Authors: Bernard Cornwell
—Como un valiente, señor —dije. Tenía la espada llena de sangre y trataba de limpiarla con un puñado de arena—. ¡Ha matado, señor! —le dije.
—Bien —contestó; se acercó a su hijo y le rodeó los hombros con un brazo. Yo limpié la hoja de Hywelbane con una sola mano y luego me aflojé el cierre del yelmo y me lo quité.
Rematamos a los caballos heridos, soltamos a los indemnes, que regresaron a la fortificación, y recogimos armas y escudos de entre nuestros enemigos.
—No volverán —dije a Ceinwyn— hasta que reciban refuerzos. —Levanté la vista hacia el sol, que ascendía despacio por el cielo sin nubes.
Teníamos muy poca agua, sólo la que los hombres de Sagramor habían traído en su ligero equipaje, de modo que hubimos de racionar los pellejos. Sería una jornada larga y seca, sobre todo para los heridos. Uno tiritaba, estaba pálido, casi amarillo y, cuando Sagramor intentó darle un poco de agua a la boca, el hombre mordió convulsivamente el orificio del pellejo. Empezó a gemir, el sonido de su agonía nos carcomía el ánimo y Sagramor precipitó su muerte con la espada.
—Tenemos que encender una pira —dijo Sagramor— al final del brazo de tierra. —Señaló con la cabeza el terreno llano donde el mar depositaba maderos flotantes descoloridos por el sol. Al parecer, Arturo no lo oyó.
—Si quieres —dijo a Sagramor— puedes irte hacia poniente ahora.
—
¿Y
abandonaros aquí?
—Si os quedáis —replicó Arturo en voz baja—, no sé si podréis marcharos después. Sólo disponemos de una embarcación, Mordred recibirá refuerzos, pero nosotros no.
—Cuantos más vengan, a más mataremos —respondió Sagramor secamente, aunque creo que sabía que quedándose se aseguraba la muerte. En la nave de Caddwg podrían salvarse no más de veinte personas—. Alcanzaremos la otra orilla a nado, señor —dijo, señalando con la cabeza el lado oriental del canal que corría, raudo y hondo, rodeando la punta de tierra—. Los que sepan nadar, claro está —añadió.
—¿Tú sabes nadar?
—Nunca es tarde para aprender —replicó Sagramor, y escupió—. Además, todavía no estamos muertos.
Tampoco nos habían vencido aún, y cada minuto que pasaba nos acercaba más a la salvación. Vi a los hombre de Caddwg transportando la vela a la
Prydwen,
escorada a la orilla del agua. Ya reñía el mástil en su lugar, aunque todavía aparejaban la cuerdas del tope y, al cabo de una o dos horas, subiría la marca y la nave quedaría a flote otra vez, lista para la travesía. Sólo teníamos que resistir hasta el final de la tarde. Nos pusimos a levantar una pira enorme de maderos traídos por el mar y, cuando empezó a arder, colocarnos a nuestros muertos en medio del fuego. Los cabellos prendieron con grandes llamas y, poco después, empezó a oler a carne asada. Echamos más leña al fuego hasta que las llamas rugieron, rojas y blancas como el infierno.
—Una barrera de espíritus podría detener al enemigo —dijo Taliesin después de entonar un canto por los cuatro hombres cuyos espíritus salían flotando con el humo en busca de sus cuerpos de sombra.
Hacía años que no veía una barrera de espíritus, pero aquel día levantamos una. Fue una tarea macabra. Contábamos con treinta y seis cadáveres enemigos, los cuales decapitamos para clavar las cabezas en la punta de sus propias lanzas. Después plantamos las lanzas a lo largo de la lengua de tierra y Taliesin, que se destacaba con su túnica blanca y un asta de lanza a modo de vara de druida, fue pasando ante las cabezas ensangrentadas para que el enemigo creyera que estaba haciendo un encantamiento. Pocos hombres se atreverían a cruzar una barrera de espíritus sin la intervención de un druida que contrarrestara el mal y, tan pronto como la valla quedó terminada, descansamos aliviados. Compartimos una comida frugal a mediodía y recuerdo que Arturo miraba atribulado la valla de espíritus mientras comía.
—De Isca a esto —comentó en voz baja.
—De Mynydd Baddon a esto —dije yo.
—Pobre Uther —dijo encogiéndose de hombros; debía de pensar en el juramento que había convertido a Mordred en rey, el juramento que había desembocado en aquella punta de tierra soleada, a la orilla del mar.
Los refuerzos de Mordred llegaron a primera hora de la tarde, a pie principalmente, en una larga columna que se arrastraba por la orilla occidental del lago marino. Contamos más de cien hombres, y sabíamos que llegaban otros detrás.
—Estarán cansados —nos dijo Arturo—, y además tenemos la barrera de espíritus.
Pero el enemigo también contaba con un druida. Fergal llegó con los refuerzos y, unas horas después de que divisáramos la columna de lanceros, el druida se acercó a escondidas a la valla olisqueando el aire salado como un perro. Echó puñados de arena a la cabeza más cercana, saltó a la pata coja un momento, echó a correr hacia la lanza y la derribó. La valla estaba rota, Fergal levantó la cabeza hacia el sol y exhaló un gran grito de triunfo. Nos pusimos los yelmos, recogimos los escudos y nos pasamos las piedras de amolar de unos a otros.
Subió la marea, con la cual regresaron las primeras barcas de pesca. Las llamamos cuando pasaban frente a la punta de tierra, pero apenas nos prestaron atención, pues la gente común suele tener buenas razones para temer a los lanceros; entonces, Galahad mostró una moneda de oro y el cebo atrajo a una barca, que se acercó de mala gana a la playa y se detuvo en la arena junto a la pira. Los dos marineros, con el rostro surcado de tatuajes, se avinieron a llevar a las mujeres y a los niños a la embarcación de Caddwg, que ya casi estaba a flote nuevamente. Dimos oro a los pescadores, ayudamos a las mujeres y a los niños a embarcar y mandamos con ellos a un lancero herido para que los protegiera.
—Decid a los demás pescadores —pidió Arturo a los hombres tatuados— que hay oro para todo aquel que una su barca a la de Caddwg. —Se despidió brevemente de Ginebra, y yo de Ceinwyn. La abracé un momento pero me quedé sin palabras.
—Conserva la vida —me dijo ella.
—Así lo haré —dije—, por ti. —Ayudé a empujar la barca varada hacia el mar y me quedé mirando cómo se alejaba despacio por el canal.
Un momento después, uno de nuestro vigías montados llegó al galope desde la valla de espíritus, ya rota.
—¡Vienen, señor! —gritaba.
Galahad me ajustó la correa del yelmo, luego tendí el brazo y me apretó las correas del escudo. Me dio la lanza.
—Que el Señor sea contigo —me dijo, y recogió su escudo blasonado con la cruz cristiana.
No presentaríamos batalla en la dunas porque no contábamos con hombres suficientes para cubrir todo el frente de la zona rocosa del brazo de tierra con una barrera de escudos, y los hombres de Mordred podrían rodearnos por los lados y sitiarnos condenándonos a morir en un corro de enemigos cada vez más cerrado. Tampoco luchamos en la fortificación, porque allí también podían rodearnos y cerrarnos el acceso al agua cuando Caddwg llegara, de modo que nos replegamos hacia la punta estrecha de la lengua de tierra donde nuestros escudos podían abarcar el terreno de orilla a orilla. La pira todavía ardía, un poco más allá de la línea de algas que marcaba el límite de la pleamar y, mientras esperábamos al enemigo, Arturo ordenó que alimentaran el fuego con maderos del mar. Seguimos echando leña al fuego hasta que vimos acercarse a los hombres de Mordred, y entonces formamos la barrera de escudos a pocos pasos de las llamas. Colocamos la enseña de Sagramor en el centro de la formación, unimos los escudos por los bordes y aguardamos.
Éramos ochenta y cuatro hombres, Mordred llegaba con más de cien, pero tan pronto como avistaron nuestra barrera formada y dispuesta, se detuvieron. Unos cuantos jinetes de Mordred entraron en los bajíos del lago con la esperanza de hostigarnos por los flancos, pero el agua se hacía profunda rápidamente por donde pasaba el canal junto a la orilla sur y no lograron rodearnos a caballo; así pues, desmontaron y se fueron con los escudos y las lanzas a engrosar la larga barrera de Mordred. Miré al cielo, el sol declinaba, finalmente, por los montes occidentales. La
Prydwen
ya estaba casi a flote, aunque todavía había hombres trajinando con el aparejo. Pensé que no faltaba mucho para que llegara Caddwg, pero por el camino del oeste seguían apareciendo enemigos sin tregua. Las fuerzas de Mordred no dejaban de fortalecerse y nosotros sólo nos debilitaríamos.
Fergal, la barba intercalada de pelo de zorro y cuajada de huesecillos, se plantó delante de nuestra barrera de escudos y empezó a saltar a la pata coja con una mano levantada al aire y un ojo cerrado. Maldijo nuestros espíritus, nos encomendó al gusano de fuego de Crom Dubh y a la manada de lobos que merodea por el paso de la flechas de Eryri. Nuestras mujeres serían entregadas como juguetes a los demonios de Annwn y nuestros hijos serían clavados en los robles de Arddu. Maldijo nuestras lanzas y nuestras espadas y pronunció un hechizo para que se nos rompieran los escudos y las tripas se nos hicieran agua. Lanzaba las maldiciones a gritos y nos prometió que en el otro mundo tendríamos que buscarnos el alimento carroñeando entre los detritus de los perros de Arawn, y que nuestra agua sería la bilis de las serpientes de Cefydd.
—¡Se os nublarán los ojos de sangre —canturreaba—, se os infestarán las tripas de lombrices y la lengua se os volverá negra! ¡Presenciaréis la violación de vuestras mujeres y la muerte de vuestros hijos! —A algunos nos llamó por el nombre y nos amenazó con tormentos inimaginables, y para contrarrestar sus maldiciones cantamos la canción de guerra de Beli Mawr.
Desde aquel día hasta hoy no he vuelto a oír la canción nunca más en boca de guerreros, y jamás fue mejor cantada que en aquel estrecho de arena templado por el sol y rodeado por el mar. Éramos pocos, pero éramos los mejores guerreros que Arturo hubiera tenido nunca bajo su mando. Sólo había un par de lanceros jóvenes en aquella barrera de escudos, los demás éramos hombres curtidos, veteranos conocedores de la batalla que olíamos la carnicería y sabíamos matar. Éramos los señores de la guerra. Allí no había ni un solo hombre débil, ni uno solo en quien su compañero no pudiera confiar, ni uno solo al que pudiera flaquearle el valor, ¡y como cantamos aquel día! Ahogamos con nuestras voces las maldiciones de Fergal y seguro que la canción llegó por sobre el agua hasta donde aguardaban las mujeres, a bordo de la
Prydwen.
Cantamos a Beli Mawr, que unció el viento a su carro y cuya lanza era un tronco de árbol y cuya espacia segaba vidas enemigas como la hoz cardos. La canción hablaba de sus víctimas, esparcidas por los campos de trigo, y celebraba el numero incontable de viudas que su ira sembraba a su paso; describía sus botas cual ruedas de molino, su escudo cual montaña de hierro, y el penacho de su casco, tan alto que rascaba las estrellas. Cantamos con lágrimas en los ojos, inundando de terror el corazón de nuestros enemigos.
La canción terminaba con un aullido feroz, pero antes de que se extinguiera el grito, Culhwch salió cojeando de la barrera de escudos y amenazó al enemigo con la lanza. Se burló de ellos y los llamó cobardes, escupió en su linaje y los invitó a probar su lanza. Todos lo miraban pero nadie se prestó a aceptar el reto. Eran una banda andrajosa y temible, tan hecha a matar como la nuestra, aunque no al enfrentamiento en barrera de escudos, quizás. Eran la escoria de Britania y Armórica, los malhechores, los proscritos, los hombres sin ley que se habían hacinado en torno a Mordred por la perspectiva del botín y la violación. Sus filas se engrosaban con cada minuto que pasaba, no dejaban de llegar hombres a la lengua de tierra, pero llegaban fatigados, con los pies llagados, y el estrechamiento de la punta limitaba el número de hombres que podía avanzar a la vez contra nuestras lanzas. Nos harían retroceder pero no lograrían rodearnos por los flancos.
Al parecer, ninguno osaba enfrentaba a Culhwch, el cual se plantó delante de Mordred, situado en el centro de la línea enemiga.
—A ti te parió una ramera de sapo —le dijo al rey—, y tu padre era un cobarde. ¡Lucha conmigo! ¡Soy cojo, viejo y calvo! ¡Pero no te atreves contra mí! —Escupió a Mordred, mas ni aun así salió nadie a defenderlo—. ¡Niños! —se burló Culhwch, y dio la espalda al enemigo para mayor escarnecimiento.
En ese momento, un joven se destacó de entre las filas enemigas, el casco harto holgado para su cabeza de cara imberbe, la coraza un simple trozo de cuero y el escudo rajado entre dos tablones. Necesitaba matar a un campeón para ganar riqueza y embistió contra Culhwch gritando de odio; los hombres de Mordred lo animaban a voces.
Culhwch dio media vuelta medio agachado, con el escudo bajo, y apuntando la lanza a la entrepierna del contrincante. El joven levantó su lanza con la intención de clavarla por encima del escudo de Culhwch y lanzó un aullido de triunfo al asestar el golpe, pero el triunfal aullido se transformó en un grito ahogado, pues la lanza de Culhwch le arrebató el espíritu ensartándolo por la boca abierta. Culhwch, ducho en la guerra, retrocedió. El joven no llegó ni a rozarle el escudo, se tambaleó con la lanza clavada en la garganta, quiso girarse hacia Culhwch y se desplomó. Culhwch despojó al enemigo de su lanza de una patada, desclavó la propia y volvió a clavársela al moribundo con fuerza en el cuello. Entonces sonrió a los hombres de Mordred—. ¿Alguno más? —dijo. Nadie se movió. Culhwch escupió a Mordred y se reincorporó a nuestras filas entre vítores. Me guiñó un ojo al pasar cerca de mí—. ¿Has visto cómo se hace, Derfel? —me dijo—. Observa y aprende —y los hombres que me rodeaban se rieron.
La
Prydwen
ya estaba a flote, el casco claro se reflejaba en el agua, que rizaba un viento suave del oeste. Ese viento nos trajo el tufo de los hombres de Mordred, el olor mezclado del cuero, el sudor y el hidromiel. La mayoría de los enemigos estarían borrachos y muchos no osarían jamás enfrentarse a nuestros aceros sin haber bebido. Me pregunté si el joven que yacía con la boca y el gaznate negros de moscas habría necesitado el valor del hidromiel para enfrentarse a Culhwch.
Mordred arengaba a sus hombres para que avanzaran ya y los más valientes animaban a sus compañeros. Habríase dicho que el sol hubiera descendido mucho de pronto, pues empezó a deslumbrarnos; no me había dado cuenta de que había transcurrido mucho tiempo desde que Fergal nos maldijera y Culhwch retara al enemigo y, sin embargo, el ejército contrario aún no había reunido el valor necesario para atacar. Unos cuantos avanzaban pero ¡os demás quedaban atrás, y Mordred los maldecía mientras cerraba la barrera de escudos y conminaba a los hombres a avanzar de nuevo. Siempre ha sido así. Se necesita mucho valor para acercarse a una barrera de escudos, y la nuestra, aunque reducida, estaba muy bien trabada y repleta de guerreros famosos. Miré a la
Prydwen
y vi caer la vela de la verga; la vela nueva era de color escarlata, como la sangre, y lucía el oso negro de Arturo. Caddwg había gastado mucho oro en esa vela, pero ya no pude observar más la embarcación en la distancia porque los hombres de Mordred se acercaban por fin y los más valientes conminaban a los demás a correr.