—Pues está dormida —fue la respuesta, cosa que le venía de perlas a Carl. Después, aquel ser inflexible continuó—: Últimamente no hay quien la aguante. Fuma en la habitación, aunque sabe de sobra que está prohibido, porque está prohibido en toda la residencia. No sabemos de dónde saca los puritos, pero tal vez sepa
usted
algo de eso.
Carl proclamó su inocencia. Llevaba meses sin aparecer por allí.
—Pues al menos le acabamos de confiscar un paquete de puritos. Es un auténtico problema. Dígale que debe tomar sus pastillas de nicotina cuando tenga ganas de fumar. Eso al menos no hace daño, excepto en la cartera.
—Me acordaré de decírselo —repuso Carl, que no había prestado atención a lo que decía.
—Hola, Karla —saludó a su suegra, aunque sin esperar respuesta. La camarera de dos generaciones en la vida nocturna de Copenhague estaba tumbada en el sofá con los ojos cerrados, ventilando sus muslos flacos en un quimono que Carl había visto antes, aunque nunca tan entreabierto.
—Oh, querido —respondió, sorprendentemente, abriendo los ojos y parpadeando con coquetería. Ni Bambi podría haberlo hecho mejor.
—Eh… soy Carl. Tu yerno.
—Mi policía guapo, grande y fuerte. ¿Has venido a visitar a esta poquita cosa? ¡Qué encantador!
Carl quería decirle que en adelante la visitaría con más regularidad, pero, como siempre, era difícil colar alguna palabra cuando estaba con la mujer que había enseñado a Vigga a hablar con frases tan largas que era un milagro que no se desvaneciera por falta de aire.
—¿Quieres un purito, Carl? —preguntó, sacando un paquete de Advokat y un encendedor desechable de debajo del cojín sobre el que descansaba.
Lo abrió con un gesto de exagerada profesionalidad y le ofreció uno.
—Aquí no puedes fumar, Karla. ¿De dónde sacas los puritos?
Ella se inclinó sobre él de forma que el quimono ofreció también una visión fugaz de las maravillas de la parte superior de su cuerpo. Era casi demasiado, todo a la vez.
—Le hago favores al jardinero —confesó, dándole un codazo. Luego repitió el codazo—. Ya sabes, personales.
Era difícil elegir entre santiguarse o inclinarse ante la libido de los ancianos.
—Sí, ya sé que debo recordar tomar mis pastillas de nicotina, ya me lo han dicho.
Sacó un paquete y se llevó una pastilla a la boca.
—Al principio me daban chicles de nicotina, pero no funcionaban. Se me quedaba pegada la dentadura postiza y se soltaba, así que ahora me dan pastillas.
Sacó un purito del paquete y lo encendió.
—Y ¿sabes qué? Sabe muy bien masticarlas y fumar al mismo tiempo.
Septiembre de 1987
—No, gracias, no me gusta el té —dijo Viggo cuando Nete se disponía a servirle en el aparador.
Se volvió hacia él, asustada. Y ahora ¿qué?
—Pero una taza de café no me vendría nada mal. Un viaje así de un par de horas te deja algo embotado, y un café entra bien.
Nete miró la hora. Diablos, era la segunda vez que se manifestaba la preferencia por el café. ¿Cómo era posible que no lo hubiera previsto? Solo pensó que todos tomaban té en aquella época, estando tan de moda. Té de escaramujo, té de hierbas, té de menta, la gente se metía entre pecho y espalda todo tipo de tés, y estaba muy bien, porque el té era perfecto para mezclar con el beleño. Pero el café también lo sería. ¿Por qué diablos no había comprado nescafé en el supermercado al hacer la compra?
Se llevó la mano a la boca para que él no oyera su respiración, agitada de pronto. ¿Qué iba a hacer ahora? No había tiempo para ir corriendo hasta Nørrebrogade a comprar café, poner agua a hervir, hacer café y verter en la taza las gotas de beleño.
—Y con algo de leche —se oyó desde la silla—. Mi estómago ya no es lo que era.
Y soltó la risotada que en otros tiempos hacía que Nete se sintiera confiada.
—Un momento —se disculpó Nete, fue a la cocina y puso agua a hervir.
Después abrió rápido la puerta de la despensa y comprobó que era verdad,
no
había café de ningún tipo; observó la caja de herramientas, abrió la tapa y observó el martillo.
Si lo empleaba, tendría que pegar fuerte, y entonces brotaría sangre, tal vez incluso mucha; y no podía ser.
Por eso agarró resuelta el monedero de la mesa de la cocina y se dirigió a la puerta de entrada, la abrió y caminó los escasos pasos hasta la puerta de su vecina.
Tocó el timbre, frenética, contando los segundos, mientras el pequeño perro tibetano gruñía tras la puerta. Claro que también podía envolver la cabeza del martillo con un trapo y darle en la nuca. Por lo menos lo dejaría inconsciente, y después podría verter en su boca el extracto de beleño sin diluir.
Nete asintió en silencio para sí. No le gustaba la idea, pero era lo que debía hacer. Cuando giraba para volver a su piso y terminar de una vez, la puerta a sus espaldas se abrió.
Nunca se había fijado en aquella vecina, pero ahora que estaban frente a frente reconoció los labios cansados de la vida y los ojos escépticos tras unas gafas gruesas, muy gruesas.
Tardó un rato en darse cuenta de que la vecina no sabía quién era ella. Muy comprensible, dado que solo se habían saludado un par de veces en la escalera, y además la señora era corta de vista.
—Ah, perdone, soy su vecina, Nete Hermansen —dijo Nete mirando al perro, que gruñía junto a los pies de la vecina—. Se me ha acabado el café, y como mi invitado solo se queda un rato, pensaba que tal vez…
—Mi vecina se llama Nete Rosen —dijo la señora, desconfiada—. Lo pone en la puerta.
Nete aspiró hondo.
—Sí, lo siento. Es que Hermansen es mi apellido de soltera, y ahora me llamo así. Es lo que pone ahora en la puerta.
Mientras la vecina se inclinaba un momento para inspeccionar la prueba de la puerta, Nete arqueó las cejas para tener el aspecto sincero y respetable de una buena vecina. Pero en su interior la desesperación gritaba hasta desgañitarse.
—Se lo pagaré, claro —aseguró, mientras refrenaba su respiración y sacaba del bolso un billete de veinte coronas.
—Lo siento. No tengo café —dijo la vecina.
Nete trató de sonreír, dijo gracias y dio la vuelta. Tendría que ser con el martillo.
—Pero tengo un poco de nescafé —oyó a su espalda.
—¡Enseguida voy! —gritó desde la cocina mientras vertía algo de leche en una jarrita.
—Tienes una casa muy bonita, Nete —se oyó la voz de Viggo desde la puerta entreabierta de la cocina.
Casi se le cayó la taza de café cuando él alargó la mano para llevársela a los labios. No estaba programado que lo tomase ahora. Antes tenía que añadirle el beleño.
Asió la taza y siguió adelante.
—No, déjame a mí. Venga, siéntate —dijo—. Tenemos que hablar de muchas cosas antes de que llegue el abogado.
Oyó por detrás su caminar lento, que se detuvo en seco junto a la puerta de la sala.
Nete miró hacia él, y se sobresaltó cuando Viggo se agachó hasta la bisagra inferior de la puerta y tiró de algo que colgaba. Ella se había dado cuenta enseguida de qué era. Un pedazo de tela. De color azul marino brillante. Así que era allí donde se desgarró la chaqueta de Tage.
—¿Qué es esto? —preguntó Viggo sonriendo, mientras se lo enseñaba.
Nete sacudió un poco la cabeza y depositó la jarrita de la leche junto al frasco de extracto de beleño. En dos segundos podría añadirlo al café, y la leche vendría después.
—¿Quieres azúcar? —preguntó, dándole la espalda con la taza preparada en la mano.
Él estaba a solo un paso.
—¿Es tuyo?
Nete avanzó un paso hacia él mientras hacía como que trataba de recordar qué podía ser.
Después echó una carcajada.
—¡Por Dios, qué va! ¿Quién puede imaginarse que vista algo así?
Viggo frunció el entrecejo, y a Nete no le gustó nada.
Luego avanzó hacia la luz de la ventana y volvió a examinar la tela. Demasiado tiempo y con demasiado detalle.
Entonces la taza de café empezó a tintinear en la mano de Nete.
Viggo se volvió hacia ella para identificar el origen del tintineo.
—Pareces nerviosa, Nete —dijo, mirando a su mano—. ¿Pasa algo?
—No, hombre, ¡qué va a pasar!
Nete depositó la taza sobre la mesa baja junto a la butaca.
—Siéntate, Viggo, tenemos que hablar de la razón por la que te he pedido que vinieras, y por desgracia no tenemos mucho tiempo. Toma el café mientras te cuento qué voy a hacer.
¿Es que no iba a dejar de cavilar sobre la maldita tela?
Él la miró.
—Pareces estar algo indispuesta, Nete. ¿Lo estás? — preguntó con la cabeza ladeada, mientras Nete le indicaba por señas que se sentara.
¿Era tan evidente? Tendría que ocuparse de cuidar mejor sus reacciones.
—Pues sí, lo siento —replicó—. Pero es que estoy enferma, ya sabes.
—Lo siento —se disculpó él sin pizca de simpatía, y le enseñó la tela.
—Mira esto. ¿No parece de un bolsillo de pecho? ¿Cómo diablos puede un pedazo de bolsillo de pecho quedarse colgando de la bisagra más baja de una puerta?
Nete la agarró y la miró más de cerca. ¿Qué podía decir?
—Creo que ya sé lo que es —aventuró Viggo—, y me parece raro.
Nete dirigió la mirada hacia él con un movimiento demasiado rápido. ¿Qué ocurre? ¿Qué es lo que sabe?, pensó.
Viggo frunció el ceño.
—¿Te has asustado un poco, Nete? Es lo que me ha parecido.
Sopesó la tela en la mano sin apartar su mirada de la de ella, y las arrugas de su frente se acentuaron.
—He venido media hora antes, Nete, y me he quedado a la sombra de los árboles fumando un par de pitillos mientras esperaba. Y ¿sabes qué ha pasado?
Nete sacudió poco a poco la cabeza, pero no logró que el entrecejo de Viggo se relajara.
—He visto llegar a un hombre muy gordo vestido con el traje más horrible que he visto en mi vida, y mira que he visto trajes feos. Y el traje estaba hecho de una tela idéntica a esta. Es una tela bastante especial, ¿no te parece? Pues el hombre ha llamado por el interfono de este portal. Un hombre vestido con esta misma tela — dijo, volviendo a enseñársela—. ¿No te parece una extraña coincidencia?
Asintió con la cabeza como queriendo reforzar su pregunta. Luego la expresión de su rostro cambió. Ya entonces Nete se dio cuenta de que la próxima pregunta podía resultar fatal.
—Teníamos que venir a la hora en punto, y decías que era porque tenías otras citas. Yo lo interpreté como que esperabas a otras personas. Por eso te pregunto ahora: ¿podría ser el hombre del traje horrible tal vez una de aquellas? Y en ese caso, ¿por qué no lo he visto salir? No está aquí, ¿no?
Estaba claro que el menor temblor o respiración agitada por su parte le daría la respuesta a Viggo, de modo que Nete se limitó a sonreírle, se levantó con movimientos controlados, entró en la cocina, abrió la despensa, se agachó hacia la caja de herramientas y sacó el martillo.
No llegó a envolverlo con el trapo, y ya lo tenía detrás repitiendo la pregunta.
Fue la señal para que Nete, con un movimiento continuo, girase y lo golpease con el martillo en medio de la sien, que emitió un crujido.
Viggo cayó redondo, como un trapo. Tampoco había mucha sangre. Tras comprobar que aún respiraba, fue a la mesa baja a por el café.
Viggo tosió un poco cuando ella le abrió la boca y vertió el líquido caliente. Pero no tosió mucho tiempo.
Nete se quedó un rato contemplándolo. Si Viggo no hubiera existido, todo habría sido diferente.
Pero había dejado de existir.
La vergüenza y el asco por lo que vio aquella noche en La Libertad la abrumaban tanto que no pudo ocultarlo por mucho tiempo.
Rita le preguntó un par de veces qué le pasaba, pero Nete se cerraba en banda. Solo en la oscuridad debajo del edredón, cuando Nete acababa de dormirse, había contacto entre ellas. Aquel tipo de contacto que Rita exigía a cambio de su amistad.
Como si Nete siguiera deseando aquella amistad.
Fue una simple mirada durante la matanza lo que la delató.
Varias de las que trabajaban en la granja, vestidas con buzos, acababan de arrastrar a uno de los cerdos desde los prados hasta el patio de la granja, donde esperaba el matarife, y Rita se puso frente a la lavandería para participar en el entretenimiento. Nete había salido de la sala de labores a tomar aire fresco un rato cuando Rita advirtió su presencia y giró la cabeza hacia ella; sus miradas se encontraron por encima del animal berreante.
El ambiente de la sala de costura sacaba de quicio a Nete. Era uno de aquellos días en que el llanto obstruía su garganta y el anhelo por una vida diferente hacía brotar amargura en su interior. Por eso, la mirada que dirigió a Rita fue impulsiva. Y la mirada que le devolvió Rita estaba llena de desconfianza, alerta.
—¡Di ahora mismo qué te pasa! —le gritó Rita aquella noche en el cuarto.
—Follas a cambio de cigarrillos, lo he visto. Y ya sé para qué usas esto —declaró, metiendo la mano bajo el colchón de Rita y sacando el chisme de metal con el que bloqueaba el dispositivo del marco de la puerta.
Si Rita podía asustarse alguna vez, fue entonces.
—Si te vas de la lengua va a ser peor para ti.
La señaló con el índice.
—Como se te ocurra traicionarme o dejarme en la estacada, vas a arrepentirte el resto de tu vida, ¿entendido? —bramó, con los ojos relampagueando.
Y así quedó la cosa.
Más tarde Rita cumplió su amenaza, con consecuencias enormes para ambas. Había transcurrido más de un cuarto de siglo antes de que Nete lograra vengarse y Rita y Viggo estuvieran muertos en el cuarto hermético.
Amarrados a sus sillas y sin la mirada brillante de antaño.
Noviembre de 2010
Desde que aquellos dos policías se habían puesto en contacto con Herbert Sønderskov, Mie Nørvig y Louis Petterson, todo parecía haberse torcido. La red de seguridad tejida con esmero durante tantos años estaba a punto de deshacerse mucho más rápido de lo que Curt Wad había creído posible.
Curt siempre había sabido que sus actividades exigían cuidado y discreción, y por eso había tenido la convicción absoluta de que en cuanto apareciera una amenaza no les costaría mucho a él y a su gente detenerla antes de que se materializara. Lo que no había imaginado era que fuera a sentir en su nuca el aliento de un pasado remoto.