones y satisfecho el primer tributo de Cerdic, se marchó.
Llevó consigo sesenta jinetes y un centenar de lanceros a la ciudad de Isca, la de Siluria, reino situado al norte de Dumnonia, al otro lado del mar Severn. Habíase propuesto prescindir de lanceros, pero el consejo de Ginebra prevaleció. Arguyo que Arturo tenía enemigos y por tanto necesitaba protección y, además, sus jinetes se contaban entre los más poderosos guerreros de Britania y no le parecía justo que quedaran a las órdenes de otros hombres. Arturo se dejó convencer, aunque en realidad creo que no necesitaba grandes argumentos. Aunque soñara con ser un simple terrateniente y vivir en paz en el campo sin más preocupaciones que la salud del ganado y estado de las tierras de labor, sabía que sólo gozaría de la paz en la medida en que él mismo se la procurase y que un señor sin guerreros no mantiene la paz mucho tiempo.
Siluria era un reino pequeño, pobre y poco considerado. El último monarca de su antigua dinastía había sido Gundleus, caído en el valle del Lugg, y posteriormente, Lancelot fue proclamado rey, pero Siluria no era de su gusto y la abandonó alegremente a cambio del trono del país de los belgas, más opulento. La ausencia de rey hizo que Siluria quedara dividida en dos reinos, vasallos de Gwent y Powys respectivamente. Cuneglas se adjudicó el título de rey de la Siluria Occidental y Meurig se autoproclamó rey de la Siluria Oriental, aunque en verdad, ni el uno ni el otro dieron gran valor a sus valles encajonados y empinados que corrían hasta el mar desde las escabrosas montañas del norte del país. Cuneglas había reclutado lanceros en los valles y Meurig de Gwent se había limitado a enviar misioneros al territorio; el único rey que sentía verdadero interés por Siluria era Oengus mac Airem, que saqueaba los valles en busca de alimentos y esclavos; por lo demás, Siluria pasaba desapercibida. Los caciques del reino peleaban entre sí y pagaban los diezmos a Gwent o Powys de muy mal grado, pero la llegada de Arturo cambiaría el panorama. Le gustara o no, se convirtió en el habitante de mayor relevancia y, por tanto, el gobernante de oficio y, aun en contra de su ambición explícita de llevar una vida no pública, no pudo sustraerse a la tentación de enviar a sus lanceros a poner fin a las ruinosas desavenencias entre los caciques. Un año después de Mynydd Baddon, cuando fuimos a visitar a Arturo y Ginebra a Isca, él se llamaba a sí mismo irónicamente el gobernador, un título romano que le complacía por su falta de connotaciones con la realeza.
Isca era una ciudad muy bella. Los romanos habían levantado allí, en primer lugar, una plaza fuerte para defender el cruce del río, pero cuando llevaron a sus legiones más hacia el oeste y el norte, no tenían tanta necesidad de conservarla como plaza fuerte y la convirtieron en una ciudad semejante a Aquae Sulis, es decir, una ciudad de esparcimiento. Poseía un anfiteatro y, aunque careciese de manantiales de aguas termales, gozaba de seis casas de baños, tres palacios y tantos templos como dioses romanos había. Cuando Arturo llegó, la ciudad se encontraba en decadencia y se ocupó de reconstruir los tribunales de justicia y los palacios, tarea que siempre le resultaba gratificante. El palacio mayor, el que ocupara Lancelot, fue cedido a Culhwch, que había sido nombrado comandante de la guardia personal de Arturo, el cual se instaló allí con la mayoría de la guardia. El segundo en tamaño fue destinado al obispo Emrys, anterior obispo de Dumnonia y obispo de Isca en esos momentos.
—No podía quedarse en Dumnonia —me dijo Arturo, mientras me enseñaba la ciudad. Se había cumplido un año de la batalla de Mynydd Baddon, y Ceinwyn y yo visitábamos su nuevo hogar por primera vez—. En Dumnonia no hay sitio para los dos, Sansum y Emrys, quiero decir —me explicó—, así que Emrys colabora conmigo aquí. Tiene una vocación irreductible de administrador y, lo que es mejor, mantiene alejados a los cristianos de Meurig.
—¿A todos? —pregunté.
—A la mayoría —respondió con una sonrisa—, y la localidad es bonita, Derfel —añadió, contemplando las calles empedradas de Isca—, ¡muy bonita! —Antojóseme absurdo que se sintiera tan orgulloso de su nuevo hogar y que asegurara que llovía menos en Isca que en los campos de alrededor—. He visto las cumbres cubiertas de nieve —añadió— mientras el sol brillaba aquí sobre la hierba verde.
—Sí, señor —dije con una sonrisa.
—Es cierto, Derfel. ¡Es cierto! Cuando voy cabalgar fuera de la ciudad siempre me llevo el manto y, en algún momento, de repente deja de hacer calor y tengo que ponérmelo. Lo comprobarás mañana, cuando salgamos de caza.
—Parece cosa de magia, señor —dije con cierta sorna, porque generalmente Arturo despreciaba esos conceptos.
—¿Por qué no? —replicó con toda seriedad, y me llevó por un callejón que pasaba junto al gran templo cristiano y ascendía por un montículo situado en el centro de la ciudad. Un sendero trepaba en espiral hasta la cumbre, donde el pueblo antiguo había cavado un pozo poco profundo. Dentro había innumerables ofrendas menores para los dioses; trozos de cintas, mechones de vellón, botones, pruebas palpables de que los misioneros de Meurig, a pesar de haberse mantenido ocupados,
no
habían vencido del todo a la antigua religión—. Si en este lugar hay magia —me dijo Arturo, una vez llegados a la cima, mientras contemplábamos el pozo cubierto de hierba—, proviene de aquí. La gente del pueblo dice que es una entrada al otro mundo.
—
¿Y
vos lo creéis?
—Yo sólo sé que este paraje es una bendición —replicó animosamente, tal fue el efecto que Isca me produjo aquel día de finales de verano. La marea alta había invadido el río, que fluía, profundo, entre sus verdes orillas, el sol alumbraba los edificios de blancas paredes y los frondosos árboles de los patios y, hacia el norte, las colinas cubiertas de laboriosos campos y granjas se extendían pacíficamente hasta las montañas. Parecía imposible que, poco tiempo atrás, una banda sajona hubiera arrasado esas colinas asesinando campesinos, capturando esclavos e incendiando cosechas. Tales sucesos habían tenido lugar durante el reino de Uther, y el mérito de Arturo consistía en haber arrinconado tanto al enemigo como si ni aquel verano ni en muchos más hubiera de volver a verse a un sajón libre en Isca y sus alrededores.
El palacio más pequeño se alzaba al oeste del montículo y en él vivían Arturo y Ginebra. Desde lo alto del misterioso montículo vimos el patio donde paseaban Ginebra y Ceinwyn y no había duda de que Ginebra era la única que hablaba.
—Quiere casar a Gwydre —me dijo Arturo— con Morwenna, por descontado —añadió con una rápida sonrisa.
—Ya es tiempo de que mi hija se despose —dije con fervor. Morwenna era una buena chica, pero llevaba una temporada malhumorada e irritable. Ceinwyn me decía que era un síntoma típico, cuando una muchacha llegaba a la edad de contraer matrimonio, y creo que yo sería el primero en agradecer el remedio.
Arturo se sentó en la hierba al borde de la cima mirando hacia el oeste. Tenía las manos llenas de pequeñas cicatrices oscuras, del horno de la herrería que había construido en el patio de los establos del palacio. Toda la vida le había atraído la fragua y podía pasar horas hablando con entusiasmo del arte de los herreros. Sin embargo en ese momento tenía otros pensamientos en la cabeza.
—¿Te importaría que el obispo Emrys bendijese los esponsales? —me preguntó tímidamente.
—¿Por qué habría de importarme? —pregunté, pues apreciaba a Emrys.
—Sólo el obispo Emrys —dijo Arturo—. Nada de druidas. Tienes que comprender, Derfel, que vivo aquí por la gracia de Meurig. Al fin y al cabo, él es el rey de estas tierras.
—Señor —empecé a protestar, pero me hizo callar con un ademán y me comí la indignación. Sabía que el joven rey Meurig era un vecino difícil. Le había molestado que su padre le privara temporalmente del poder, le irritaba no haber participado en la gloria de Mynydd Baddon y profesaba un rencor envidioso a Arturo. El territorio silurio de Meurig empezaba a pocos metros del montículo, en el otro extremo del puente romano que cruzaba el río Usk, y la parte oriental de Siluria, donde nos hallábamos, le pertenecía legalmente.
—Fue Meurig quien quiso que viniera a vivir aquí en condición de aparcero suyo —dijo Arturo—, pero fue Tewdric quien me concedió todos los derechos sobre las antiguas rentas reales. Al menos él agradece la victoria de Mynydd Baddon, pero dudo mucho que el joven Meurig apruebe el arreglo, de modo que aplaco su inquina dando pruebas de alianza con el cristianismo. —Hizo la señal de la cruz con una actitud teatral y una mueca de desprecio de sí mismo.
—No tenéis necesidad de aplacar a Meurig —repliqué furioso—. Dadme un mes y os traeré a ese miserable aquí de rodillas.
Arturo rompió a reír.
—¿Otra guerra? —Hizo un gesto negativo con la cabeza—. Aunque Meurig sea un insensato, nunca se ha mostrado a favor de la guerra, por eso no lo desprecio. Me dejará en paz siempre y cuando no le ofenda. Por otra parte, ya tengo bastantes conflictos entre manos como para preocuparme por Gwent.
Tratábase de conflictos nimios. Los Escudos Negros de Oengus seguían haciendo correrías a lo largo de la frontera occidental de Siluria y Arturo había situado pequeñas guarniciones de lanceros para combatir dichas incursiones. No sentía ira hacia Oengus, al contrario, lo tenía por amigo, pero Oengus era tan incapaz de resistirse al saqueo de las cosechas como un perro a rascarse las pulgas. La frontera septentrional de Siluria era más conflictiva porque lindaba con Powys, país que, desde la muerte de Cuneglas, se había sumido en el caos. Perddel, el hijo de Cuneólas, había sido proclamado rey, pero no menos de inedia docena de caciques se creían con mayores derechos a la corona, o, cuando menos, con poder suficiente para tomarla, de modo que el otrora poderoso reino de Powys había sido degradado a la sórdida condición de campo de batalla. Gwynedd, el empobrecido país del norte de Powys, saqueaba y robaba a placer, las bandas guerreras se enfrentaban entre sí, establecían alianzas temporalmente, no las cumplían, los unos masacraban a las familias de los otros y a la inversa y, cuando se veía amenazados de muerte, se refugiaban en las montañas. No obstante, el contingente de lanceros fieles a Perddel bastaba para mantenerlo en el trono, aunque no para someter a los caciques rebeldes.
—Creo que se impone nuestra intervención —me dijo Arturo.
—¿Nuestra, señor?
—La de Meurig y la mía. Bien, ya sé que odia la guerra, pero tarde o temprano caerán misioneros suyos en Powys y sospecho que tales muertes lo convencerán de enviar lanceros en apoyo de Perddel. Con la condición, claro está, de que Perddel se avenga a instaurar el cristianismo en Powys, cosa que sin duda hará a cambio de recuperar el reino. Y si Meurig inicia la guerra, seguramente me pedirá que vaya. Preferirá con mucho que mueran mis hombres antes que los suyos.
—¿Bajo la enseña del cristianismo? —pregunté con acritud.
—Dudo que aceptara otra —respondió Arturo con calma—. Ahora soy su recaudador en Siluria. ¿Por qué no habría de ser su señor de la guerra en Powys? —Sonrió irónicamente ante semejante perspectiva y me miró con inocencia—. Existe otra razón para casar a Gwydre y a Morwenna según el rito cristiano —dijo al cabo de un rato.
—¿Cuál es? —tuve que preguntarle, pues percibí claramente que esta segunda razón le avergonzaba.
—¿Y si Mordred y Argante no tuvieran descendencia? —preguntó.
No contesté inmediatamente. Ginebra había insinuado la misma posibilidad cuando hablé con ella en Aquae Sulis, pero parecía una suposición poco probable, y así se lo dije.
—De todos modos, si no hubiera descendencia —insistió Arturo—, ¿quién tendría más derecho que nadie al trono de Dumnonia?
—Vos, sin duda —dije, pues Arturo era hijo de Uther, aunque bastardo, y no había otros descendientes que pudieran reclamar el trono.
—No, no —dijo inmediatamente—. Yo no lo quiero. ¡Jamás lo he querido!
Miré hacia Ginebra con la sospecha de que había sido ella quien planteara la cuestión de la sucesión de Mordred.
—Entonces, sería Gwydre —dije— ¿Y él lo desea? —pregunté.
—Eso creo. Hace más caso a su madre que a mí.
—¿Vos no deseáis que Gwydre sea rey?
—Yo deseo que Gwydre sea lo que quiera —contestó—, y si Mordred no tiene heredero y Gwydre desea reclamar el trono, contará con mi apoyo. —Hablaba mirando a Ginebra y supuse que era ella la verdadera impulsora de tal ambición. Siempre había deseado desposarse con un rey, aunque se conformaría con ser madre de uno si Arturo rechazaba el trono—. Pero, como bien has dicho —prosiguió Arturo—, me parece una suposición poco probable. Espero que Mordred tenga muchos hijos; en caso contrario, no obstante, y si Gwydre ha de reinar, necesitará el apoyo de los cristianos. El cristianismo manda ahora en Dumnonia, ¿no es así?
—En efecto, señor —dije sombríamente.
—Por eso considero acertado celebrar los esponsales de Gwydre según el rito cristiano —dijo, y me dedicó una astuta sonrisa—. ¿Te das cuenta de lo cerca que se encuentra tu hija de convertirse en reina? —Sinceramente, jamás se me había pasado tal idea por la cabeza y se me debió de notar en la cara, porque Arturo se echó a reír—. Yo nunca habría escogido un matrimonio cristiano para Gwydre y Morwenna —admitió—. Si de mí dependiera, Derfel, los casaría Merlín.
—¿Tenéis noticias suyas, señor? —pregunté con interés.
—No. Esperaba que tú supieras algo.
—Sólo rumores —dije. Hacía un año que nadie sabía nada de Merlín. Había partido de Mynydd Baddon con las cenizas de Gawain, o al menos con un hato donde iban los huesos quebradizos y requemados de Gawain y algunas cenizas, que tanto podían ser suyas como de fresno y, desde entonces, nadie había vuelto a ver a Merlín. Corrían rumores de que había partido al otro mundo, de que estaba en Irlanda o en las montañas de poniente, pero nadie lo sabía con certeza. Me había dicho que iba a ayudar a Nimue, pero tampoco se sabía dónde estaba ella.
Arturo se puso en pie y se sacudió las hierbas de las calzas.
—Hora de comer —dijo—, y te advierto que es muy probable que Taliesin cante una canción aburridísima sobre Mynydd Baddon. Y lo que es peor ¡aún no la ha terminado! No para de añadir versos. Ginebra. opina que es una obra maestra y lo será, si ella lo dice, pero ¿por qué tengo que soportarla todos los días a la hora de comer?