Después hizo una pequeña pausa, durante la que ella sintió frío en las sienes y tensiones en el cuello.
Él irguió la cabeza. Con arrogancia, como cuando trataba con gente a la que no consideraba merecedora de su respeto. Con seguridad en sí mismo, como cuando no hacía caso de los malos consejos.
—Voy a hacer las maletas —anunció con demasiada claridad—. Tienes una semana para encontrar otro sitio donde vivir. Puedes llevarte de Havngaard lo que quieras. No va a faltarte nada.
Nete desvió la mirada del rostro de su marido y se quedó contemplando el agua. Bajó un poco la ventanilla y olfateó el olor de las algas. Transportada por olas oscuras que al final iban a engullirla.
Y retornó la sensación de sus desesperados días solitarios en la isla de Sprogø, donde el mismo mar cabeceante la tentaba para que pusiera fin a su vida miserable.
«No va a faltarte nada», había dicho, como si eso tuviera importancia.
Señal de que no la conocía.
Por un momento se concentró en la fecha del reloj, 14 de noviembre de 1985, y notó que sus labios vibraban mientras giraba la cabeza y lo miraba.
Los ojos oscuros de su marido parecían las cuencas de una calavera. Solo le interesaba la curva y la carretera que tenía delante.
Entonces ella levantó despacio la mano hacia el volante. Lo asió en el momento en que su marido iba a protestar, y tiró de él con todas sus fuerzas.
El potente motor del coche se revolucionó en vano mientras la carretera desaparecía bajo sus pies, y el ruido metálico al atravesar el seto ahogó las últimas protestas de su marido.
Cuando cayeron al mar fue casi como volver a casa.
Noviembre de 2010
Carl había oído hablar de los sucesos de la noche por la radio de la Policía al salir del adosado de Allerød camino del trabajo. En circunstancias normales nada le habría interesado menos que lo que atañía al trabajo de la Brigada Antivicio, pero aquello parecía diferente.
La propietaria de una agencia de señoritas de compañía había sido atacada con ácido sulfúrico en su piso de Enghavevej, y en la unidad de quemados del Hospital Central no les faltó trabajo.
Buscaban testigos, pero de momento sin resultado.
Ya habían interrogado a un montón de lituanos desaliñados, pero a medida que transcurría la noche iba quedando claro que el autor solo podía ser uno de los sospechosos, a quien no pudieron atrapar. Faltaban pruebas. La mujer atacada declaró cuando la ingresaron que no podría identificar al autor, y ahora tendrían que soltar a todos.
Aquello le sonaba a conocido.
Coincidió con el Témpano de Halmtorvet, Brandur Isaksen, de la comisaría del centro, mientras atravesaba la calle Polititorv camino del aparcamiento.
—¿Qué…? ¿Sales a incordiar al personal? —gruñó Carl al pasar junto a él. Y va el idiota y se para, como si Carl hubiera esperado una respuesta.
—Esta vez le ha tocado a la hermana de Bak —le comunicó Isaksen con frialdad.
Carl le dirigió una mirada nebulosa. ¿De qué coño le hablaba?
—Qué putada —respondió; siempre quedaba ese recurso.
—¿No has oído hablar del ataque de Enghavevej? La chica no tiene buen aspecto —continuó—. Los médicos del Hospital Central no han dado abasto esta noche. Oye, tú conoces bastante a Børge Bak, ¿verdad?
Carl echó la cabeza atrás. ¿Børge Bak? ¿Que si se conocían? ¿El subcomisario del Departamento A que primero pidió la excedencia y después la jubilación anticipada? ¿Aquel hipócrita cabrón?
—Éramos tan amigos como podemos serlo tú y yo — se le escapó a Carl por la comisura de los labios.
Isaksen asintió en silencio, cabreado. Desde luego, el amor mutuo que se profesaban no resistiría el aleteo de una mariposa.
—¿Conoces a la hermana de Børge, Esther Bak? — preguntó.
Carl miró hacia el pórtico, donde Rose se acercaba a paso corto con un bolso del tamaño de una maleta colgado del hombro. ¿Qué diablos había pensado? ¿Pasar las vacaciones en el despacho?
Sintió que Isaksen seguía su mirada, y dejó de observarla.
—No la conozco, pero tiene una casa de putas, ¿no? —respondió—. Ese terreno es más tuyo que mío, así que no quiero saber nada.
Las comisuras de los labios de Isaksen cedieron a la ley de la gravedad.
—Ya puedes imaginarte que Bak va a venir a Jefatura a meter las narices.
Carl dudó. ¿Acaso no había dejado Bak la Policía porque detestaba su trabajo y detestaba ir a Jefatura?
—Pues será bienvenido de todo corazón —declaró—. Pero que no baje a mis dominios.
Isaksen pasó los dedos por su pelo alborotado, negro como el carbón.
—No, claro. Ahí abajo bastante trabajo tienes con cepillarte a esa, ¿verdad?
Giró la cabeza en dirección a Rose, que desaparecía por la escalera.
Carl sacudió la cabeza. Isaksen podía irse a tomar por saco con su basura. ¡Cepillarse a Rose! Prefería entrar de monje en un convento de Bratislava.
—Carl —anunció treinta segundos más tarde el agente de la cabina de entrada—. La psicóloga esa, Mona Ibsen, ha dejado esto para ti.
Y le pasó un sobre gris por la puerta, como si fuera el acontecimiento del día.
Carl lo miró extrañado. Bueno, tal vez lo fuera.
El agente de guardia se sentó.
—Me han dicho que Assad ha entrado a las cuatro de la mañana. Desde luego, se toma su tiempo para sus cosas, ya lo creo. ¿Está planificando un ataque terrorista en Jefatura, o qué?
Y se echó a reír, pero se calló al ver la mirada plomiza de Carl.
—Pregúntaselo a él —respondió Carl, y pensó en la mujer que habían detenido en el aeropuerto solo por pronunciar la palabra «bomba». Un lapsus de dimensiones de primera plana, sin duda.
En su opinión, aquello era mucho peor.
Ya en el último peldaño de la escalera circular se dio cuenta de que Rose tenía un buen día. Lo golpeó un pesado aroma a clavo y jazmín, que le recordó a la vieja de Øster Brønderslev que pellizcaba en el culo a los hombres que no la miraban. Cuando Rose olía así le entraba a uno dolor de cabeza, y por una vez no se debía a su mala leche.
Assad sostenía la teoría de que era un perfume heredado, pero otros decían que esas mezclas empalagosas podían comprarse aún en ciertas tiendas indias a las que no interesaba que los clientes volvieran.
—Hola, Carl, ¡entra un momento! —gruñó Rose desde su despacho.
Carl suspiró. ¿Qué querría ahora?
Caminó con paso vacilante junto al caos de Assad, metió la nariz en el despacho aséptico de Rose y enseguida se fijó en el enorme bolso que había visto antes. Al parecer, el perfume de Rose no era lo único inquietante aquel día. Estaba también el montón de papeles que sobresalían del bolso.
—Eh… —empezó con cuidado, señalando los papeles. ¿Qué es eso?
Ella lo miró con aquellos ojos rodeados de carbón que anunciaban problemas.
—Unos casos antiguos que llevan todo el año sobre los escritorios de las jefaturas de distrito. Los casos que no nos pasaron la primera vez. Una de esas chapuzas en las que eres especialista.
Acompañó la última sugerencia con un gruñido gutural que quizá podría interpretarse como una carcajada.
—Las carpetas se entregaron por equivocación en el Centro Nacional de Inteligencia. Las traigo de allí.
Carl arqueó las cejas. Más casos. ¿Por qué diablos sonreía Rose?
—Sí, claro, ya sé en qué estás pensando: que es la noticia mala del día —se le adelantó ella—. Pero es que no has visto esta carpeta. No la he traído del CNI: estaba encima de mi silla cuando he entrado.
Le entregó una carpeta de cartón gastada. Estaba claro, quería que la hojeara de inmediato; pero en eso se equivocaba. A las malas noticias no se les podía hincar el diente sin más antes del cigarrillo de la mañana; además, las cosas debían transcurrir en su debido orden. Joder, acababa de llegar.
Sacudió la cabeza, entró en su despacho, arrojó la carpeta encima de la mesa y el abrigo sobre la silla del rincón.
El despacho olía a cerrado, y el tubo fluorescente parpadeaba más que de costumbre. Los miércoles solían ser los días más difíciles de sobrellevar.
Luego encendió el cigarrillo y trotó por el pasillo hasta el armario de las escobas de Assad, que presentaba el aspecto habitual. La alfombra de orar desenroscada en el suelo y una densa neblina de vapor de agua de mirto. El transistor sintonizado en algo que podría parecerse al grito de apareamiento del delfín mezclado con un coro de gospel reproducido en un magnetofón con la correa motriz floja.
Estambul a la carta.
—Buenos días —saludó Carl.
Assad giró lentamente la cabeza hacia él. Un amanecer en Kuwait no podía haber sido más rojo que el imponente órgano olfativo de su pobre ayudante.
—Santo cielo, Assad, no tienes buen aspecto —indicó Carl, retrocediendo un paso ante semejante espectáculo. Si la gripe iba a reinar en aquellas profundidades, tendría que hacer una excepción con su cuerpo.
—Llegó ayer —informó Assad, sorbiéndose los mocos. Había que buscar bien para encontrar unos ojos perrunos tan tristes.
—Vete a casa, pero ya —dijo Carl, cuando salía por la puerta. Aquella conversación no tenía por qué durar más. De todas formas, Assad no solía obedecer.
Carl regresó a la zona segura, puso las piernas sobre el escritorio y sopesó, por primera vez en su vida, si no sería un buen momento para un vuelo chárter a Gran Canaria. Dos semanas bajo la sombrilla con una Mona ligera de ropa al lado; no estaría mal, ¿eh? La gripe ya podía asolar cuanto quisiera las calles de Copenhague.
Sonrió al pensarlo, sacó el sobrecito de Mona y lo abrió. Casi bastaba con el perfume. Delicado y sensual, un resumen de Mona Ibsen. Lejos del sobrecargado bombardeo sensorial de Rose.
«Cariño mío», empezaba.
Sonrió. No se habían dirigido a él con tanta dulzura desde la vez que estuvo ingresado en el hospital de Brønderslev con seis puntos en el costado y el apéndice en un tarro de mermelada.
Cariño mío:
Esta noche ganso de San Martín en mi casa a las 19.30, ¿vale? Tienes que ponerte la chaqueta y traer el tinto. Ya me encargo yo de las sorpresas.
Besos,
Mona.
Carl sintió calor en sus mejillas. ¡Vaya mujer!
Cerró los ojos, dio una intensa calada al cigarrillo y trató de encontrar imágenes para la palabra «sorpresas». No eran imágenes para todos los públicos.
—¿Qué haces sonriendo con los ojos cerrados? — retumbó una voz por detrás—. ¿No vas a abrir la carpeta que te he dado?
Rose estaba en el vano de la puerta, con los brazos cruzados y la cabeza inclinada. Así que no iba a moverse hasta que él reaccionara.
Carl aplastó el cigarrillo y echó mano a la carpeta. Más le valía quitarse aquello de encima; de lo contrario, Rose iba a seguir allí de pie hasta tener los brazos bien anudados.
Eran diez folios descoloridos del juzgado de Hjørring. Se dio cuenta de qué era desde la primera página.
¿Cómo diablos había aterrizado aquel caso en la silla de Rose?
Dirigió una mirada rápida a la primera página. Sabía de antemano en qué orden venían las frases. Verano de 1978. Un hombre ahogado en el riachuelo de Nørre Å. Propietario de una fábrica de maquinaria pesada, apasionado de la pesca deportiva, y lo que eso suponía de pertenencia a diversos clubes. Cuatro huellas de pie frescas en torno a la silla de pescar y la bolsa gastada. No faltaba nada de su equipo: carrete Abu y cañas de a quinientas coronas cada una. Buen tiempo, nada anormal en la autopsia. Ningún fallo cardíaco ni infarto. Simple ahogamiento.
Si no fuera porque el agua apenas alcanzaba setenta centímetros de profundidad en el lugar donde lo encontraron, se habría despachado desde el principio como un accidente.
Pero lo que había llamado la atención de Rose no era la muerte, Carl ya lo sabía. Tampoco que nunca se hubiera esclarecido y, por tanto, fuera de lo más natural que lo tuvieran en el sótano. No, era el hecho de que en el expediente policial se incluían una serie de fotos, y que el careto de Carl aparecía en dos de ellas.
Suspiró. El hombre ahogado se llamaba Birger Mørck, y era su tío paterno. Un hombre jovial y generoso a quien admiraban tanto su hijo Ronny como Carl, y por eso iban de muy buena gana de excursión con él. Exactamente como hicieron aquel día para aprender los misterios y trucos de la pesca.
Pero un par de chicas de Copenhague habían atravesado toda Dinamarca y se acercaban a su destino en Skagen con sus finas camisetas sugerentemente empapadas de sudor.
Y la visión de aquellas dos rubias marchosas que se afanaban colina arriba fue como un aldabonazo para Carl y su primo Ronny, que dejaron las cañas y atravesaron el prado corriendo como ternerillos que ponen la pezuña en la hierba por primera vez en su vida.
Cuando dos horas más tarde volvieron al riachuelo con los contornos de las camisetas ajustadas de las chicas impresos para siempre en sus retinas, Birger Mørck ya había muerto.
Tras muchos interrogatorios y sospechas, la Policía de Hjørring renunció a seguir con el caso. Y pese a que nunca encontraron a las dos chicas de Copenhague, que eran la única coartada de los dos jóvenes, Ronny y Carl se libraron de más demandas. El padre de Carl pasó unos meses cabreado y desesperado, pero el caso no tuvo mayores consecuencias.
—No estabas tan mal entonces, Carl. ¿Cuántos años tenías? —se oyó la voz de Rose por la puerta entreabierta.
Carl dejó caer la carpeta en la mesa. No le apetecía nada que le recordaran aquellos tiempos.
—¿Cuántos años? Yo tenía diecisiete, y Ronny veintisiete. —Lanzó un suspiro—. ¿Tienes la más remota idea de por qué ha vuelto a salir a la luz el caso de repente?
—¡¿Que por qué?! —Rose se golpeó la cabeza con nudillos afilados como lanzas—. ¡Despierta, príncipe azul! Es lo que solemos hacer, ¿no? ¡Investigar antiguos casos de asesinato sin resolver!
—Sí. Pero, para empezar, ese caso fue catalogado de accidente, y además no ha crecido por generación espontánea en tu silla, ¿verdad?
—¿Qué quieres? ¿Que pregunte en la comisaría de Hjørring por qué ha aterrizado aquí y ahora?
Carl alzó las cejas. ¡Pues claro!
Rose giró sobre sus talones y chacoloteó hacia su propio coto. Había captado la señal.
Carl se quedó mirando al vacío. ¿Por qué coño tenía que volver a salir aquel caso? Como si no hubiera causado ya suficientes problemas.