Authors: Bernard Cornwell
—Entonces, ¿qué queréis de mí? —preguntó altivamente.
—¿Puedes levantar la maldición? —preguntó Ginebra.
—¡Sólo la oración puede levantarla! —declaró Morgana.
—Pero ya has orado —replicó Arturo, exasperado—, y también el obispo Emrys. Todos los cristianos de Isca oran y Ceinwyn sigue postrada.
—Porque es pagana —replicó Morgana en tono de acusación—. ¿Por qué habría de malgastar Dios su compasión con los paganos si tiene que cuidar de su propio rebaño?
—No has contestado a mi pregunta —dijo Ginebra ácidamente. Morgana y Ginebra se odiaban, pero por Arturo tratábanse con fría cortesía cuando se encontraban.
Morgana guardó silencio un momento y, finalmente, asintió con brusquedad.
—Se puede levantar la maldición —dijo— si creéis en esas supersticiones.
—Yo creo en ellas —dije.
—¡Sólo pensarlo es un pecado! —gritó Morgana, y volvió a santiguarse.
—Seguro que vuestro dios os perdona —dije.
—¿Qué sabes tú de mi Dios, Derfel? —me preguntó agriamente.
—Señora —dije, recordando cuanto Galahad me había contado a lo largo de los años—, sé que vuestro dios ama, que perdona y que mandó a su único hijo a la tierra para terminar con el sufrimiento de los demás. —Hice una pausa, pero Morgana no replicó—. También sé —proseguí en voz baja— que Nimue prepara un gran mal en las montañas.
El nombre de Nimue debió de convencerla, pues nunca dejó de rabiar por que Nimue, más joven que ella, le hubiera usurpado el lugar al lado de Merlín.
—¿Es una estatua de arcilla? —me preguntó—. ¿Hecha con sangre de niño y rocío y moldeada bajo los truenos?
—Exactamente.
Se estremeció, abrió los brazos y oró en silencio. Nadie hablaba. La oración duró mucho tiempo, y tal vez Morgana tuviera la esperanza de que la dejáramos allí, pero nadie se movió del patio y, por fin, bajó los brazos y se dirigió a nosotros otra vez.
—¿Qué amuletos usa la bruja?
—Bayas —dije—, esquirlas de hueso, brasas.
—¡No, idiota! ¿Qué amuletos? ¿Cómo llega a Ceinwyn?
—Tiene la piedra de un anillo de Ceinwyn y un manto mío.
—¡Ah! —exclamó Morgana, interesada a pesar de la repulsión que le producían las supersticiones paganas—. ¿Y para qué un manto tuyo?
—No lo sé.
—Es fácil, tonto —me espetó—, ¡el mal pasa a través de ti!
—¿De mí?
—¡No entiendes nada! —dijo—. ¡A través de ti, claro que sí! Tú has estado muy cerca de Nimue, ¿verdad?
—Sí —dije, y me ruboricé a mi pesar.
—¿Y qué símbolo tienes de ello? —preguntó—. ¿Te dio un amuleto? ¿Un trozo de hueso? ¿Alguna porquería pagana para colgártela al cuello?
—Me dio esto —dije, y le enseñé la cicatriz de la mano izquierda.
Morgana la miró de cerca y se estremeció. No dijo nada.
—Anula la maldición, Morgana —le rogó Arturo.
Morgana siguió en silencio.
—Está prohibido —dijo al fin— practicar cualquier forma de brujería. Las Santas Escrituras nos dicen que no debemos dejar con vida a las brujas.
—Entonces, decidme a mí lo que se ha de hacer —le suplicó Taliesin.
—¿A ti? —gritó Morgana—. ¿A ti? ¿Te crees capaz de contrarrestar la magia de Merlín? Si se ha de hacer, ha de hacerse con propiedad.
—¿Lo harás tú? —preguntó Arturo, y Morgana gimió. Hizo la señal de la cruz con su única mano sana y sacudió la cabeza como si hubiera perdido el habla por completo. Arturo frunció el ceño—. ¿Qué es lo quiere tu dios? —le preguntó.
—¡Vuestras almas! —gritó Morgana.
—¿Queréis que me convierta al cristianismo? —pregunté.
La máscara de oro con la cruz labrada se volvió hacia mí bruscamente.
—Sí —dijo Morgana sencillamente.
—Pues lo haré —contesté con igual sencillez.
Me señaló con la mano.
—¿Te bautizarás, Derfel?
—Sí, señora.
—Y jurarás obediencia a mi esposo.
Eso me contuvo, y la miré fijamente.
—¿A Sansum? —pregunté débilmente.
—¡Es obispo! —replicó Morgana rotundamente—. ¡Tiene autoridad divina! Tienes que jurarle obediencia, tienes que bautizarte, y sólo así levantaré la maldición.
Arturo me miraba sin parpadear. Tardé unos segundos en tragar la humillante exigencia de Morgana, pero pensé en Ceinwyn y asentí.
—Así lo haré —dije.
Entonces, Morgana deshizo la maldición jugándose la ira de su dios.
Lo hizo esa misma tarde. Llegó al patio del palacio ataviada con una túnica negra y sin la máscara, de modo que el horror de su rostro destrozado por el fuego, rojo y marcado, retorcido y surcado de protuberancias, quedó a la vista de todos. Estaba furiosa consigo misma pero fue fiel a su palabra y se dispuso a cumplir su cometido. Encendieron un brasero y lo alimentaron con carbón y, mientras el fuego se calentaba, unos esclavos llevaron unos cestos con arcilla de alfarero, la cual Morgana empezó a moldear en forma de mujer. Añadió sangre de un niño que había muerto en la ciudad por la mañana y agua que un esclavo recogió de la hierba húmeda del patio. No había truenos, pero Morgana dijo que el contrahechizo no lo precisaba. Escupía, horrorizada por lo que estaba haciendo. Modeló una imagen grotesca, una mujer con enormes pechos, las piernas separadas y el canal del nacimiento como una boca abierta, y en el vientre de la figura hizo un orificio y dijo que era el seno donde había que guardar el mal. Arturo, Taliesin y Ginebra observaban extasiados la forma que Morgana moldeaba. Después, Morgana dio tres vueltas alrededor de la obscena figura en el sentido del sol y, al final de la tercera, se detuvo, levantó la cabeza hacia las nubes y gritó. Creí que era presa de un dolor tan terrible que le impedía continuar y que su dios le mandaba dejar la ceremonia, pero entonces su cara deforme me miró directamente.
—Ahora necesito el vehículo del mal —dijo.
—¿Qué es? —pregunté.
La hendidura que tenía por boca pareció sonreír.
—Tu mano, Derfel.
—¿Mi mano?
Entonces vi que la hendidura sin labios sonreía.
—La mano que te une a Nimue —dijo Morgana—. ¿Cómo crees que canaliza el mal, si no? Tienes que cortártela, Derfel, y dármela.
—Seguramente... —quiso protestar Arturo.
—¿Me obligas a pecar —gritó Morgana enfrentándose a su hermano—, y luego pones en duda mi sabiduría?
—No —contestó Arturo apresuradamente.
—A mí me da lo mismo —replicó ella con indolencia—, si Derfel no quiere perder la mano, que así sea. Ceinwyn seguirá sufriendo.
—No —dije—, no.
Llamamos a Galahad y a Culhwch y Arturo nos llevó a los tres a la herrería, donde la forja ardía día y noche. Me quité el anillo de amantes y se lo di a Morridig, el herrero de Arturo, para que lo incrustara en el pomo de Hywelbane. Tratábase de un anillo de hierro común y corriente, un aro de guerrero, pero con una cruz de oro soldada, oro que yo robé de la olla de Clyddno Eiddyn, y Ceinwyn tenía otro igual.
Colocamos un grueso tocón de madera en el yunque. Galahad me sujetó con fuerza, rodeándome con ambos brazos, y yo me descubrí el brazo y puse la mano encima del leño. Culhwch me sostuvo el antebrazo, no para que no se moviera sino para después.
Arturo levantó a Excalibur.
—¿Estás seguro, Derfel? —me preguntó.
—Adelante, señor —le dije.
Morridig observaba, con los ojos como platos, la hoja, cuando tocó la viga que había encima de la fragua. Tras una pausa, Arturo asestó un solo mandoble. Fue un mandoble tremendo y al principio no sentí dolor alguno, pero entonces, Culhwch me arrastró por el brazo sangrante y me lo metió entre los tizones ardientes de la fragua, y entonces el dolor me estremeció el cuerpo de arriba abajo como un lanzazo. Grité y ya no recuerdo nada más.
Más tarde me contaron que Morgana tomó la mano cortada con la fatídica cicatriz y la encerró en el seno de arcilla. Luego, mientras entonaba un canto pagano antiguo como el tiempo, sacó la mano ensangrentada por el canal del nacimiento y la arrojó al brasero.
Y así fue como me hice cristiano.
Ha llegado la primavera a Dinnewrac. El monasterio se caldea y los balidos de los corderos y el canto de las alondras rompen el silencio de la oración. Crecen violetas blancas y pamplinas donde tanto tiempo hubo nieve, pero la mejor nueva es que Igraine ha dado a luz un niño. Es varón, y tanto la madre como el hijo viven. Demos gracias a Dios por ello y por la estación templada, pero por poco más. La primavera tendría que ser una época de felicidad, pero corren nefastos rumores de enemigos al acecho.
Los sajones han vuelto, mas nadie sabe si los incendios que divisamos en el horizonte oriental anoche son obra de lanceros sajones o no. Pero ardían con fuerza, alumbrando el cielo nocturno como si fuera el preámbulo del infierno. Al amanecer llegó un campesino con unos troncos de limero partidos para hacer otra cántara de mantequilla, y nos dijo que los incendios los habían provocado unos bandoleros irlandeses, aunque lo dudo, porque en las últimas semanas se habla mucho de bandas sajonas. Arturo consiguió mantener a los sajones a raya una generación entera, y para ello enseñó valor a nuestros reyes, mas nuestros gobernantes se han debilitado mucho desde entonces. Y ahora los sais vuelven como una plaga.
Dafydd, el amanuense de justicia que traduce estos pergaminos a la lengua britana, llegó a recoger los últimos hoy y me contó que, con toda seguridad, los incendios eran fechorías de los sajones, y luego me informó de que el hijo de Igraine va a llamarse Arturo. Arturo ap Brochvael ap Perddel ap Cuneglas; un buen nombre, aunque Dafydd manifestó disconformidad abiertamente, y al principio no entendí por qué. Es un hombre de baja estatura, parecido a Sansum, con la misma expresión afanosa y el mismo pelo hirsuto. Se sentó en mi ventana a leer los pergaminos terminados sin dejar de chistar en voz baja y mover la cabeza por causa de mi letra.
—¿Por qué Arturo abandonó Dumnonia? —se decidió a preguntar por fin.
—Porque Meurig insistió en que así lo hiciera —le dije— y porque nunca tuvo la ambición de reinar.
—¡Cuánta irresponsabilidad por su parte! —declaró Dafydd obcecadamente.
—Arturo no era rey —dije— y nuestras leyes dictan que sólo los reyes gobiernan.
—La ley es maleable —replicó con un respingo—, a mi entender, y Arturo tenía que haber sido rey.
—Estoy de acuerdo —contesté—, pero él no. No nació para ser rey, y Mordred sí.
—Entonces, tampoco Gwydre nació para ser rey —objetó Dafydd.
—Cierto, pero si Mordred hubiera muerto, Gwydre habría tenido tanto derecho como cualquiera, exceptuando a Arturo, claro, pero Arturo no quería ser rey. —Me pregunté cuántas veces habría explicado lo mismo—. Arturo vino a Britania porque juró proteger a Mordred y se retiró a Siluria habiendo conseguido cuanto se había propuesto. La unión de los reinos britanos, paz y justicia en Dumnonia y la derrota de los sajones.
Habría
podido oponerse a renunciar al poder, tal como le exigía Meurig, pero en el fondo no lo deseaba y devolvió Dumnonia a su rey por derecho, y hubo de ver el derrumbamiento de cuanto había logrado.
—Es decir, tendría que haberse quedado con el poder —insistió Dafydd. Creo que Dafydd tiene mucho en común con el santo Sansum, pues ninguno de los dos se equivoca jamás.
—Sí —dije—, mas estaba cansado. Prefería que otros cargasen con el peso. Si hemos de buscar un culpable, soy yo. Tenía que haber permanecido en Dumnonia en vez de pasar tanto tiempo en Isca, pero en aquellos momentos ninguno de nosotros vio lo que se estaba fraguando. Nadie se dio cuenta de que Mordred sería un buen soldado y, cuando nos lo demostró, nos convencimos de que moriría pronto y Gwydre sería el rey. De esa forma, todo habría salido bien. Pero vivíamos en la esperanza y no en la realidad.
—Continúo pensando que Arturo nos abandonó —dijo Dafydd, y por el tono comprendí por qué no le parecía adecuado el nombre del nuevo edling. ¿Cuántas veces habré tenido que escuchar esas mismas palabras de condena? Los hombres dicen que si al menos Arturo hubiera seguido en el poder, los sajones estarían pagándonos tributos todavía y Britania se extendería de un mar al otro; mas cuando Britania tenía a Arturo sólo supo criticarlo. Cuando daba al pueblo lo que quería, el pueblo se quejaba porque no era suficiente. Los cristianos lo atacaban porque favorecía a los paganos y los paganos lo vituperaban por tolerar a los cristianos, y todos los reyes, todos, excepto Cuneglas y Oengus mac Airem, le envidaban. El apoyo de Oengus no fue muy importante, sin embargo la muerte de Cuneglas supuso para Arturo la pérdida de su mejor baluarte entre los reyes. Por otra parte, Arturo jamás abandonó a nadie, fue Britania la que se abandonó a sí misma. Britania permitió que los sajones volvieran a hurtadillas, Britania se peleó consigo misma y luego culpó a Arturo de todo. ¡A Arturo, que le había dado la victoria!
Dafydd hojeó las últimas páginas.
—¿Ceinwyn se recuperó? —me preguntó.
—Gracias a Dios, sí —dije—, y vivió muchos años más. —Me disponía a contarle algunos detalles de aquellos años pero me di cuenta de que no le interesaban, de modo que me guardé los recuerdos para mí. Al final, Ceinwyn murió de una fiebres. Yo estaba con ella, y quería incinerarla, pero Sansum puso todo su empeño en que la enterrara a la manera cristiana. Obedecí y, un mes más tarde, hice que unos cuantos hombres, hijos de los nietos de mis antiguos lanceros, desenterrasen el cadáver y lo quemasen en una pira para que su espíritu se reuniera con el de sus hijas en el otro mundo, y de ese único acto pecaminoso no me arrepiento. Dudo que haya alguien dispuesto a hacerme el mismo favor cuando me llegue la hora, aunque tal vez Igraine, si lee estas palabras, mande levantarme una pira. Ruego que así sea.
—¿Cambiáis la historia al traducirla? —pregunté a Dafydd.
—¿Cambiarla? —me miró indignado—. Mi reina no me permitiría cambiar ni una sola sílaba.
—¿De verdad? —pregunté.
—Corrijo algunos errores gramaticales —dijo, recogiendo los pergaminos—, pero nada más. Supongo que ya casi habéis llegado al final del relato.
—En efecto.
—En tal caso volveré dentro de una semana —me prometió; guardó los pergaminos en una bolsa y salió apresuradamente. Un momento después, el obispo Sansum se coló en mi aposento. Llevaba un hato extraño bajo el brazo que al principio me pareció un palo envuelto en un manto viejo.