Expediente 64 (35 page)

Read Expediente 64 Online

Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Expediente 64
4.01Mb size Format: txt, pdf, ePub

Tage no estaba acostumbrado a mover el cuerpo, así que el bolso que llevaba al hombro le golpeaba la cadera, y el sudor se colaba por su ropa nueva, dejando la chaqueta oscura bajo las axilas.

«Llegas tarde, llegas tarde, llegas tarde», oía con cada paso a la carrera que daba por el sendero, mientras gente de todas las edades pasaba corriendo a su lado.

Cada cigarrillo fumado hacía silbar sus pulmones, y cada birra y whisky bebidos hacían que le dolieran las piernas.

Se desabrochó la chaqueta y rogó a Dios llegar a tiempo, y cuando llegó eran las 12.35. Cinco minutos de retraso.

Por eso, de sus ojos brotaron lágrimas de agradecimiento cuando Nete lo hizo entrar, y él le entregó la invitación, tal como ponía en la carta que debía hacer.

Se sintió miserable en aquel piso tan elegante. Miserable ante su mejor amiga, que, ahora una mujer madura, lo recibía con los brazos abiertos. Le entraron ganas de llorar cuando ella le preguntó si estaba bien y si no quería una taza de té, y a los dos minutos, si quería otra taza.

Y quería haberle contado muchas cosas, pero de pronto se sintió mal. Quería haberle dicho que siempre la había querido. Que casi se murió de vergüenza por haberla traicionado. Se habría arrodillado y pedido perdón, si no fuera porque le entró una náusea tan fuerte que, sin querer, empezó a devolver sobre su elegante chaqueta nueva.

Nete le preguntó si se encontraba mal, y le ofreció un vaso de agua o más té.

—Aquí hace mucho calor, ¿no? —gimió él, tratando de aspirar hondo, pero los pulmones se negaban a obedecer. Y mientras ella iba en busca de agua, se llevó la mano al corazón y supo que iba a morir.

Nete contempló un momento la figura tumbada atravesada en la silla, con su horrible traje. Con el paso del tiempo, Tage había engordado más de lo que ella pudo imaginar. Solo el peso del torso casi la hizo caer cuando lo atrajo hacia sí para poder agarrar el cadáver por las axilas.

Dios mío, pensó, mirando el péndulo balancearse en el reloj. Esto va a llevarme demasiado tiempo.

Soltó el cuerpo, que cayó hacia delante. Se oyó un chasquido cuando la nariz y la frente de Tage impactaron contra el suelo. Esperó que el vecino de abajo no subiera corriendo por eso.

Entonces se arrodilló y empujó el cuerpo de Tage con tal violencia que rodó a un lado, en medio de su alfombra de Bujará. Empujó la alfombra con el cadáver hasta el umbral del largo pasillo, al que se quedó mirando, resignada. Maldita sea, ¿por qué no había pensado antes en eso? El suelo estaba cubierto por una alfombra continua de fibra de coco, no iba a poder arrastrar el cadáver sobre ella, pese a estar cubierto con la alfombra. Ofrecería demasiada resistencia.

Tiró del cuerpo con todas sus fuerzas, y consiguió salvar el rincón y llevarlo al principio del pasillo, hasta que desistió de seguir tirando.

Se mordió el labio. Le parecía que Rita ya le había dado suficientes problemas. Aunque no era tan pesada, su cadáver resultaba flácido de alguna manera. Como si también entre las costillas colgasen brazos y piernas. Cada dos por tres tenía que detenerse y volver a ponerle los brazos en el estómago, y al final tuvo que atarle las manos para poder transportarla.

Miró a Tage con repugnancia. Aquel rostro gastado y sudoroso y los brazos rechonchos estaban a años luz del chico con quien solía revolcarse.

Luego lo empujó hasta dejarlo en una postura sentada y lo impulsó hacia delante entre sus propias piernas como a un niño para que dé una voltereta en el aire. Así lo hizo avanzar medio metro.

Miró hacia el pasillo. A ese ritmo necesitaría al menos diez minutos para llevarlo hasta el cuarto hermético; pero ¿por qué parar ahora?

Así que le bajó la cabeza hasta el suelo. Lo hizo girar sobre su espalda. Repitió el procedimiento de levantarlo hasta quedar sentado, empujarlo hacia delante y hacerlo dar una vuelta de campana. Se trataba de empujar con tanta fuerza como para hacer de ello un movimiento continuo.

Pero tampoco fue tan fácil, y a Nete le dolía la pierna mala, su cadera y la espalda, y sus terminales nerviosas aullaban.

Cuando logró llevarlo hasta el cuarto con la mesa y las siete sillas, desistió de sentarlo en la silla junto al cadáver de Rita, sentado frente a la tarjeta con su nombre, con la cabeza caída sobre el hombro y el torso atado al respaldo.

Bajó la vista hacia Tage, tumbado con los ojos muy abiertos y los dedos encorvados. Vaya chapuza. Antes de acabar el día tendría que ponerlo en su sitio.

Después se sobresaltó: el bolsillo superior del horrible traje brillante de Tage estaba desgarrado. ¿Habría faltado siempre ese pedazo de tela? Tendría que comprobarlo.

Eran las 13.40, y Viggo llegaría dentro de cinco minutos.

Cerró bien la puerta del cuarto y observó el pasillo sin lograr divisar el pedazo de tela en ninguna parte. Tal vez hubiera sido siempre así, tal vez faltara de siempre, tal vez no había reparado en ello antes. Porque su mirada no abandonó el rostro de Tage ni por un segundo desde que se sentó en la silla.

Entonces aspiró hondo y fue al cuarto de baño a asearse un poco. Observó con satisfacción su rostro sudoroso, porque lo estaba haciendo bien. El concentrado de beleño producía el efecto deseado, y el plan funcionaba. Existía, claro está, la posibilidad de que llegara una reacción por la noche, cuando todo hubiera terminado. Que de pronto viera a aquellas personas del comedor de manera diferente a como las veía ahora. Tal vez, aunque iba a intentar evitarlo con todas sus fuerzas, no pudiera dejar de pensar en que también ellos habían tenido gente alrededor que alguna vez los amó y albergó sueños sobre ellos.

Lo que pasaba era que no quería pensar en eso ahora. No convenía.

Se arregló el pelo y pensó en los que faltaban por llegar. ¿También Viggo se habría puesto tan enorme como Tage? En tal caso,
tenía que
llegar a la hora. De lo contrario, no se atrevía a pensar lo que podría ocurrir.

Fue entonces cuando pensó en el corpachón de Curt Wad y el peso que tendría, y ocurrió en el instante en que reparó en que el abrigo de Rita estaba aún en el colgador de la entrada.

Lo descolgó y lo arrojó a la cama, junto al bolso de Rita, y del bolsillo del abrigo cayeron unos cigarrillos.

Malditos cigarrillos, pensó. Qué caro le había resultado a Rita su puñetero vicio.

28

Noviembre de 2010

—Os comunico que el jefe de mantenimiento ha prohibido a los hombres usar el servicio de caballeros del pasillo hasta el miércoles, cuando pasará a verlo —dijo Rose con los brazos en jarras—. Por lo visto, ayer alguien taponó por completo el inodoro a base de papel higiénico. ¿Quién puede haber sido?

Giró la cabeza, que miraba a Assad, y miró a los ojos a Carl, con las cejas alzadas hasta el flequillo negro.

Carl se alzó de hombros, impotente. ¿Cómo iba a saberlo él?, significaba en el lenguaje corporal internacional. En su propio lenguaje personal significaba que a Rose ni le iba ni le venía, y que no tenía intención de discutir sus hábitos en el baño ni sus problemas intestinales con una subordinada del sexo opuesto. Y ya está.

—Así que cuando empleéis el servicio de señoras tendréis que orinar sentados o bajar la tapa después de usarlo.

Carl arrugó el entrecejo. Aquello era demasiado íntimo.

—Comprueba todos los datos que tengas sobre Nete Hermansen, y hazme una lista con ellos. Pero antes dame el número de ese periodista, Søren Brandt —fue su respuesta. Si ella quería molestarlo, que lo hiciera cualquier otro día, no en sus días libres. ¿Hasta dónde íbamos a llegar?

—Acabo, o sea, de hablar con ese Brandt, Carl —dijo Assad con la cabeza inclinada sobre una taza humeante de una sustancia que apestaba a caramelo.

Carl ladeó la cabeza. ¡Atiza!

—¿Dices que acabas de hablar con Søren Brandt? — preguntó con el ceño fruncido—. No le habrás dicho que hemos robado los expedientes, ¿verdad?

Assad se puso en jarras.

—¿Crees acaso que los dromedarios meten los pies en el lago del que beben?

—¿Se lo has dicho?

Assad bajó las manos.

—Bueeno, pero solo un poco. Le he dicho que teníamos algo sobre Curt Wad.

—¡¿Y…?!

—Y un poco sobre ese Lønberg de Ideas Claras.

—¿Sabemos algo de él?

—Sí, estaba en la L. Nørvig fue su abogado en algunos casos.

—Ya volveremos a eso. ¿Qué te ha respondido Søren Brandt?

—Ha dicho que había oído algo sobre La Lucha Secreta. Que llegó a hablar con la primera esposa de Nørvig, quien le contó que había enfermeras y médicos que llevaban años enviando a embarazadas socialmente desfavorecidas a gente de la asociación para que les hicieran un reconocimiento ginecológico. Y, sin que las mujeres supieran en qué se metían, terminaban a menudo abortando. Y ese Søren Brandt tenía también algo de material que podría intercambiar con el nuestro si le damos copias de lo que tenemos.

—¡Santo cielo! No tienes ni idea de en qué te has metido, Assad. Nos van a sacar del cuerpo a patadas si se hace público que hemos conseguido pruebas materiales entrando en la casa por la fuerza. Dame su número.

Carl tecleó el número con una mala sensación en el cuerpo.

—Sí, acabo de hablar con su compañero —hizo saber Søren Brandt tras una breve introducción. Sonaba joven y ambicioso. Esos eran los peores.

—Tengo entendido que has hablado con Assad de un intercambio.

—Sí, es fantástico. Todavía me faltan algunas conexiones entre las personas que hay detrás de Ideas Claras y La Lucha Secreta. A ver si podemos frenar a esos locos antes de que consigan poder.

—Perdona, Søren, pero me temo que Assad te ha prometido demasiado. Vamos a entregar el material al fiscal.

El periodista se echó a reír.

—¿Al fiscal? Es un disparate, pero respeto que defienda su empleo. El trabajo no crece en los árboles en la Dinamarca actual. Tranquilo, nada ni nadie me arrastrará a confesar.

Joder, era como oírse a sí mismo.

—Escuche, Mørck. La gente que rodea a Curt Wad son militantes. Asesinan sin escrúpulos a niños sin nacer. Tienen un buen sistema para borrar sus huellas. Disponen de millones de coronas para contratar a sicarios, y nadie desearía cruzar espadas con esos sicarios. ¿Cree acaso que en este momento vivo en el domicilio que consta en el registro civil? Ni de casualidad. Tomo mis precauciones, porque esos no se andan con chiquitas si alguien plantea alguna duda acerca de la repugnante visión que tienen de las personas y de la política que practican, se lo aseguro. Basta con mirar lo de ese médico, Hans Christian Dyrmand. Si quiere saber mi opinión, lo obligaron a tragar los somníferos. Así que me callo la boca, ¿entiende?

—Hasta que hagas público todo el mogollón, ¿no?

—Pues sí, hasta entonces. Y estoy dispuesto a ir a la cárcel para proteger a mis fuentes, no le quepa la menor duda. Solo quiero humillar a Curt Wad y a su chusma.

—Vale. Pues te diré que estamos investigando una serie de desapariciones que parecen tener relación con las mujeres que encerraban en Sprogø. ¿Es una hipótesis razonable que Curt Wad también tenga que ver con eso? Sí, ya sé que son cosas de hace cincuenta años, pero tal vez sepas algo.

Oyó la respiración casi inaudible del periodista, y luego se hizo el silencio.

—¿Estás ahí?

—Sí, sí —se oyó—. Déjeme concentrarme un poco. Una tía materna de mi madre estuvo internada en Sprogø, y contaba unas historias espantosas. No hablaba de Curt Wad, pero sí de otros de su calaña. No sé de qué manera pudo estar implicado en esa aberración, pero le aseguro que no me extrañaría.

—Bien. He hablado con un periodista, Louis Petterson, que en su tiempo escribió algunos artículos críticos sobre Curt Wad. ¿Lo conoces?

—De oídas. Y sus artículos, claro. Es la síntesis de todo contra lo que luchan los periodistas decentes. Trabajaba por su cuenta, y de hecho había dado con algo muy interesante, pero por lo visto Curt Wad hizo que cambiara de opinión al darle trabajo en Benefice, una agencia de noticias bastante tendenciosa, seguro que con un buen sueldo. Y los artículos críticos cesaron de la noche a la mañana.

—¿También a ti te ha ofrecido algo así?

Søren Brandt rio.

—Todavía no, pero con esas hienas nunca se sabe. Para empezar, en la asamblea de Ideas Claras de ayer les he metido caña a Curt Wad y a Lønberg.

—Vaya. A propósito de Lønberg, ¿qué sabes de él?

—Wilfrid Lønberg, la mano derecha de Curt Wad, su ojito derecho. Padre de la directora en la sombra de Benefice, cofundador de Ideas Claras y militante activo de La Lucha Secreta. Sí, creo que deberían investigarlo. Él y Curt Wad son la pura reencarnación de Josef Mengele.

Divisaron el resplandor del fuego antes de llegar a la casa. Para ver ese tipo de detalles no había como una tarde oscura de noviembre.

—Por lo demás, es un barrio elegante —opinó Assad, señalando con la cabeza las mansiones de alrededor.

La casa de Lønberg no era muy diferente del resto: blanca y de techos altos, con ventanas con cuadrícula y tejas esmaltadas. Estaba algo más apartada de la carretera, así que el trayecto por la crujiente gravilla de acceso fue todo menos silencioso.

—¿Qué hacen en mi terreno? —oyeron.

Rodearon un seto y observaron a un hombre mayor con una bata marrón y recios guantes de jardinero.

—Aquí no se les ha perdido nada —dijo, enfadado, y se puso delante del barril de aceite llameante al que arrojaba papeles de una carretilla que tenía al lado.

—Permítame observar que este tipo de fogatas al aire libre está prohibido —informó Carl, mientras intentaba identificar de qué tipo de documentos se trataba. Seguramente expedientes y documentación de la basura que defendían Lønberg y los de su ralea.

—No me diga… ¿Dónde pone eso? Tampoco estamos en época de sequía, ¿no?

—Vamos a tomarnos la molestia de llamar al cuerpo de bomberos de Gentofte para aclarar las ordenanzas municipales sobre quema de desechos —dijo Carl, volviéndose hacia Assad—. Assad, haz el favor de llamar.

El hombre sacudió la cabeza.

—Pero bueno, si no son más que papeles viejos, ¿a quién puede molestar?

Carl sacó su placa de policía.

—Supongo que podría molestar a alguien que esté destruyendo material que tal vez pudiera arrojar luz sobre un montón de preguntas acerca de sus actividades y las de Curt Wad.

Other books

The Vines by Christopher Rice
Caribbean Casanova by Bayley-Burke, Jenna
Eyeless In Gaza by Aldous Huxley
The Keeper by Long, Elena
Guardians of the Sage by Harry Sinclair Drago
Great Apes by Will Self
Fateful 2-Fractured by Cheri Schmidt
El caballero del rubí by David Eddings