Exilio: Diario de una invasión zombie (9 page)

BOOK: Exilio: Diario de una invasión zombie
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Encendí el micrófono y les dije (transcribo la conversación con la máxima fidelidad posible):

—A los hombres que tratan de apoderarse por la fuerza de estas instalaciones, les decimos, por favor, que cesen en sus acciones hostiles si no quieren que nos veamos obligados a contraatacar.

Yo había pensado que les oiría reírse por la radio, pero eran profesionales.

—Aquí no hay nadie que quiera violencia, tan sólo queremos hacernos cargo del complejo. Es propiedad del gobierno estadounidense y tenemos derecho a reclamar tales propiedades, de acuerdo con las leyes federales vigentes y las órdenes del Ejecutivo. Tan sólo les exigimos que nos permitan acceder a ellas. Nadie va a sufrir ningún daño.

Entonces fui yo quien quise reírme de ellos por la radio. Estábamos empatados. Era imprescindible que hablara en persona con el comandante de la unidad. Se lo solicité y me respondieron con excusas y evasivas.

—El oficial al mando se encuentra en su base y no está presente.

Pedí que la persona que me hablaba se identificase. Él se negó.

Le pregunté:

—¿Cuál es la verdadera autoridad en la que se fundamentan para reclamar este complejo?

—La autoridad del jefe de Operaciones Navales —me respondió.

—¿No se refiere al comandante del Cuerpo de Marines?

En un primer momento se hizo un silencio, y luego la voz metálica habló de nuevo, y me dijo:

—El comandante se halla en paradero desconocido. Entendemos que se encuentra con sus colegas del Estado Mayor en un lugar seguro, y también con el resto de los líderes de la nación... todos muertos.

—Así pues, ¿ahora ustedes se encuentran bajo control operativo naval?

—Somos el Cuerpo de Marines, Departamento de la Armada. —En ese momento sí que hubo una risa audible.

No me pareció que tuviera ya ningún sentido ocultar que habíamos sido nosotros quienes habíamos salvado a Ramírez y a sus hombres.

Seguramente los marines ya sabían que habíamos sido nosotros, y por eso le pregunté:

—¿Cómo están Ramírez y los otros hombres que salvamos del LAV averiado?

—Están bien, y ahora mismo uno de ellos se encuentra con nosotros. Ramírez ha regresado al campamento base y sirve en la defensa del perímetro, pero hay algo que habría querido entregarle cara a cara.

Con toda la severidad que fui capaz de transmitir por la radio, le grité al micro:

—¡Póngame ahora mismo con un oficial comisionado, marine!

—No puedo.

—¿Por qué no?

—Porque no tenemos ninguno... esto, quiero decir que no tenemos ninguno aquí.

El marine se había delatado. Empecé a preguntarme quién sería la persona que de verdad comandaba a esos hombres. Seguimos con las provocaciones hasta que, por fin, convencí al marine que hablaba por radio para que me pusiera con el suboficial de más alto rango que estuviera con ellos. El sargento de armas Handley se puso al habla.

El sargento me gritó:

—Hagan el favor de escucharme: necesitamos ese complejo como puesto de mando avanzado, porque aún quedan esperanzas. En estos momentos se están trazando planes para que lo que queda del ejército estadounidense acabe con esas criaturas y recupere el país.

Le pregunté si se habían comunicado muy a menudo con el jefe de Operaciones Navales.

—Establecemos comunicación regular con su portaaviones por radio de alta frecuencia, aunque con muchas interferencias. Todavía salen a volar desde el portaaviones, aunque con una autonomía muy limitada, y efectúan acciones de reconocimiento aéreo sobre el continente a fin de recopilar información sobre las personas que puedan seguir con vida en tierra. ¡Qué diablos!, en un par de ocasiones nos han arrojado armas cuando nos encontrábamos muy apurados.

Le pregunté:

—Entonces, ¿tengo que entender que buena parte de la Armada sobrevivió a la plaga?

Me respondió:

—En un primer momento, un gran número de barcos se transformaron en ataúdes flotantes. De los diez portaaviones que estaban en servicio activo al inicio de todo esto, hubo tan sólo cuatro que no sufrieron la infección ni se llenaron de muertos. Quizá también le interese saber que un submarino balístico lleva siete meses bajo el agua. Viven de huevos en polvo, fruta y carne seca. Es el último lugar donde todavía se mantiene el ciclo de vida normal... ahí dentro aún es posible morirse y no volverse a levantar.

Le pregunté al sargento de armas qué había querido decir.

Me respondió:

—Era un submarino con capacidad nuclear que se encontraba bajo el agua cuando todo esto empezó, y por eso no le ha afectado eso que hace que los muertos se levanten. Nos informaron por radio, en una frecuencia muy baja, de que sufrieron una muerte natural en el mes de febrero y el cadáver no resucitó. Al cabo de veinticuatro horas de observación, su médico puso el cadáver en la nevera y lo inmovilizó con redes. El cadáver no se ha movido en ningún momento. Es evidente que tarde o temprano se les acabará la comida y tendrán que salir a la superficie, pero, por ahora, son los únicos humanos no afectados de los que tengamos noticia. Ningún otro de los submarinos estratégicos ni de ataque rápido se encontró en un lugar que le permitiese evitar las radiaciones. A mí me parece que todos nosotros debemos de llevar esa plaga dormida dentro del cuerpo... a la espera del día en que nuestro corazón deje de latir. Estamos bien jodidos.

Luego se hizo un gélido silencio, interrumpido tan sólo por el estruendo ocasional de los cartuchos 5.56 que disparaban contra las criaturas.

—Mire, no querríamos tener que abrir un boquete en su local y tomarlo por asalto. ¿No podríamos llegar a un acuerdo pacífico? Hay civiles que viven en nuestro complejo y están felices de vivir allí.

Yo le contesté:

—A nosotros no nos hará feliz vivir allí, sargento, no somos ganado. Hemos sobrevivido por nuestra cuenta desde el principio, desde mucho antes de encontrar este sido.

—Me tiene usted impresionado. Pero eso no impide que el complejo donde viven se halle bajo jurisdicción militar.

—Sargento, no me ha dado usted ninguna prueba de que no sean ustedes un grupo de desertores sin sanción gubernamental.

—Fueron las decisiones y las vacilaciones del gobierno las que nos metieron en esta mierda y nos llevaron casi hasta el punto de extinción.

—Sí, sargento, no le diré que se equivoque del todo. Pero fuimos nosotros los que encontramos este sitio y no queremos vivir bajo un puño de hierro, aunque ese puño sea el del ejército estadounidense.

Me respondió con un «pues muy bien», y la comunicación se interrumpió. Todo esto ocurría la noche del 16. Dos horas después de que cesaran las comunicaciones por radio, hicieron estallar la primera de las cargas que tenían en el silo. No produjo ningún efecto, salvo una grieta apenas perceptible en los veinte centímetros de grosor de la ventana de cristal instalada en la puerta de entrada. Luego se produjo otra explosión, y luego otra. La cámara que retransmitía imágenes desde el silo ya había sufrido daños y se averió definitivamente con esta última detonación, y dejó de enviar imágenes. Las explosiones no conseguían su objetivo.

Al pensar en ello, me pregunté si los bandidos civiles habrían tenido alguna oportunidad de entrar con sus herramientas cortantes antes de que los matara. La aleación y el hormigón con fibra de vidrio con los que se había construido el Hotel 23 eran muy fuertes. Me imagino que tienen que serlo para resistir una explosión nuclear. Sentí muy levemente el aguijonazo del remordimiento al pensar que tal vez no hubiese sido necesario matar a los bandidos civiles. Tal vez hubieran desistido por sí mismos al darse cuenta de que no lograban nada con sus herramientas. Tal vez así no habría tenido que ver andar sus cadáveres abrasados. La razón me dice que se lo tuvieron merecido...

Me dolieron todas las sinapsis.

El sonido de otra explosión me apartó de estos pensamientos. Sentí un ligero cambio de presión. Este cambio me hizo apretarme la nariz, cerrar la boca y expulsar aire para aligerar la presión sobre los oídos. La explosión no causó daños en la estructura del complejo, pero sí había provocado vibraciones en la aleación, suficientes para producir un cambio repentino en la presión interior. Jan y Tara estaban muy preocupadas ante la posibilidad de que las capturasen y las enviaran a un campamento militar. Temían que las emplearan como cobayas en sus experimentos. Yo no iba a permitirlo. Las explosiones no las tranquilizaron en absoluto.

Laura lloraba, y
Annabelle
aullaba de miedo y escondía el rabo entre las patas cada vez que se producía una nueva explosión. Al cabo de treinta minutos, las explosiones cesaron. Seguramente se les habían terminado los explosivos. La radio crepitó de nuevo.

—¿Habéis tenido suficiente? ¿Por qué no abrís las puertas y salís en son de paz? No os haremos ningún daño.

Le pregunté al sargento de armas si le importaba que no abriéramos la puerta hasta el amanecer, porque queríamos tener tiempo para recoger nuestras pertenencias. Se lo tragó.

Reuní a los adultos y empezamos a discutir cuáles eran las cartas que podíamos jugar en esa situación. No teníamos muchas opciones. Cabía la posibilidad de huir de nuevo y buscar otra posición defendible, pero no encontraríamos ninguna que se pudiese comparar con el Hotel 23. Habríamos tardado años en construir una edificación igual de resistente y segura.

Jan propuso que nos marcháramos con la avioneta. Les dije que la Cessna no podría llevarnos a todos, y aún menos cargar con el equipamiento, y que esa opción quedaba descartada. Además, el estado de la avioneta no era óptimo; había perdido el freno de un lado. Era medianoche y teníamos seis horas para pensar en algo. Me volví hacia John, que siempre se sacaba ideas de la manga. Me dijo que no teníamos una salida plausible.

Yo no estaba seguro de que el enemigo tuviera noticia de la existencia de una salida alternativa, pero vimos vehículos aparcados en esa zona, cerca de la valla. Probablemente la habían localizado. La puerta frontal era una opción decente, pero al otro lado había un grupo creciente de muertos vivientes que golpeaba los batientes. La otra opción era confiar en los marines. Si respetaban la palabra dada, nos dejarían marchar después de tomar posesión del complejo.

Yo no tenía nada de ganas de escapar de nuevo, en esta ocasión con una mujer mayor, dos críos y un perro. Habríamos muerto bajo las garras y las fauces de esas criaturas antes de que terminara el mes. No sabía qué hacer. Me quedé yo solo en la habitación donde solía dormir y pasé revista a todas las posibles soluciones para nuestra situación. Si tuviera algún modo de ejercer presión sobre el enemigo...

Aún no me había llevado todas las cosas que tenía en la habitación que le había cedido a Dean. En un rincón de la sala había una caja pequeña con efectos personales, a la espera del día en el que me cansara de mirarla. Tuve la sensación de que ese día no iba a llegar. Contemplé la caja durante unos pocos minutos y pensé cómo íbamos a poder transportar nuestro equipamiento por campo abierto y sobrevivir. Me acerqué a la caja y pasé revista a su contenido. Dos uniformes de vuelo extra, unos guantes, un piernógrafo para pilotar, una pistola Glock 17, tres pequeñas fotografías familiares, seis cajas de munición de nueve milímetros y el adhesivo de identificación de velcro en el que, por supuesto, estaban bordados mi nombre, rango y escuadrón. No me lo había puesto desde el derrumbe de la civilización. ¿Para qué me habría servido? Finalmente, saqué la cartera de la caja...

Miré dentro de la cartera y encontré un buen número de carnets. Había sido miembro de la Asociación Nacional del Rifle cuando aún existía. Y no había pasado tanto tiempo. Parecía que tuviera el carnet de todas las cadenas de videotecas del país. ¿Me perdonarían las últimas cuotas si algún día llegaban a reconstituirse? Estoy seguro de que el servidor en el que quedaban registradas mis deudas ya estará totalmente oxidado el día en que se restablezca el suministro eléctrico. Si es que algún día llega a restaurarse.

Entonces sucedió algo que lo cambió todo. El mes pasado me había evocado a mí mismo con nostalgia al contemplar mi credencial del ejército. Faltaban dos años para que caducara. Me quedé allí, mirándola, y pasé el pulgar una y otra vez sobre el microchip insertado en el anverso. Mis datos se encontraban en ese chip y en el código de barras de la derecha. Allí también estaba mi foto. Una versión rapada e ingenua de mí mismo que en ningún momento habría pensado que los muertos pudiesen revivir.

Si esos hombres eran marines estadounidenses y se atenían al Código de Justicia Militar, estaban obligados a ponerse a mis órdenes, porque en ningún momento he perdido el rango de oficial comisionado. Si quedaba alguien que aún respetara la jerarquía militar, serían los marines. En las escasas ocasiones en que había tratado con ellos a lo largo de mi carrera, siempre se habían cuadrado cuando les hablaba. El propio sargento de armas me había dicho que no contaban con ningún oficial comisionado y que el militar de rango más elevado que había allí era él.

Me había mentido y no lo sabía.

Por lo menos en teoría, el militar de rango más elevado ahora era yo.

Me quedé de espaldas a la puerta, con los ojos perdidos en el carnet que sostenía con las manos, y entonces Dean me lo quitó por sorpresa y lo miró. Examinó con atención el carnet militar y entonces me miró a mí.

—Se parece mucho a usted, marinero —me dijo.

Yo le devolví la sonrisa, y le dije:

—Sí, es que ése era yo.

Me respondió:

—¡Y sigues siendo tú! ¡Lo que pasa es que has perdido el porte militar, y, además, te haría falta un buen corte de pelo!

Por unos instantes pensé que tal vez tuviese razón. Aunque hubiera cometido malos actos desde el pasado enero, quedaban unidades militares en activo y yo era oficial del ejército. Habían destruido mi unidad y probablemente no había supervivientes. Estaba seguro de ello; había sobrevolado mi antigua base y la había visto con mis propios ojos. Habían tomado la base y luego la habían destruido con explosivos nucleares. Fin de la partida. Por lo que yo sabía, debía de ser el único que quedaba con vida.

Reuní al grupo y les expliqué lo que pensaba hacer. Al principio, todos ellos se quedaron boquiabiertos, pero luego estuvieron de acuerdo en que era la única manera de salvar la situación.

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