Expediente 64 (40 page)

Read Expediente 64 Online

Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Expediente 64
2.35Mb size Format: txt, pdf, ePub

Pero ¿qué era lo que investigaban los dos policías? Herbert Sønderskov dijo que tenía que ver con una desaparición. Por qué diablos no habría interrogado a fondo a Herbert mientras tuvo la oportunidad. ¿Sería un síntoma de senilidad? Esperaba que no.

Y ahora él y Mie se habían esfumado. Herbert no había enviado una sola foto de dónde se encontraba, tal como le había ordenado Curt, y eso solo podía significar una cosa.

En realidad, debía haberlo sabido. Aquel ridículo subordinado de Herbert no tendría valor para hacer lo necesario cuando llegara la hora.

Hizo una pequeña parada en su cadena de pensamientos, y después sacudió la cabeza. Una vez más había dejado que las ideas fluyeran por sí mismas. Antes no solía ser así. Tenía que andar con cuidado. Porque ¿quién decía que Herbert no tendría valor para matar a Mie? Y es que había muchas otras maneras de quitarse el problema de encima aparte de la que él había ordenado. Tal vez, pasados unos años, se encontraran los cadáveres putrefactos de Herbert y Mie agarrados de la mano en una cuneta. ¿No era acaso el suicidio la mejor solución en el caso de Herbert y Mie? La idea no le era ajena al propio Curt, para nada, si es que aquel caos empezaba a girar en torno a su persona. En ese caso, conocía magníficos modos de abandonar este mundo sin dolor.

¿Qué más daba? Él estaba viejo, y Beate, enferma. Sus hijos eran libres y estaban bien posicionados. Entonces ¿no se trataba sobre todo de Ideas Claras? ¿De poner coto a la fornicación incontrolada y al embrutecimiento que amenazaban a la sociedad danesa? ¿No era acaso el partido la obra de su vida? Eso, y luego La Lucha Secreta.

No, debía defender esos valores en el poco tiempo que le quedaba. Porque ver desmoronarse la obra de su vida le hacía sentirse casi como si no hubiera existido. Como abandonar el mundo sin haber tenido descendencia o sin haber dejado una huella. Entonces todas las ideas de aquellos años no habrían valido para nada. Todos los riesgos y honradas ambiciones habrían sido en vano. No podía soportar la idea, y aquello lo disponía para el combate. No escatimaría medios para evitar que aquellas investigaciones de la Policía obstaculizaran el camino de Ideas Claras al Parlamento. Ninguno.

Por eso tomó sus precauciones y puso en marcha la cadena de
sms
que ordenaba a los miembros de La Lucha Secreta que llevaran a cabo lo decidido en la asamblea general: ¡había que quemar todo! Expedientes, instrucciones y correspondencia. ¡Todo! La documentación de cincuenta años de trabajo debía arder aquel mismo día.

No temía por sus propios archivos. Estaban seguros en el búnker oculto en el anexo. Cuando él muriera, había instrucciones para Mikael en las que se explicaba qué debía hacer con ellos. Ya se había encargado de eso.

Menos mal que he ordenado la quema, pensó algo después aquel sábado por la tarde cuando sonó el teléfono fijo.

Era Caspersen.

—He hablado con nuestro contacto en la comisaría del centro. Tengo información sobre los dos agentes que visitaron a Nørvig, pero no es muy alentadora.

Le contó que el subcomisario Carl Mørck y su ayudante Hafez el-Assad tenían relación con el denominado Departamento Q de la Jefatura de Policía. Al parecer, el segundo no estaba formado en la Policía, pero en cambio poseía una intuición increíble, de la que se había empezado a hablar en las comisarías del Gran Copenhague.

Curt sacudió la cabeza. ¡Un árabe! Cómo aborrecía la idea de que un hombre de color fuera a husmear en sus asuntos. ¡Lo que faltaba!

—En suma, que el Departamento Q de Carl Mørck, con esa fea denominación de «Departamento para casos de interés especial», puede ser una amenaza bastante seria, según nuestro contacto de la comisaría del centro. Porque aunque nuestro contacto no quiera reconocerlo, de hecho son más eficaces en su trabajo que la mayoría de los demás departamentos. Lo bueno es que trabajan bastante a su aire, así que lo más seguro es que el resto de departamentos no sepan qué están haciendo ahora.

Había muchas cosas en aquellas consideraciones que pusieron a Curt Wad sumamente alerta y pensativo. Sobre todo el hecho de que la especialidad del Departamento Q parecía ser hurgar en trapos sucios del pasado.

Caspersen contó que había preguntado si los dos hombres tenían algún punto flaco, y que el hombre de la comisaría del centro le dijo que Carl Mørck estaba involucrado en algo feo de lo que debía responder, y que en el peor de los casos le costaría una suspensión, pero que, por lo que él sabía, el caso estaba en manos competentes de Jefatura, y que por eso no sería fácil de manipular. Y que, en caso de que se pudiera, haría falta por lo menos una semana para llevar a efecto la suspensión, y no disponían de tanto tiempo. Tal vez pudieran encontrar algo en las condiciones de contratación de Hafez elAssad para pillarlo, pero también para eso haría falta tiempo. Y estaba claro que no lo tenían.

Por desgracia, tenía razón. Si había que hacer algo, debía ser ahora.

—Pide al contacto de la comisaría del centro que me envíe por correo electrónico un par de fotos de los dos polis, Caspersen —concluyó Curt.

Acababa de abrir el correo y estaba examinando los rostros de los dos policías. Dos hombres de sonrisa irónica, como si el fotógrafo hubiera contado un chiste, pero podría ser también pura arrogancia. Eran muy diferentes, como el día y la noche. De edad algo indefinida, Carl Mørck parecía unos años más viejo que su ayudante, pero a él le costaba calcular la edad de los árabes.

—Dos idiotas como vosotros no van a poder detenernos —exclamó, plantando la palma de la mano en la pantalla, justo en el momento en que sonaba su móvil seguro.

Era su chófer.

—Mikael, ¿has conseguido los archivadores de Nørvig?

—Me temo que debo decir que no, señor Wad.

Curt frunció el entrecejo.

—¿Cómo es eso?

—Es que dos hombres en un Peugeot 607 azul oscuro se me han adelantado. No me extrañaría nada que fueran de la Policía. Los reconoces por experiencia.

Curt sacudió la cabeza. No, no podía ser verdad, no debía serlo.

—¿Eran un árabe y un blanco? —preguntó, pero ya sabía la respuesta.

—Debo responder que sí.

—Descríbemelos.

Miró los rasgos de la pantalla según los describía Mikael. Tenía una mirada despierta aquel Mikael. Y era una catástrofe, porque todo encajaba.

—¿Cuánto se han llevado?

—Pues no lo sé. Pero al menos los cuatro archivadores que usted me dijo estaban vacíos.

Era duro tener que escuchar tan malas noticias.

—Vale, Mikael. Ya nos las arreglaremos para recuperarlos. Y si no lo conseguimos habrá que quitar de en medio a esos dos, ¿entendido?

—Sí; avisaré a unos amigos para que estén preparados.

—Bien. Averigua dónde viven los dos polis y haz que los vigilen día y noche, nos ocuparemos de ellos cuando se presente la ocasión. Llamadme para que os dé la conformidad cuando llegue la hora, ¿de acuerdo?

Caspersen apareció un par de horas más tarde en casa de Curt, quien nunca lo había visto tan preocupado. Aquel abogado sin escrúpulos que no pestañeaba ni un milisegundo si tenía que cobrar sus últimas cincuenta coronas a una pobre madre soltera con cinco hijos para entregárselas a su exmarido sospechoso de maltratarla.

—Me temo que, mientras Mie Nørvig y Herbert Sønderskov no estén presentes para poner una denuncia, va a ser difícil avanzar en la recuperación del material de archivo robado, Curt. Mikael no sacaría fotos del delito, ¿verdad?

—No, ha llegado demasiado tarde. Si no ya las habría entregado, ¿no crees?

—Y la vecina ¿no ha dado ninguna información?

—No, solo dice que eran dos agentes de Copenhague. Pero podrá reconocerlos, si llega el caso. Desde luego, no es que pasen desapercibidos.

—No, cierto. Pero antes de que consigamos su restitución, el material estará en lo más profundo de la Jefatura de Policía, no te quepa duda. Y es que no tenemos pruebas de que fueran ellos los ladrones.

—¿Huellas dactilares?

—No, de eso nada. Los dos habían estado la víspera en casa de Nørvig para hacerles unas preguntas. Por desgracia, no ha llegado aún el día en que podamos saber con exactitud la antigüedad de una huella dactilar.

—Pues entonces habrá que recurrir a medidas más drásticas de lo que sería deseable. Ya he puesto el proceso en marcha. Solo falta que dé la señal.

—¿Me estás hablando de matar, Curt? Porque entonces me temo que no quiero seguir participando en esta conversación.

—Tranquilo, Caspersen, que no voy a mezclarte en eso. Pero debes darte cuenta de que en el futuro puede haber violencia, y eres tú quien va a asumir el mando.

—¿A qué te refieres?

—Ya te lo he dicho. Si esto termina como puede imaginarse, tienes un partido político y una herencia que administrar, ¿entendido? Todo va a suceder sin dejar huellas; y cuando digo sin dejar huellas me refiero a que no van a poder llamarme a ningún estrado de testigo si es que se llega a tanto.
Alea jacta est
.

—Dios me libre, Curt. Primero debemos intentar conseguir los expedientes, ¿vale? —replicó Caspersen. Seguía la regla de oro del abogado. Lo que no se discutía en detalle era como si no se hubiera dicho—. Me pondré en contacto con nuestro hombre en la comisaría del centro. Debemos suponer que los historiales están en este momento en la Jefatura de Policía. Según mis informaciones, el Departamento Q está en el sótano, y allí no hay nadie por la noche, así que debería ser bastante sencillo para un hombre de la comisaría del centro acceder a los archivos de Nørvig.

Curt lo miró con alivio. Si lo conseguían, estarían más o menos a salvo.

No pudo mantener aquel estado de ánimo mucho tiempo, porque al rato lo llamó Wilfrid Lønberg para decirle con voz alterada que aquellos dos policías también se habían presentado en su casa.

Curt pulsó el botón del altavoz para que Caspersen pudiera oír. También él se jugaba mucho.

—Se han presentado de pronto, sin previo aviso. Yo estaba quemando documentos. Menos mal que he sido rápido de reflejos y los he rociado de gasolina, si no estábamos perdidos. Ten cuidado con esos dos, Curt. Para cuando te des cuenta los vas a tener en tu casa o en la de algunos de primera línea. Debes enviar otro aviso a la gente.

—¿Por qué han ido?

—No lo sé. Creo que solo querían hacerse una idea de mí. Y, desde luego, se la han hecho. Ahora
saben
que hay gato encerrado.

—Voy a enviar otra serie de
sms
—dijo Caspersen, haciéndose a un lado.

—Son muy meticulosos, Curt. Creo que van sobre todo detrás de ti, pero créeme —continuó Lønberg—, saben más de lo conveniente. No han dicho nada concreto, aparte de nombrar Benefice y a una tal Nete Hermansen. ¿Te dice algo el nombre? Iban a ir a Nørrebro a hablar con ella. Se supone que van camino de allí.

Curt se restregó la frente. El aire parecía de pronto demasiado seco.

—Sí, ya sé quién es Nete Hermansen, y me extraña que aún esté viva, pero supongo que eso podrá arreglarse. Veamos cómo se desarrollan los acontecimientos las próximas veinticuatro horas. En cuanto a lo primero que has dicho, creo que tienes razón. Deben de andar detrás de mí. No sé por qué, pero tampoco me hace falta saberlo.

—¿A qué te refieres? Claro que debes saberlo.

—Solo quiero decir que para cuando nos demos cuenta todo habrá pasado. Cuidad vosotros de Ideas Claras, que yo cuidaré del resto.

Después de irse Caspersen, abrumado por los acontecimientos de los últimos días, Curt llamó a Mikael y le dijo que si se daban prisa tal vez pudieran encontrar a los dos policías en Peblinge Dossering. A partir de allí podrían vigilar sus pasos.

Hora y media más tarde Mikael llamó para comunicar que por desgracia no habían llegado a tiempo, pero que ya había un hombre vigilando en el aparcamiento frente a la vivienda de Carl Mørck, y que este había vuelto a casa. De Hafez el-Assad, por el contrario, ni rastro. Al menos en la dirección que había dado en el registro civil, en Heimdalsgade, no vivía nadie.

El domingo por la mañana temprano Curt llamó al médico de guardia. Los profundos suspiros y la respiración irregular de Beate en la cama junto a él habían empeorado durante las últimas horas.

—Pues sí, señor Wad —dijo el médico, a quien conocía por ser un buen doctor en Hvidovre—. Tal como ha comprobado en su calidad de médico y me ha contado por teléfono, también yo me temo, por desgracia, que a su mujer le queda muy poco tiempo de vida. Su corazón está desgastado, así que es cuestión de días, tal vez horas. ¿Está seguro de que no quiere que envíe una ambulancia?

Curt se alzó de hombros.

—¿De qué serviría? —se resignó—. No, gracias, quiero estar con ella hasta el final.

Cuando se quedaron solos se tumbó en la cama junto a ella y buscó a tientas su mano. Aquella manita que tantas veces había acariciado su mejilla. Aquella mano tan querida.

Miró más allá del balcón al amanecer, y por un instante deseó tener un Dios. En ese caso habría recitado una oración por su amada y por el tiempo que les quedaba a ambos. Tres días antes estaba preparado para lo inevitable y para poder seguir viviendo. Pero ya no lo estaba.

Observó el vaso con los somníferos. Potentes, pequeños y fáciles de tragar. No serían más de veinte segundos. Sonrió un momento para sí. Y un minuto más para ir en busca de un vaso de agua, claro.

—¿Crees que sería mejor que las tomara ahora, cariño? —susurró, apretándole la mano. Si solo hubiera podido responder. Qué soledad más grande.

Le acarició con suavidad el pelo ralo. Cuántas veces lo había admirado cuando ella lo cepillaba delante del espejo y la luz lo hacía brillar. Qué rápido había desaparecido la vida.

—Oh, Beate. Te he querido de todo corazón. Fuiste y eres la luz de mi vida. Si pudiera repetir mi vida contigo, lo haría. Cada segundo. Ojalá pudieras despertar un instante para poder decírtelo, dulce y querida amiga.

Después se volvió hacia ella y se acercó en silencio al cuerpo marchito que apenas respiraba, el cuerpo más fascinante que había visto en su vida.

Casi eran las doce cuando despertó. Una serie de timbrazos repicaban en su cabeza.

Se incorporó un poco y comprobó sin alivio que el pecho de Beate seguía moviéndose. ¿No podía morir sin más, sin obligarlo a verlo?

Sacudió la cabeza ante aquella idea.

Debes recuperar el ánimo, Curt, se dijo. Pasara lo que pasase, Beate no debía morir sola, no debía ocurrir.

Other books

Highland Honor by Hannah Howell
The Alpha's Reluctant Mate by Williams, Morganna
Triple Threat by Regina Kyle
Swarm by Larson, B. V.
Storm Rising by Mercedes Lackey
Starstruck by Lauren Conrad
Stars Rain Down by Chris J. Randolph